La Iglesia del Oratorio está cerrada por obras
En septiembre de 2019 iniciamos una obra de restauración global en nuestra iglesia. Con la pandemia las obras estuvieron paradas varios meses.
Las obras se han retomado y esperamos que terminen en los primeros meses del 2021.
Por este motivo no hay culto, ni misas, ni confesiones en el Oratorio. Queda suspendido, hasta nuevo aviso, todo horario que pudiera circular por la red.
Las obras se han retomado y esperamos que terminen en los primeros meses del 2021.
Por este motivo no hay culto, ni misas, ni confesiones en el Oratorio. Queda suspendido, hasta nuevo aviso, todo horario que pudiera circular por la red.
ARTÍCULOS
INMACULADA (Homilía, 2019)
- Detalles
- Escrito por P. Enrique Santayana
«Madre de todos los vivientes».
La Iglesia Universal pospone un día la celebración de la Inmaculada cuando el 8 de diciembre cae en domingo, pero la Iglesia en España tiene el privilegio de celebrar esta fiesta el día 8 aunque sea Domingo. La Iglesia Universal reconoce así la especial vinculación entre la historia de España y la Inmaculada, entre nuestra patria y la proclamación del dogma de la Inmaculada, en 1854, por Pio IX. Que la Purísima proteja esta nación que desde los antiguos concilios de Toledo[1] defendió y promovió la doctrina de su Inmaculada Concepción.
El dogma de la Inmaculada Concepción dice lo siguiente: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano»[2]. Por tanto, como bien sabéis, este dogma se relaciona directamente con la doctrina del pecado original. Por ese motivo, la primera lectura de la fiesta de hoy nos coloca justo en el momento que sigue al primer pecado.
Es conmovedor ver cómo en el inicio de la lectura se dice que Dios busca a Adán tras el pecado: «¿Dónde estás?». Tan conmovedora es la llamada de Dios, como triste que Adán se esconda: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». Aunque el hombre no puede aún alejarse del todo, la Palabra de Dios llega hasta él y se inicia un diálogo: «¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Y después con la mujer: «¿Qué has hecho?». El hilo del diálogo le lleva a Dios hasta la serpiente, pero con la serpiente no dialoga. Dios se dirige a ella directamente con una condena. Esto llama la atención: Dios guarda toda la severidad para la serpiente. Es verdad que tras la condena de la serpiente aparece el castigo del hombre; sin embargo hay una diferencia enorme entre el castigo que recibe la serpiente y el que reciben Adán y Eva. El castigo del diablo es una condena y es definitiva. El segundo es un castigo «curativo», mira a su salud final, a su salvación; es transitorio; y, sobre todo, está acompañado de una promesa de victoria.
La liturgia de hoy no se ocupa del castigo que Dios impone al hombre, sino de la condena del diablo, que comienza así: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida»; y sigue con estas palabras en las que ya se anuncia la victoria del hombre, varón y mujer: «pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón».
Es el primer anuncio del Evangelio, que se escucha cuando la vida del paraíso se ve ya marchita por el pecado: el diablo, con su obra, será aplastado por la descendencia de la mujer. La belleza natural de la creación merma, pero se ha sembrado en su suelo una belleza sobrenatural.
Tras este primer anuncio del Evangelio la liturgia de hoy hace concluir la primera lectura con este versículo: «Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven». Eva transmite la vida. Es la vida dada por Dios en la creación, en primer lugar; es también la herida del pecado; y en tercer lugar, es la promesa, la semilla del Evangelio.
Eva va a transmitir la vida natural, la vida dada por Dios a Adán. Es una vida llena de belleza y de bien, pero herida por el pecado original, que se transmitirá a todos los hombres. Esta doctrina de la universalidad del pecado original, que todos pecamos en Adán, se sustenta en una realidad misteriosa: que existe una unidad sustancial de todos los hombres: Todo el género humano es en Adán «como el cuerpo único de un único hombre»[3]. Fueron Adán y Eva quienes «cometieron» el pecado, pero todos los hombres lo hemos «contraído» en virtud de esta unidad del género humano.
Hay un pecado[4] en el hombre, que le hiere en lo más hondo: en su voluntad, en su inteligencia, en su memoria, en sus deseos. Es una herida de muerte y, si no recibe la medicina adecuada, la muerte acabará corrompiéndolo del todo, envileciéndolo y embruteciéndolo. Y un hombre embrutecido es un monstruo: cerrado a la Palabra, incapaz de palabra, sin Dios. La historia ha visto muchas veces al hombre embrutecido, como una bestia que ha perdido la razón. También ahora lo vemos. ¡Y asusta! Lo vemos, por ejemplo, en la crueldad del aborto, un crimen que clama justicia a Dios; o en la maldad con la que se ofrece la eutanasia a ancianos y enfermos. La eutanasia es la oferta que hombres embrutecidos y bestias ofrecen a los débiles y a los que sufren, porque no quieren padecer con ellos, ni acompañarlos, ni gastar con ellos su tiempo, sus energías o su dinero. Es más fácil decir: «muérete».
Eva transmite la vida que Dios dio a Adán, la más preciosa de la creación, pero, con la herida del pecado. Sin embargo, transmite también el germen del Evangelio: que el linaje de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente, cuando ella lo hiera en el talón. Es una semilla de victoria plantada en la tierra herida. Es una promesa, una semilla oculta, pero viva, porque es de Dios.
Justamente cuando aparece la muerte, se siembra también la vida sobrenatural: la gracia del Evangelio prometido, una promesa que lleva en sí su propia fecundidad y eficacia, crecerá oculta en la historia de los hombres mientras crece el pecado. El pecado es manifiesto, la semilla del Evangelio, por el contrario, crecerá oculta, custodiada por la fe de Abraham, Moisés, Elías, David, Isaías… ¡Y tantos otros que creyeron la Palabra que les llegaba en su momento!
Hasta que toda la gracia, sembrada en la promesa dada a Eva, crecida como esperanza a lo largo de los siglos en el corazón de hombres fieles, llegó no ya como promesa, sino como realidad desbordante, desde el cielo al seno de María. Es el Evangelio: todo el cielo se inclina hasta María y por su sí Dios se hace hombre. El hombre nacido de María es el linaje prometido que destruirá la obra del diablo. Él es el Redentor. Todos los hombres somos redimidos por Cristo. Nadie se salva si no es por Cristo, no hay otro Salvador.
Nosotros recibimos la redención en forma de perdón y de rescate. María recibió la salvación como prevención del pecado. Nosotros somos perdonados, ella fue preservada: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano».
La obra del diablo, la que se levanta a nuestro alrededor y la que se levanta entre nosotros y en nosotros mismos, por mucho que asuste, tiene el tiempo contado, porque María fue concebida sin pecado, porque engendró al Salvador y el Salvador derramó su sangre por nosotros. La Inmaculada es la gran fiesta del Adviento: mira a la concepción del Redentor y a su nacimiento, a la Navidad; y mira también a la victoria definitiva en la historia, cuando Cristo Rey imponga definitivamente su Reino: «reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». La Inmaculada es nuestra esperanza, es el estandarte de nuestra victoria.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía en la fiesta de la Inmaculada, 2019
en la iglesia de las Bernardas
ORATORIO DE SAN FELIPE NERI DE ALCALÁ DE HENARES
en la iglesia de las Bernardas
ORATORIO DE SAN FELIPE NERI DE ALCALÁ DE HENARES
[1] Cf. concilios IV (a. 633) y XI (a. 675) de Toledo.
[2] Pio IX, Bula Inefabilis Deus (DS 2803).
[3] Santo Tomás de Aquino. Cf.: CCE 404
[4] Rm 5,12. Concilio de Trento, decreto Sobre el pecado original (DS 1512).
Adviento y Esperanza (Homilía Domingo I Adviento, 2019)
- Detalles
- Escrito por P. Enrique Santayana
«Vamos alegres a la casa del Señor»
¿Qué podemos esperar de la vida? Hemos venido a la existencia, hubo un tiempo en que no éramos en absoluto, pero empezamos a existir y ahora tenemos una vida. ¿Qué podemos esperar de esta vida?
El Adviento responde a esta pregunta. No dándonos una idea o una teoría, sino poniéndonos en pie y haciéndonos caminar hacia Dios: «Venid, subamos al monte del Señor […]. Venid, caminemos a la luz del Señor», decía el profeta. Y luego el salmo: «Vamos alegres a la casa del Señor». Tener que levantarnos y caminar indica que esperamos algo real, algo hacia lo que podemos caminar. No se camina hacia una idea, hacia una ilusión, hacia un sentimiento o hacia una teoría. Uno se levanta y se pone en camino cuando se dirige hacia un sito, cuando se dirige hacia alguien. La esperanza del Adviento es Dios, el mismo Dios que nos llamó de la nada a la existencia. El Adviento nos enseña que Dios es a quién podemos esperar. Por tanto, ¿qué podemos esperar de la vida? Podemos esperar a Dios, que viene. Por eso nos ponemos en pie, nos levantamos y también nosotros nos ponemos en camino. Esta es la primera afirmación importante: el objeto de nuestra esperanza es Dios, ninguna otra cosa más pequeña que él. Sin Dios no hay esperanza, porque sin él todas las cosas hermosas y buenas que podemos esperar en la vida pasarán. Y aunque personas y cosas permaneciesen, se mostrarían pobres para nuestra alma, que solo puede descansar en Dios. Sin Dios, el horizonte es la miseria, el vacío de las cosas y de los hombres, y, al final, la desaparición de todo. Por eso el adviento nos enseña a esperar a Dios, sin él no hay esperanza. ¡Esperar a Dios!
¿Pero cómo podríamos nosotros esperar a Dios, si Dios no nos esperase a nosotros? Hubo un momento en que no existíamos en absoluto y Dios nos dio el ser y la vida, porque esperaba algo de nosotros. Hizo el universo entero, esperando al hombre. Se hizo hombre esperando al hombre. Legó a la cruz esperando al hombre y lanzó allí su grito, «tengo sed», esperando al hombre. Cualquier espera nuestra de Dios y cualquier deseo nuestro de Dios no es más que un reflejo de su deseo y de su espera. Dios nos espera. San Pablo dice: «ya es hora de despertaros del sueño, porque la salvación está más cerca… la noche avanza, el día se acerca». Si podemos esperar y levantarnos es porque viene nuestra salvación. Cristo se acerca. Si en medio de la noche podemos esperar es porque Cristo se acerca: él es el día y la luz, «el sol que viene de lo alto». Es él quien viene. No podríamos aspirar a Dios si Dios no nos hubiera amado, es así de sencillo. Clama la Escritura: «¡Oh Dios! ¿Quién como tú?» (Ex 15,11; Dt 33,29; Sal 35,10; 71,19; 89,9). No podríamos aspirar a él y esperar si no fuese él quien viene a nosotros. Eso significa la palabra “adviento”, el hecho de que Dios viene. Esta es la segunda cosa importante: Dios me espera y viene. Se ha puesto en camino porque me ama.
Solamente el amor, el de Dios por nosotros, puede sostener nuestra esperanza. Por eso la liturgia de estos días nos hace esperar a Dios preparando la Navidad. Aprendemos a esperar que nos dé su vida, celebrando que ha querido compartir la nuestra. En el Dios que se hace hombre, que nos habla y nos llama, que muere en la cruz y que resucita, contemplamos el rostro de Dios y su verdadero amor por nosotros y así aprendemos a esperar su venida gloriosa. Esperamos a un Dios a quien conocemos bien, tiene el rostro de Cristo y ha dejado claro cuál es su amor por nosotros. Y volviendo los ojos a aquel acontecimiento de la Navidad, levantamos nuestro ánimo y esperamos que vuelva glorioso, conforme a su promesa: «Volveré y os llevaré conmigo». El Adviento mira a estas dos venidas de Dios: la de la Navidad, que ya se ha dado; y la de la parusía, la venida gloriosa de nuestro Salvador. Nuestra esperanza no es vana. Conocemos a nuestro Dios y su amor por nosotros. Por eso esperamos. Esta es la tercera cosa importante: esperamos a quien se hizo hombre por nosotros y por nosotros afrontó la cruz y abrió el camino de la vida eterna.
Ahora, la esperanza del Adviento es también vigilancia, que es una espera especial: esperar con una cierta advertencia en el ánimo. Indica un peligro, una amenaza. No se trata solo del pecado. A la necesidad de dejar atrás el pecado hace referencia san Pablo: «dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias». Pero la vigilancia no se refiere solo a lo que es pecado. En el Evangelio Jesús nos exhorta a esperar su venida con esta advertencia: «Cuando venga el hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé: … la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, … y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos. Lo mismo sucederá cuanto venga el hijo del hombre» ¿Qué quiere decir Jesús? Que él volverá mientras estamos ocupados en nuestras cosas: cubriendo las necesidades de nuestro cuerpo o empeñados en nuestros trabajos, afanados en amores o en preocupaciones de todo tipo. No dice Dios que no disfrutemos de las cosas según el orden de lo que es bueno; o que no trabajemos por los que amamos y por las cosas que son justas. Pero hay un peligro: que nos olvidemos de él. Podemos, por ejemplo, ocuparnos de los peligros que se ciernen sobre nuestra Iglesia o sobre nuestra patria y, al final, olvidarnos de él. He aquí el peligro: que en medio de nuestras cosas nos olvidemos y dejemos de esperarle a él.
Haciendo las mismas cosas, unos hombres pierden la memoria del amor de Dios y así pierden también la esperanza; otros mantienen la memoria de lo que Dios ha hecho por nosotros y así también siguen esperando en él. Mientras trabajan por Dios o gozan de los dones de Dios, no dejan de esperarle a él. Por eso, unos serán tomados, tomados para el Reino, y otros dejados: «Dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán».
«Por lo tanto —dice Jesús— velad». Existe el peligro del olvido. A la esperanza de Dios debe responder nuestra esperanza y vigilancia. «Por tanto, —dice Jesús— estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor […] Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre». Esta es la cuarta cosa importante: debemos esperar con la advertencia de que existe el peligro de olvidarnos, debemos vigilar sobre nuestro propio corazón. «Si me olvido de ti —dice un salmo— ¡que se me paralice la mano derecha! ¡Que se me peque la lengua ala paladar ni no te tengo a ti como la cumbre de mis alegrías!».
El adviento nos llama a preparar el nacimiento de Cristo, para acrecentar el amor y hacernos salir a su encuentro. Él viene, que nuestro corazón esté en camino también hacia él: «Vamos alegres a la casa del Señor».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía del primer domingo de Adviento, ciclo A, "Adviento y esperanza"
1 de diciembre de 2019
en la iglesia de las Bernardas
ORATORIO DE SAN FELIPE NERI DE ALCALÁ DE HENARES
1 de diciembre de 2019
en la iglesia de las Bernardas
ORATORIO DE SAN FELIPE NERI DE ALCALÁ DE HENARES
Lead Kindly light.
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- Escrito por Alberto Velasco Esteban
Acción de Gracias canonización John Henry Newman. Video
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- Escrito por Alberto Velasco Esteban
El 18 de octubre de 2019, en la Catedral Magistral de Alcalá de Henares, el Oratorio de San Felipe Neri celebró una Eucaristía y organizó un Concierto de cámara en acción de gracias por la canonización de John Henry Newman. La misa estuvo presidida por el Señor Obispo D. Juan Antonio Reig Pla y el Concierto fue interpretado por el Coro de Cámara de Madrid.
Belleza, compañía e imitación de los santos
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- Escrito por Padre Enrique Santayana C.O.
En la fiesta de Todos los Santos
1/ XI /2019
1/ XI /2019
«Una muchedumbre inmensa, que nadie puede contar»
Queridos todos, los que estáis aquí en el convento de las Bernardas, en Alcalá de Henares, donde celebramos los padres del Oratorio mientras nuestra iglesia permanece en obras; queridos todos los oyentes de RNE; queridos especialmente los enfermos y ancianos que no podéis acudir a una iglesia para celebrar la Misa de este día grande, el día de «Todos los Santos».
¿Qué significa esta fiesta? ¿Qué celebramos realmente? En pocas palabras: hoy la Iglesia celebra los méritos y la gloria de sus mejores hijos, de sus mejores miembros. Son nuestros, hermanos nuestros, miembros del Cuerpo de Cristo que, desde la resurrección, se extiende por el mundo y por los siglos.
¿Quiénes son esos hijos de la Iglesia y hermanos nuestros? La primera es Santa María Virgen y luego todos los hombres y mujeres, obispos y padres de familia, religiosos y laicos, hombres cultos o sencillos, que han llegado en su humanidad y en esta vida a la plenitud de la medida de Cristo. Algo enorme: ¡La medida de Cristo! San Agustín, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, los santos niños Justo y Pastor, mártires, San Felipe Neri, San John Henry Newman… ¡Y tantos otros! Una multitud, pero santos de verdad, que llegaron a la medida de Cristo, que participando del sacrificio de Cristo fueron perfeccionados.
Si uno quiere ver la belleza y la grandeza de lo humano, no tiene más que mirar a los santos. En ellos resplandece la humanidad perfecta, que es la que Dios quiso para Adán y la que conquistó su Hijo Jesús. En los santos resplandece la humanidad de Cristo.
El Hijo de Dios tomó e hizo suya la humanidad de Santa María Virgen y luego la llevó a su perfección por un camino de obediencia y de amor. Obediencia a su Padre y amor al hombre hasta el sacrificio. Consumó su obediencia y su amor en la cruz. Resucitado, Jesús adentró su humanidad en la Trinidad para ser amada por el Padre y ser ungida por el Espíritu Santo. La humanidad resucitada de Cristo en el seno de la Trinidad nos indica la verdadera perfección del hombre, el destino para el que fuimos creados. Pues bien, los santos han participado del camino de Cristo, del sacrificio de la cruz, de la victoria de la resurrección. En su humanidad resplandece la humanidad de Cristo, el hombre perfecto. Las Bienaventuranzas describen a Cristo y a sus santos en el camino de su perfección y en su gloria.
El Hijo de Dios tomó e hizo suya la humanidad de Santa María Virgen y luego la llevó a su perfección por un camino de obediencia y de amor. Obediencia a su Padre y amor al hombre hasta el sacrificio. Consumó su obediencia y su amor en la cruz. Resucitado, Jesús adentró su humanidad en la Trinidad para ser amada por el Padre y ser ungida por el Espíritu Santo. La humanidad resucitada de Cristo en el seno de la Trinidad nos indica la verdadera perfección del hombre, el destino para el que fuimos creados. Pues bien, los santos han participado del camino de Cristo, del sacrificio de la cruz, de la victoria de la resurrección. En su humanidad resplandece la humanidad de Cristo, el hombre perfecto. Las Bienaventuranzas describen a Cristo y a sus santos en el camino de su perfección y en su gloria.
«Bienaventurados los pobres de espíritu». Los santos son los «pobres de espíritu»: unidos a Jesús, cuya única riqueza es hacer la voluntad de su Padre y es despojado de todo en la cruz. Con su pobreza reciben el Reino de los Cielos, la Jerusalén celeste. Los santos son los «misericordiosos». Conforme a la oración del Señor, «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», han aprendido a vivir de la misericordia de Dios y a ser también ellos misericordiosos. Así han alcanzado la última misericordia de Dios: les ha acogido definitivamente en su amor, como hijos verdaderos. Los santos son los limpios de corazón: han purificado su corazón con la gracia del bautismo, del perdón y de la Eucaristía; con el ejercicio de la caridad; y con el deseo de ver a Dios, hasta adquirir los ojos de Jesús, que se levantó de la muerte para contemplar a Dios.
A la multitud de los santos, que participaron del sacrificio de Cristo y participan ya de su gloria, nos volvemos hoy: «una muchedumbre inmensa, que nadie puede contar». Eran hombres normales, pero unidos a Cristo han roto la separación entre el cielo y la tierra. Eran hombres normales, pero ahora viven la vida de Dios y lo adoran. Mientras, los ángeles se postran ante tan inesperado milagro: hombres que viven con Dios.
Celebramos a la multitud de los santos en una sola fiesta, primero, porque necesitamos alegrarnos con una alegría verdadera. En medio de este mundo necesitamos contemplar la belleza, la gloria y la alegría que esperamos. Necesitamos de esta alegría más que del alimento o del vestido. Nos alegramos con ellos porque son nuestros y porque esperamos llegar donde ellos han llegado.
Celebramos a la multitud de los santos en una sola fiesta, en segundo lugar, para pedir su intercesión. Nosotros estamos aún en camino; más aún, en medio de una guerra contra el mal. Ellos ya han llegado, pueden interceder por nosotros y pueden hacernos partícipes de los dones y las virtudes con las que lucharon y vencieron. No vivimos lejos de ellos, porque los santos que ya han vencido, los cristianos que se purifican en el purgatorio y nosotros que aún peregrinamos, formamos un solo Cuerpo con Cristo. Por tanto, los santos pueden interceder por nosotros y pueden alcanzarnos los dones que ahora necesitamos.
Celebramos a la multitud de los santos en una sola fiesta, en tercer lugar, para cobrar ánimos y, viendo que hombres de toda edad, de toda clase y condición, han alcanzado una gloria tan alta, también nosotros nos empeñemos en esta carrera por amar a quien nos ha amado, Cristo, y compartir con él padecimientos y gloria. No nos basta alegrarnos y pedir sus dones, hemos de imitarlos.
Celebramos a la multitud de los santos en una sola fiesta, primero, porque necesitamos alegrarnos con una alegría verdadera. En medio de este mundo necesitamos contemplar la belleza, la gloria y la alegría que esperamos. Necesitamos de esta alegría más que del alimento o del vestido. Nos alegramos con ellos porque son nuestros y porque esperamos llegar donde ellos han llegado.
Celebramos a la multitud de los santos en una sola fiesta, en segundo lugar, para pedir su intercesión. Nosotros estamos aún en camino; más aún, en medio de una guerra contra el mal. Ellos ya han llegado, pueden interceder por nosotros y pueden hacernos partícipes de los dones y las virtudes con las que lucharon y vencieron. No vivimos lejos de ellos, porque los santos que ya han vencido, los cristianos que se purifican en el purgatorio y nosotros que aún peregrinamos, formamos un solo Cuerpo con Cristo. Por tanto, los santos pueden interceder por nosotros y pueden alcanzarnos los dones que ahora necesitamos.
Celebramos a la multitud de los santos en una sola fiesta, en tercer lugar, para cobrar ánimos y, viendo que hombres de toda edad, de toda clase y condición, han alcanzado una gloria tan alta, también nosotros nos empeñemos en esta carrera por amar a quien nos ha amado, Cristo, y compartir con él padecimientos y gloria. No nos basta alegrarnos y pedir sus dones, hemos de imitarlos.
Alegrémonos con los santos, pidamos los auxilios que necesitamos de ellos y luchemos como ellos, unidos a Cristo, nuestro Señor, nuestro Maestro, nuestro Salvador, nuestra Vida, la alegría de nuestro corazón ahora y para siempre.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
P. Enrique Santayana C.O.
Homilía en al solmenidad de Todos los Santos, viernes 1 de noviembre de 2019
Oratorio de san Felipe Neri.
Misa celebrada en el convento de las Bernardas y retransmitida por RNE
Oratorio de san Felipe Neri.
Misa celebrada en el convento de las Bernardas y retransmitida por RNE