Las obras se han retomado y esperamos que terminen en los primeros meses del 2021.
Por este motivo no hay culto, ni misas, ni confesiones en el Oratorio. Queda suspendido, hasta nuevo aviso, todo horario que pudiera circular por la red.
ARTÍCULOS
EL AMOR QUE ES DIGNO DE FE
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- Escrito por Padre Enrique Santayana C.O.
II Domingo de Pascua
28/ IV /2019
«Señor mío y Dios mío»
El otro día un padre de esta casa, el p. Julio, me comentaba cómo debían de estar turbados los discípulos después de la muerte de Cristo. Siempre había pensado yo en la turbación de la falta de fe. Pensar que todo había acabado, que las palabras de su Maestro, se habían perdido con la muerte. «Mis palabras no pasarán», había dicho con vida, pero ahora ¿quién podía repetir esas palabras? Parecía que Jesús, como cualquier hombre, como otros grandes hombres de la antigüedad, judíos o no, había sido sepultado por la muerte y ya no volverían más que en el recuerdo. Las palabras que había dicho sobre su resurrección: «al tercer día resucitaré», ¿cómo podían ser verdaderas? Con esta falta de fe es claro que tenía que venir la tristeza. Esa tristeza se deja ver un poco en los discípulos de Emaús, pero tuvo que ser terrible: todo acabado y su maestro muerto. Pero el padre del Oratorio me hizo caer en la cuenta de otra tristeza aún más terrible en el alma de los suyos: la tristeza de no haber permanecido a su lado, de haber sido cobardes, de haberle negado, de haber corrido de su lado. ¿Os imagináis la vergüenza de Pedro al ver de nuevo a Santa María Virgen? ¿O la tristeza de Santiago, al ver que la Magdalena, una pecadora, había permanecido al pie de la cruz y que él había escapado? ¿Os imagináis la tristeza al ver de nuevo los sitios donde se escondieron o desde donde miraban de lejos? ¿O la tristeza de tener que permanecer aún escondidos porque no podían superar el miedo que tenían?
Pues bien, en un nuevo gesto de amor, Cristo quiso arrancar esta tristeza y esta incredulidad del corazón de los suyos. Cristo no resucitó para sí mismo. En la vida del Señor todo es «para nosotros» y su resurrección también es «para nosotros». Desde el inicio, Jesús se muestra como el que no retiene nada para sí. Ni lo más sagrado que los hombres suelen tener como suyo, la voluntad, ni eso retuvo Jesús como propio: «No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad de mi Padre». Se había hecho hombre para hacer esa voluntad. Era la voluntad de su Padre que salvase a los hombres haciéndose hombre y entregándose a los hombres. Y eso hizo: «no retuvo con avidez el ser igual a Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». Olvidado de su gloria se hizo hombre, «por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo» —dice el credo— y se entregó. Se vació por entero en la cruz, amando a cada hombre y a todo hombre. Todo lo hizo por nosotros, nada se reservó para sí, ni un instante de su vida, ni un trabajo, ni una oración, ni siquiera el corazón de su madre. Tampoco la resurrección se la reservó. Él resucitó para nosotros, para darnos la vida de Dios.
Es cierto que en su humanidad se llenaría de gozo al elevarse de entre los muertos. Nadie como Cristo en el momento de la resurrección podía rezar las palabras del salmo: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti», expresando el deseo ardiente de contemplar con sus nuevos ojos humanos el rostro de Dios. Y nadie como él al resucitar podría expresarse así: «me saciaré» —tal como sigue el salmo—, «me saciaré como de enjundia y de manteca». Pero ni siquiera esta nueva gloria, esta gloria divina con la que resplandecía tras la resurrección su cuerpo humano y su alma humana, ni siquiera eso retuvo para sí. No olvidó su amor en la cruz, su amor al hombre.
LA TRADICIÓN QUE VIENE DEL SEÑOR
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- Escrito por Padre Enrique Santayana C.O.
Jueves Santo
18/ IV /2019
«Proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva»
San Pablo no estaba con Jesús y con los Doce en la Última Cena. Sabéis bien que se convirtió algún tiempo después de la muerte de Cristo. Sin embargo, de entre todas sus cartas, uno de los fragmentos que él escribe con más solemnidad es este en el que habla de la Última Cena, de la que él no fue testigo. San Pablo había llegado a Corinto en el año 51, predicó, fundó una comunidad y en el año 52 siguió su viaje misionero. Les escribe esta carta en el año 55, habían pasado pocos años desde la muerte del Señor.
San Pablo hace referencia a algo de lo que ya les había hablado en persona, algo precioso que el propio Jesús entregó a los Apóstoles, que los Apóstoles entregaron a Pablo, y que Pablo había entregado a los fieles de Corinto: «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido». La palabra «tradición» indica aquello que Jesús transmitió a los Apóstoles, los Apóstoles a Pablo y Pablo a los fieles de Corinto.
San Pablo indica el momento en el que Cristo hizo esta donación a los Apóstoles: «en la noche en que iba a ser entregado», una noche como esta en la que estamos nosotros. Esa noche «fue entregado». Fue entregado por los discípulos. Lo entregó Judas en un acto de traición y lo entregaron los demás huyendo de su lado. Fue entregado por los hombres a la injusticia, al dolor, a la infamia y a la muerte.
Fue entregado por Dios. Su Padre lo puso en manos de los hombres para que hiciesen con él lo que quisieran. Lo entregó como cordero pascual con cuya sangre los hombres son librados de la muerte, como cordero pascual que se come para emprender la marcha de la libertad. Lo puso en manos de los malvados, lo entregó como sacrificio y como alimento de vida eterna. Él es el Cordero de Dios, el sacrificio de Dios: el sacrificio que Dios ofrece por nuestra salvación y el sacrificio que Dios hace de sí mismo, porque al sacrificar a su Hijo se sacrifica a sí mismo.
En una noche como esta, en la que iba a ser entregado por Dios a los hombres y por los hombres a la muerte, Jesús «tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía” ».
¿Qué hizo Jesús con esto? Entregarse a sí mismo. Esta es una tercera entrega. Los hombres lo entregamos a la muerte injusta. Dios lo entregó como cordero pascual. Y Jesús mismo se entregó. En un acto de obediencia al Padre y en un acto de amor al hombre, él mismo se entregó y quiso que esta entrega perdurase hasta el fin de los tiempos.
«La tradición que viene del Señor» no es una costumbre, ni se reduce a la enseñanza de una verdad. La tradición que viene del Señor es el mismo Señor que se nos ha entregado. Este es el tesoro entregado por el mismo Señor a su Iglesia para que salve al mundo.
ABRID LAS PUERTAS A CRISTO
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- Escrito por Padre Enrique Santayana C.O.
Domingo de Ramos
14/ IV /2019
«Bendito el rey que viene en el nombre del Señor»
Hoy hemos escuchado dos narraciones del Evangelio según san Lucas. La narración de la entrada de Jesús en Jerusalén, al principio, y ahora la de la Pasión y muerte del Señor. Aunque el primer relato es un relato de triunfo y el segundo de derrota, los hechos que cuentan están íntimamente relacionados.
Era el tercer año que Jesús pasaba con los discípulos y estos tenían la certeza de que Jesús era el Mesías Rey. Además, se dirigían hacia Jerusalén, donde el Mesías Rey debía reinar. No es cierto que los discípulos de Jesús pensasen solo en un Mesías Rey que liberase a Israel del dominio romano. Acariciaban ese deseo, es verdad, pero esperaban mucho más. En la última etapa del camino, antes de llegar a Jerusalén, en Jericó, un ciego había clamado su curación con esta súplica: «Jesús, hijo de David, ten piedad de mí» (Lc 18,38). Llamar a Jesús «Hijo de David» era reconocerlo como rey legítimo. Jesús había respondido curando su ceguera. También en Jericó, Zaqueo, un traidor y un ladrón, «jefe de publicanos y rico» (Lc 19,2), se había convertido y todos habían podido escuchar aquella afirmación de Jesús: «He venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). Los discípulos esperaban que esta salvación de Dios se manifestase de forma prodigiosa al llegar a Jerusalén. Y Jesús alimentaba esta esperanza de sus discípulos. La narración que hemos escuchado empezaba así: «Jesús caminaba delante de sus discípulos, subiendo hacia Jerusalén». Él iba delante, como un rey va delante de su ejército, aunque este ejército no era como los ejércitos de este mundo.
Cuando vino John Henry Newman
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- Escrito por Padre Enrique Santayana C.O.
Recuerdos de cómo llegamos a conocer a San Felipe y el Oratorio: cuando John Henry Newman llegó hasta nosotros y se puso a caminar justo «un paso por delante del nuestro», indicándonos el camino. Los inicios de una vocación y de una historia común. Recuerdos de cómo llegamos a conocer a San Felipe y el Oratorio: cuando John Henry Newman llegó hasta nosotros y se puso a caminar justo «un paso por delante del nuestro», indicándonos el camino.
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