San José Sánchez del Río
- Detalles
- Escrito por Rubén Núñez
- Categoría: Ejercicios de los Sábados

San José Sánchez del Río
Padre Julio González
![]() |
Ejercicio de los Sábados |
El padre Julio González presenta la vida de San José Sánchez del Río.
LA VOCACIÓN APOSTÓLICA Y EL MISTERIO DE DIOS
- Detalles
- Escrito por P. ENRIQUE SANTAYANA LOZANO
- Categoría: Domingo V
Domingo V T.O - C
9-II-2025
«Serás pescador de hombres»
(Lc 5,10)
Queridos hermanos,
La primera lectura y el evangelio ponen ante nosotros a dos personas muy diversas, en dos situaciones muy distintas y ejerciendo un oficio muy distinto. Por un lado, Isaías, un sacerdote instruido, perteneciente a la aristocracia de Jerusalén, ejerciendo en el imponente templo construido por Salomón, en Jerusalén. Por otro lado, Simón, un pescador, en la orilla del lago de Galilea, en el amable entorno del azul del lago y de su ribera verde y suave. Estos hombres tan distintos son objeto de una manifestación de Dios y de una vocación que pone ante nuestros ojos algo de lo que Dios es, algo del misterio de Dios.
A pesar de sus diferencias, tienen cosas en común. La primera, el pecado. Tienen en común el pecado. No eran grandes pecadores, como Mateo o la Magdalena, o David antes que todos ellos. Eran pecadores sencillamente porque eran hombres y no hay hombre que no lo sea. El pecado nos aúna tristemente a todos. Y aunque uno era culto y sensible y el otro rudo y más ignorante, tienen también en común la conciencia, que les informaba interiormente a ambos de su culpa ante Dios. David ya lo había expresado con toda agudeza: «Yo reconozco mi culpa, tengo siempre delante mi pecado. He pecado contra ti». Isaías y Simón sabían de su pecado, y que la ofensa del pecado les separaba de Dios con un abismo insalvable. Lo mismo sabe cualquier hombre sano de juicio, aunque no tenga una gran cultura, ni instrucción religiosa, basta que tenga conciencia: que el pecado y la santidad, las tinieblas y la luz, son incompatibles. Ya decía el Antiguo Testamento que no puede el hombre ver a Dios y seguir viviendo, expresando así la distancia infinita entre ellos.
La tercera cosa que comparten Isaías y Simón es que Dios se acercó a ellos, se les manifestó y les llamó. Dios saltó el abismo que les separaba. Esto solo Dios puede hacerlo. El hombre no puede superar esta distancia. A Isaías se le manifestó en una visión en el Templo de Jerusalén, posiblemente mientras ejercía su oficio, como le pasará a Zacarías, el padre del Bautista, ocho siglos después. A Simón Dios se le manifiesta en la humanidad de Cristo, mientras limpiaba las redes. Aquí hay una gran diferencia, porque Isaías vivió una visión. No estaba propiamente ante Dios, que seguía más allá del cielo y de la tierra que ha creado, sino ante una visión de Dios, que no es lo mismo. Por el contrario, Simón sí tiene delante a Dios, porque Jesús es Dios, no una imagen de Dios, sino Dios hecho hombre. Pero los dos se vieron sorprendidos y confundidos, y los dos hicieron lo único que podían hacer, postrarse y reconocer que no eran nada ante Dios. Uno lo manifestó con las palabras de un hombre culto, otro con las palabras de un hombre sencillo: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo», dijo Isaías; y Simón dice: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Pero Dios no se alejó, siguió avanzando hacia ellos y les dio la gracia del perdón, dejando la culpa atrás. En la visión de Isaías un serafín, palabra que en hebreo hace referencia al fuego, tomó un ascua encendida en el altar donde se quemaban los perfumes y con ella se acercó a Isaías y tocó sus labios, mientras Isaías escuchaba: «He aquí que ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado». A Simón el perdón le llegó con las suaves palabras de la gracia de Dios en su expresión más plena: «No tengas miedo». Ya ni recuerda el pecado. Liberados de su culpa, nada le impedía a Isaías estar ante la presencia del Dios que le ha buscado, y nada impide a Simón estar junto a Jesús. Sin embargo, el acercamiento de Dios no ha llegado aún a su término. A Isaías le mostró el deseo de alcanzar a todo Judá: «Escuché la voz del Señor, que decía: “¿A quién enviaré?”». Y Simón, inclinado sobre las rodillas de Jesús en la barca, recibe una misión que mira a toda la humanidad: «Desde ahora serás pescador de hombres». Dios llamó a Isaías para que hiciese resonar su palabra en medio del reino de Judá, y llama a Simón para darle una misión universal: reunir a todos los hombres en su Iglesia. Es la misión con la que el Hijo eterno ha salido del Padre, y a esa misión Jesús vincula a Simón. Jesús identifica a Simón con él. Simón llegará a ser Pedro, Piedra, el Vicario de Cristo
Tras la llamada de Jesús a Simón para unirlo a él y convertirlo en el pescador universal, el evangelista añade un detalle que no puede pasar desapercibido. Llegan a tierra con las barcas y Simón, y también los que le acompañan, lo dejan todo y siguen a Jesús. El amor de Dios que Cristo les ha revelado libera su corazón de todo. Lo dejan todo no porque sean desprendidos, sino porque el amor de Cristo ha liberado su corazón. Desde ahora su bien y su riqueza será Cristo. Es la paga y la herencia del sacerdote, tal como anunciaba proféticamente un viejo salmo compuesto por un sacerdote del Templo: «Tú eres el lote de mi heredad y mi copa. Me encanta mi heredad».
¿Quién es el Dios tres veces santo cuya presencia hace vacilar los dinteles del Templo de Jerusalén? ¿Quién es el Dios que en Jesús se muestra dominador de la creación? No es solo el Dios trascendente, que creó de la nada el cielo y la tierra. No es solo el Omnipotente y el Absoluto. Es también el que rompe la distancia infinita con el hombre y le ofrece su perdón hasta dejar en el olvido su ofensa. Es el que busca uno a uno a todos y a todos quiere reunir, con la misma red, en una sola barca. ¿Qué nos dice esto de Dios? Que es amor. Dios ama al hombre porque es amor. Busca llevar al hombre a la unidad y la comunión, en una barca, porque él mismo es unidad y comunión: Dios Uno y Trino. Los serafines se gritan el uno al otro en la visión: «Santo, santo, santo». Nosotros lo repetimos ante el altar justo antes de la consagración, justo antes de que Dios se nos dé en sacrificio como alimento. ¿Qué nos dice eso? Que el sumun de su santidad es su amor y que por ese amor él ha hecho del hombre su gloria. La gloria de Dios, que desborda el mundo e hizo estremecer a Isaías y a Simón, pero él, por su amor, ha hecho del hombre su gloria. Nosotros, pobres hombres, pecadores, hemos venido a ser la gloria de Dios.
A Simón Jesús le da una misión universal: «Serás pescador de hombres». En ese momento Simón no conoce el alcance de su misión. Durante toda su vida verá cómo el mar de su pesca es cada vez más grande, porque Dios quiere reunir a todos. ¿Quién le iba a decir a él que acabaría en Roma? ¿Quién le iba a decir que, hasta el fin de los tiempos, de forma ininterrumpida, le sucederían hombres para reunir en la Única Iglesia a todos los que se salvan? «Serás pescador de hombres». Lanzarás las redes al mar de este mundo y reunirás en la barca de la Iglesia a hombres de todos los lugares y de todos los siglos. Esta llamada, la vocación apostólica, la vocación sacerdotal, es la expresión del amor de Dios, que es Trinidad y que busca llevar a su comunión a todos. La vocación sacerdotal es la expresión del amor de Dios por el hombre.
Dichoso este ser pequeño, pobre y pecador, ¡el hombre! Mil veces dichoso todo hombre: deseado, buscado por Dios, amado hasta ser hecho por Dios su gloria, llamado a entrar en la barca de la Iglesia y en la comunión de la Trinidad. Y mil veces más dichoso el que es llamado al sacerdocio, a la cercanía de Cristo y a su intimidad, a ser uno con él y reunir con él, en la única barca, a los hijos de Dios dispersos. Dichoso este que puede repetir: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, me ha tocado en suerte un lote hermoso. Me encanta mi heredad».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O
Archivos:
Homilía, Dom V TO C, 2025
Oratorio de San Felipe Neri
P. Enrique Santayana C.O.
Oratorio de San Felipe Neri
P. Enrique Santayana C.O.
Hermano Rafael (IV)
- Detalles
- Escrito por Rubén Núñez
- Categoría: Ejercicios de los Sábados

Hermano Rafael (IV).
D. Juan Antonio Martínez Camino
![]() |
Ejercicio de los Sábados |
El Obispo Auxiliar de Madrid, D. Juan Antonio Martínez Camino, ofreció la cuarta conferencia sobre el Hermano Rafael, San Rafal Arnaiz Barón. Es la cuarta de seis conferencias que están previstas para este curso.
Aquí puedes ver las fotografías:
Pinche aquí
Conferencias anteriores:
Hermano Rafael (I)
Hermano Rafael (II)
Hermano Rafael (III)
NUESTRA LUZ Y NUESTRA GLORIA
- Detalles
- Escrito por P. Enrique Santayana C.O.
- Categoría: Festivos y solemnidades
PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
2-II-2025
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2,32)
Queridos hermanos, intentemos retener y entender la Palabra de Dios. Es la Palabra que habita en su corazón y que pronuncia para que llegue a habitar en el nuestro. Es el primer medio para vivir unidos a Dios, en comunión con él: que nuestra alma sea habitada por aquella Palabra que es el corazón de Dios, que existe desde el principio, que desde el principio está junto a Dios, que es Dios, la que fue acogida por María y en ella tomó carne.
Empieza el evangelio de hoy: «Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”». Cuarenta días después del parto, María, siguiendo la Ley de Moisés, tal como prescribe el libro del Levítico, cumple el rito de la purificación. Aunque no necesita ninguna purificación, se somete de buena gana a la Ley, según la cual la madre debía ofrecer un cordero de un año más una paloma o una tórtola; pero si la mujer era pobre, solo dos palomas o dos tórtolas, que es lo que ofrece María, porque era pobre. Junto a la purificación de la madre, había que cumplir otro rito: la consagración y el rescate del hijo primogénito, tal como prescribe el libro del Éxodo. Eran dos elementos que iban juntos: consagración y rescate. El primogénito se entregaba a Dios, se sacrificaba a Dios, como Abraham ofreció a su hijo Isaac en el Moria. En las religiones de los pueblos vecinos, los hijos se convertían a menudo en moneda de cambio con los ídolos: eran sacrificados para conseguir algún favor de los ídolos. El Dios de Israel nunca permitió esta práctica, la consideró abominable —como considera abominable el aborto, que es la versión moderna de aquellos ritos satánicos—. Lo que mandó el Antiguo Testamento es ofrecer el primogénito a Dios y junto a él ofrecer una cantidad de plata específica, cinco siclos de plata, según fija el libro de los Números, para rescatarlo del sacrificio. Uniendo consagración y rescate, los descendientes de Abraham aprendían a reconocer que todo les venía de Dios, también lo más querido de sus entrañas, el primogénito. Aprendían que los hijos no son una posesión de la que disponer a su antojo, sino alguien que Dios pone en sus manos y del que darán cuenta ante el mismo Dios. San Lucas nos da la noticia de la purificación de María y de la consagración de Jesús, pero no dice nada del rescate. De ahí que algunos digan: Jesús no fue rescatado, porque él sí sería ofrecido en sacrificio cuando llegase a la plenitud de la vida adulta, en la cruz, como rescate que se ofrece por todos. Estamos ante un gran misterio: el anuncio velado, o no tan velado, de que Dios va a ofrecer a su Hijo por el hombre, la vida de su Hijo por la nuestra.
Pero mientras ese momento llega, Dios presenta a su Hijo, ante Israel y ante el mundo. A eso nos lleva san Lucas, porque los ritos de los que hemos hablado se realizaban en cualquier lugar, pero José y María viajan a propósito desde Belén hasta Jerusalén para cumplirlos en el Templo. No era algo habitual. Van al lugar sagrado por excelencia, al centro espiritual de Israel y, tal como lo concebían los judíos, al centro del mundo, el lugar «escogido por Dios para habitar». Al entrar, antes de poder hacer ninguna otra cosa, tiene lugar el encuentro con Simeón. A través de este encuentro Dios presenta solemnemente a su Hijo. Lucas nos dice que Simeón era un hombre justo y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel, es decir, el tiempo del cumplimiento de las promesas mesiánicas. Nos dice que el Espíritu Santo estaba con él y le había revelado que vería al Mesías de Dios. Ese día, impulsado por el Espíritu Santo fue al templo y reconoció al Mesías en el niño, lo tomó en brazos y bendijo a Dios: «mis ojos han visto a tu Salvador, a quien presentas ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». En este encuentro y en estas palabras se condensa el significado del Evangelio y de esta fiesta: Dios nos presenta a su Hijo como único Salvador del hombre, pagano o judío: luz para alumbrar a las naciones, es decir, a los paganos desconocedores del Dios verdadero; y gloria de Israel, de aquellos que buscaban a Dios y esperaban sus promesas. A unos y a otros, en el lugar que él se había escogido de todo el mundo para habitar, allí lo presenta.
La luz de Dios se encuentra con la sombra del mundo de los hombres, con su confusión. La gloria de Dios se encuentra con la debilidad del hombre y con su miseria. Pensemos en esto. ¿Qué traemos nosotros hasta aquí? Traemos las sombras en las que se desarrolla el pasar de nuestros días, sin saber muy bien hacia dónde vamos ni por dónde caminar; la oscuridad de no saber si nuestra vida será útil para alguien, si daremos algún fruto que perdure; si nuestro trabajo o nuestro sufrimiento tendrá algún significado y algún valor. ¡Traemos la oscuridad del mundo pagano! Esa oscuridad, tan vieja como el mundo, acecha en nuestra alma. Traemos la debilidad de nuestra humanidad cansada de luchar y de perder contra la injusticia, contra la enfermedad, contra nuestro propio pecado; nuestra humanidad llena de las miserias morales de cada uno y de las miserias de nuestra generación. Una miseria tan vieja como el homicidio de Caín. ¡Traemos la miseria de Israel!, duro de cerviz, desobediente a la Ley de Dios, infiel por generaciones al Dios que lo ha elegido. También la miseria moral acecha en nuestra alma, como una lepra que nos corroe. En definitiva, traemos en el alma, porque son nuestras, la oscuridad del mundo pagano y la miseria de Israel, algo tan viejo como Simeón, tan viejo como el mundo.
Pero Dios presenta a su Hijo, como luz, un Niño en brazos de su Madre, una luz pequeña pero totalmente nueva, que viene de Dios y ya no envejecerá ni se extinguirá, luz para alumbrar a las naciones. Luz benigna que atrae el alma con suavidad. Dios presenta a su Hijo como gloria nuestra, porque tomará nuestras miserias y las lavará con su sangre, tomará nuestra alma y la recreará con su amor en la cruz: «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo». Nuestra alma, envejecida por la falta de luz y por la miseria, recibe la luz y la gloria del hombre nuevo, que ya no envejece, porque ha vencido el pecado y la muerte, porque ha inaugurado una vida nueva.
Acojamos con alegría a Jesús, nuestra luz y nuestra gloria. Y bendigamos a Dios: Tú Señor con tu Hijo hecho hombre ya nos lo has dado todo. «Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor
Domingo, 2 de febrero, 2025
Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares
Domingo, 2 de febrero, 2025
Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares
EL HOY DE CRISTO
- Detalles
- Escrito por Enrique Santayana Lozano
- Categoría: Domingo III
III Dom. C – 26-I-2025
«Todos los ojos estaban fijos en Él» (Lc 4,20)
Israel sabe que debe escuchar a Dios. La primera lectura nos trae a la memoria un momento duro de la vida de Israel, a la vez, lleno de expectativas. Años atrás, el pueblo judío había olvidado las obras de Dios y el camino de la Ley que Dios le proponía, para entregarse a los ídolos, es decir, para hacerse mundano. Tenemos siempre esta tentación: Dios nos propone un camino que nos eleva hasta el cielo, que nos hace celestes, pero a nosotros nos tira la tierra, tenemos un corazón mundano. A pesar de que los profetas hacían oír la voz de Dios para reclamar su corazón, Judá no quiso oír. La consecuencia fue la destrucción total de su tierra y un duro destierro en Babilonia. Pero pasados setenta años, Dios movió el corazón de Ciro, para que su pueblo pudiera volver y reconstruir Jerusalén, sus casas y el Templo. Un salmo refleja el tono espiritual de esta vuelta: «Al ir, se va llorando… Al volver, se vuelve cantando». Pero la tierra estaba arrasada, las ciudades destruidas, la pobreza era grande, y los enemigos acechaban los pasos de los que habían vuelto del destierro. La alegría de la vuelta no podía hacer desaparecer los peligros, la pobreza y la dificultad.
Esdras era un sacerdote y escriba venido también del destierro y se había convertido en el jefe del pueblo. Es un día de otoño y convoca al pueblo en la Plaza del Agua, en Jerusalén, allí lleva el libro de la Ley. Lleva la voz de Dios hasta el corazón del pueblo, para que el pueblo eleve su corazón hacia el único que le da consistencia y diga con otro salmo: «Tú, Señor, tú eres nuestro refugio». Hemos escuchado que el pueblo lloraba al escuchar la palabra de Dios. Y solo alcanzaban a responder: «Amén. Amén». La situación que os he descrito explica esta conmoción del corazón, que aunaba dolor por el pecado, conciencia de necesidad de Dios, agradecimiento porque Dios no les ha olvidado y vuelve a dirigirles su Palabra. Solo así recobran el ánimo necesario para comenzar a reconstruir su nación y sus familias. La conmoción de volver a escuchar la Palabra de Dios y de recomenzar los abre a la alegría: «Este es un día consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis». Y la alegría fortalece los vínculos de los hombres, los saca del aislamiento individual, para afrontar la ardua obra que tenían por delante.
En el día consagrado a Dios, día dedicado a elevar el corazón a él, parando de la actividad cotidiana, para reconocer que solo Dios da estabilidad y sentido al trabajo del hombre, que sin él no hay alegría, Jesús acude con todo su pueblo a la sinagoga. Cada sábado los judíos se reunían en las sinagogas de cada ciudad y allí escuchaban de nuevo las palabras que resumían la Ley: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…». Y cada sábado volvían a leer algún pasaje de la Ley y de los profetas. Y después, escuchaban una explicación y una exhortación. Jesús está comenzando su vida pública y vuelve al pueblo donde ha crecido, a Nazaret. Y tal como había hecho cada sábado desde niño, acude a la sinagoga. Por ahora, todo entra dentro de esta normalidad en la que Israel vuelve a Dios. Jesús se levanta para hacer la lectura y toma el volumen, el rollo, del profeta Isaías, lo desenrolla y busca el pasaje que quiere leer. Lo encuentra. Es un pasaje que describe al Mesías como ungido con el Espíritu de Dios, esto es: elegido, capacitado con su fuerza divina y enviado para una misión. En concreto, para llevar su palabra, un profeta. Os recuerdo que Jesús ha recibido en su bautismo la unción del Espíritu Santo y que el evangelista ha dicho poco antes que Jesús había vuelto a Galilea «con la fuerza del Espíritu». Pero a ojos de sus paisanos por ahora todo transcurre dentro de esa normalidad religiosa del sábado. Jesús lee el pasaje que ha buscado: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor».
Lo lee en pie, como era la costumbre. Después de leerlo vuelve a enrollar el volumen, se lo da al ayudante de la sinagoga. Ahora le tocaría sentarse y hacer un comentario del pasaje y una exhortación. Dice san Lucas: «Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él». Era necesaria esta atención para la explicación, y dice: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Jesús se hace a sí mismo la explicación del texto. Jesús se convierte en el comentario, en el cumplimiento y en la plenitud de sentido de la Escritura. Es como si les dijese: hasta ahora habéis escuchado las promesas de Dios, promesas dirigidas a un futuro desconocido. Ahora, Dios os da el cumplimiento de las promesas. Yo soy el cumplimiento de las promesas. Yo soy el profeta ungido por Dios con la fuerza de su Espíritu. A los pobres, a los que no tienen a Dios, yo les traigo a Dios. A los cautivos y oprimidos por la vieja esclavitud del pecado y de las pasiones, yo les traigo la gracia de Dios, que libera y eleva por encima del peso de la condición terrena. A los ciegos, que no ven la meta ni el camino de la vida, yo, la luz del mundo, les traigo el conocimiento de la verdad y me convierto en camino que lleva a la vida. Yo traigo el año de gracia de Dios, el tiempo en el que la misericordia divina limpia el corazón del hombre, lo hace agradable a él y lo eleva. Mi vida entera es ese año de gracia. Ahora, si de veras queréis escuchar a Dios, debéis escucharme a mí y seguirme a mí.
El próximo domingo veremos la reacción de los paisanos de Jesús. Pero ahora debemos entender que estas palabras se dirigen a nosotros. Nosotros vivimos en el hoy de Jesús. No vivimos después de Jesús, sino en su hoy, porque él está vivo. Resucitado y vivo. El hoy de la gracia de Jesús se prolonga hasta su segunda venida y somos nosotros los que tenemos que responder a Cristo. Si queréis, podéis clavar en él vuestra mirada, porque él está presente, realmente presente, sacramentalmente presente. Podéis clavar en él la mirada del alma y responder: «Amén. Amén».
Sí, Señor, quiero que traigas a mi alma la presencia de Dios, sin la cual soy el más pobre de tus criaturas. Sí, Señor, necesito que me liberes de las esclavitudes de mis pasiones y pecados. Sí, Señor Jesús, necesito tu gracia y la quiero. Quiero que limpie mi pecado y recree mi corazón, y me dé un corazón puro, capaz de verte, de oírte y de seguirte hasta Dios. Sí, Señor Jesús, «tú eres nuestro refugio». Tú eres mi refugio. Sí, amén, tú, Jesús, eres la luz de mis ojos.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía. III Domingo TO C
26 de enero, 2025
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares
26 de enero, 2025
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares