PASTOR Y REY
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- Escrito por Enrique Santayana
- Categoría: Cristo Rey A
Jesucristo, Rey del Universo
26-XI-2023
«Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré»
(Ez 34,11-12)
El último domingo del año litúrgico está dedicado a Jesucristo, Rey del Universo. La Iglesia se alegra porque su Señor y Esposo reina sobre el universo. Eso significa exactamente que él a través de la historia gobierna y conduce a los hombres hacia Dios. Podría parecer que quien gobierna es el diablo, o sus aprendices. Eso mismo pensaba el diablo cuando conducía a Jesús hacia la muerte, pero solo daba la ocasión al Hijo de Dios hecho hombre de vencer. Con su amor de obediencia al Padre, vencía la desobediencia de Adán, que nos trajo la muerte; con su amor de perdón a todos, vencía el odio que inauguró Caín y que convirtió la creación de Dios en un anticipo del infierno. Así también, de forma misteriosa y desconcertante para nosotros, Cristo, resucitado y glorioso, conduce a los hombres hacia Dios, su Padre. Él es Rey del Universo.
En el Antiguo Testamento el rey es visto como un pastor que se pone al frente del pueblo para afrontar los peligros de la historia. Cuando escribe el profeta Ezequiel, el pueblo elegido vive en el exilio, sin culto, sin templo, sin rey, sin futuro. Entonces Dios promete que él mismo se convertirá en el rey pastor de su pueblo: «Yo mismo buscaré a mi rebaño y lo cuidaré». Esta promesa alimentará la esperanza del mesías durante siglos hasta que llegue Jesús y reclame su título: «Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10,1). Cuando Jesús pronuncia estas palabras tiene dos ideas en la mente: por un lado, la promesa de su Padre: «Yo mismo buscaré a mi rebaño y lo cuidaré». Por otro, la cruz, donde se convertirá en Rey, el Pastor de su pueblo. Y en estas palabras expresa sus entrañas: «Yo cuidaré de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas […] Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma […] apacentaré con justicia».
A este Rey le mueve un amor entrañable, con el que atrae y reúne a los hombres desde la cruz, ofreciendo perdón y misericordia. Con su amor saca a los hombres de la tristeza, «de los lugares por donde se habían dispersado un día de oscuros nubarrones»; con su perdón les da descanso; con su misericordia los cura; con su gracia y con el alimento de su Cuerpo los fortalece… hasta que los introduzca en el seno de su Padre, donde encontrarán la paz, la dicha permanente y perfecta.
Pero la voz del Pastor, de Cristo Rey, no se impone por la fuerza, el amor no se impone coaccionando, se ofrece con humildad. Quien escucha su voz y se hace discípulo, aprende a amar. No se puede seguir a quien ha hecho del amor su propia forma de existir sino por el camino del amor. Quien escucha y desdeña la voz del crucificado, anda otro camino.
La imagen del juicio final nos puede parecer tremenda, pero responde a la lógica del amor. Cristo reúne «ante él todas las naciones» y el amor, aprendido de Cristo y ejercitado, se convierte en criterio con el que cada hombre es admitido o rechazado para el amor eterno. Los que se hicieron discípulos para vivir del amor ofrecido por el Crucificado y aprender a amar, son los que ahora escuchan: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme […] Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis».
Los que desdeñaron la llamada del amor no pueden entrar en el descanso del amor, se han hecho a sí mismos malditos: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis».
Y el amor tiene obras, se expresa no solo en el mal que evita, sino en el bien que hace. El amor se expresa y se aprende haciendo el bien. La Iglesia las ha llamado «obras de misericordia». Corporales: Visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los difuntos. Y obras de misericordia espirituales: Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Cuando hacemos examen de conciencia, nos centrarnos en el mal que hemos hecho, pero solemos olvidarnos del bien que no hemos hecho, del amor que no hemos ejercitado, los pecados de omisión. Pero justamente este amor es el criterio final que nos dividirá. No perdamos el tiempo y aprendamos de nuestro Señor, no solo a evitar el mal, sino a hacer el bien, ejercitémonos en las obras de misericordia.
Cristo es Rey y conduce a la humanidad hacia el que es el Amor. A veces parece que hay demasiado mal en este mundo para poder afirmar que Cristo reina. Parece que los malos ganan, que el pecado gana, pero la historia no se le va de las manos a Cristo. Él reina desde la cruz, soportando el mal, ofreciendo el perdón, enseñándonos a amar, dándonos la oportunidad de perdonar, de socorrer a los que necesitan socorro, de aliviar a los que sufren en el cuerpo o en el alma. Es así como nos conduce a Dios. La justicia se impondrá, como justicia del amor, cuando él juzgue, como dice Ezequiel, «entre oveja y oveja», cuando unos escuchen: «Venid, benditos»; y otros: «Apartaos de mí, malditos».
Quiera Dios que nosotros escuchemos la voz del Pastor, que con su gracia aprendamos a amar y al fin escuchemos: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Homilía de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Ciclo A
26-XI-2023
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares
Ciclo A
26-XI-2023
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares
2 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
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- Escrito por Ruben
- Categoría: Ejercicios de los Sábados
2 Conferencia mariana D. Juan Antonio Reig Pla |
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1 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
EL ACEITE, EL FUEGO, LAS VÍRGENES… EL ESPOSO
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- Escrito por Enrique Santayana
- Categoría: Domingo XXXII
XXXII Dom. A
12-XI-2023
«Venga tu Reino» (Mt 6,10)
Muchas veces he afirmado que el Reino de los Cielos, el Reino de Dios, es la comunión amorosa de Dios y del hombre. Cristo ha traído el Reino de Dios a este mundo, porque con su presencia Dios ha puesto su morada entre nosotros. La Eucaristía es la permanencia de esa presencia real y amorosa. Pero nuestra comunión con Dios no se consumará y no será definitiva hasta que alcancemos el cielo, cuando Dios sea nuestra morada.
En el Evangelio de hoy Cristo dice: «Se parecerá el Reino de los Cielos…». Habla en futuro porque se refiere al Reino de Dios ya consumado, es decir, perfeccionado, y ya definitivo, es decir, para siempre.
En el Evangelio de hoy Cristo dice: «Se parecerá el Reino de los Cielos…». Habla en futuro porque se refiere al Reino de Dios ya consumado, es decir, perfeccionado, y ya definitivo, es decir, para siempre.
Habla de ese Reino, consumado y definitivo, como de un desposorio, como de una fiesta de bodas. Eso indica lo ya dicho: que el Reino de Dios es la comunión amorosa entre Dios y el hombre. Y habla Jesús de los que entran a participar del gozo de esas bodas, es decir, del amor, y de los que quedan excluidos. Unos y otros, los que participarán en las bodas y los que serán excluidos, están representados por un grupo de vírgenes. Aquí no se trata de mujeres consagradas, sino de aquellas jóvenes cuyo futuro está aún abierto, cuya vida es aún una incógnita. Cada uno de nosotros estamos representados en ellas ante el desafío o el dilema de la vida. ¿Qué será de nuestra vida? ¿Qué vida nos espera? La pregunta no se dirige solo a los pocos o muchos años que nos queden por vivir en esta tierra, sino a la vida que lo será para siempre, después de la muerte.
La vida de esas vírgenes, y la nuestra, se decide con la llegada del Esposo, imagen de Cristo. Unas entran en el gozo del Reino, el gozo de las bodas; otras quedan fuera, excluidas. Entran las que tienen las lámparas encendidas, alimentadas con aceite; quedan fuera las que no poseen este aceite y sus lámparas se apagan. El fuego es el amor que espera ver el rostro del Esposo. El aceite es lo que alimenta ese amor: la oración, la Eucaristía, el ejercicio de la caridad y de las obras de misericordia, la contemplación del Crucificado… Ese fuego, el amor que espera el rostro de Cristo resucitado, no se puede comprar al que lo tiene, ni se puede prestar al que no lo tiene. Tampoco se improvisa, ni se consigue en un instante. Es el resultado de una oración constante, de una súplica ardiente, de la negación de uno mismo y del ejercicio de la caridad, de la celebración piadosa de la Eucaristía, de la contemplación del Crucificado… Solo así el alma arde, sin apagarse hasta que llega el Esposo.
Si Jesús habla de las vírgenes prudentes, sabias, como aquellas que mantienen encendidas sus lámparas, bien provistas de aceite, el libro de la Sabiduría habla de los sabios como aquellos que desean, que buscan, que aman. Ese amor suyo, amor aún de deseo, no de posesión, les hace capaces de reconocer y de ver lo que otros no son capaces de reconocer y de ver: la manifestación de Dios en la humanidad y la pobreza de Cristo. El amor ve más, porque está despierto, porque necesita y desea que aparezca el objeto de su espera, y lo reconoce cuando los otros no ven nada. Y no se ven defraudados, porque es Dios mismo quien los busca, desde mucho antes y con un deseo mucho más profundo e irrefrenable. Es Dios quien ha salido a buscar al hombre, el que se ha hecho hombre y ha puesto su morada entre nosotros. Dice el libro de la Sabiduría: «Quien madruga por ella —la sabiduría, que está en Dios– no se cansa, pues la encuentra sentada a su puerta». Si nosotros amamos a Dios, es porque «él nos amó primero». Si buscamos, es porque él nos ha buscado. Si esperamos, es porque él nos llama. Antes que nuestro corazón decida salir a buscar, Dios ya está esperando. Y dice también el libro de la Sabiduría: «va de un lado a otro buscando a los que son dignos de ella; los aborda benigna por los caminos». Cristo nos ha salido al encuentro, benigno y misericordioso, nos ha amado, nos ha llamado a su seguimiento y compañía. Así se ha iniciado el Reino de Dios, la comunión amorosa de Dios y del hombre.
Y aunque tenemos su presencia en la Eucaristía, la comunión con Dios no será perfecta y definitiva hasta que nosotros mismos al terminar esta vida, nos adentremos en la vida de Dios y podamos morar en él, con Cristo resucitado. Para eso es necesario que el amor nos convierta en fuego, que nuestro amor arda sin consumirse. Sin este amor, no podemos participar del banquete de bodas: «No os conozco», les dice el Esposo a las vírgenes necias.
Si amamos, esperamos el cielo. El Apóstol no quería que los cristianos de Tesalónica se afligiesen como hombres sin esperanza. Los cristianos tienen esperanza: esperan alcanzar el cielo. No tenemos aquí ni casa ni patria permanente. Está en el cielo. Allí nos espera quien nos ha amado hasta la muerte. Y cualquier discípulo, que ha contemplado a Cristo en la cruz, entregando su vida por él, no puede descansar hasta alcanzar definitivamente a Aquel que nos ha amado. Los cristianos no solo creemos que el Hijo de Dios se hizo hombre, que murió por nosotros y que resucitó. Los cristianos también esperamos alcanzar a Cristo resucitado. Sin esta esperanza no somos cristianos. Dando voz a esta esperanza, san Pablo dice: «Seremos llevados al encuentro del Señor… Y así estaremos siempre con el Señor». La fe se convierte en esperanza. En este mundo en el que no poseemos de forma perfecta a Aquel que nos ha amado, el amor se convierte en esperanza, en la espera activa de alcanzar a Cristo, de alcanzar a Dios. La comunión amorosa, perfecta y definitiva con Dios es el Reino que esperamos.
El mismo Jesús, al darnos el Padrenuestro, nos enseñó a suplicar a Dios este Reino: «venga a nosotros tu Reino». Lo suplicamos porque no podemos alcanzarlo por nosotros mismos, porque no podemos ir más allá de nuestros límites naturales y alcanzar la vida de Dios. Lo suplicamos porque no lo merecemos, porque ningún hombre, aun en el caso de que no hubiera cometido pecado alguno, puede presentar méritos a Dios y decirle: merezco vivir contigo y que me ames eternamente. Pero Cristo nos ha enseñado a pedirlo para dárnoslo. Ha encendido en nuestro corazón el deseo de amarlo a él, que nos ha amado primero, y que este amor establezca una amistad, una comunión, un desposorio, que ya no muera jamás. No hay riqueza ni vida comparable a este amor eterno. Cristo nos ha enseñado a esperarlo y a pedirlo para dárnoslo. «¡Venga tu Reino!». Que la oración, el alimento de la Eucaristía, la escucha del Evangelio, la contemplación del Crucificado, el ejercicio paciente y constante de la caridad, nos mantenga en vela, que nuestra alma arda sin apagarse hasta que llegue el Esposo.
Si amamos, esperamos el cielo. El Apóstol no quería que los cristianos de Tesalónica se afligiesen como hombres sin esperanza. Los cristianos tienen esperanza: esperan alcanzar el cielo. No tenemos aquí ni casa ni patria permanente. Está en el cielo. Allí nos espera quien nos ha amado hasta la muerte. Y cualquier discípulo, que ha contemplado a Cristo en la cruz, entregando su vida por él, no puede descansar hasta alcanzar definitivamente a Aquel que nos ha amado. Los cristianos no solo creemos que el Hijo de Dios se hizo hombre, que murió por nosotros y que resucitó. Los cristianos también esperamos alcanzar a Cristo resucitado. Sin esta esperanza no somos cristianos. Dando voz a esta esperanza, san Pablo dice: «Seremos llevados al encuentro del Señor… Y así estaremos siempre con el Señor». La fe se convierte en esperanza. En este mundo en el que no poseemos de forma perfecta a Aquel que nos ha amado, el amor se convierte en esperanza, en la espera activa de alcanzar a Cristo, de alcanzar a Dios. La comunión amorosa, perfecta y definitiva con Dios es el Reino que esperamos.
El mismo Jesús, al darnos el Padrenuestro, nos enseñó a suplicar a Dios este Reino: «venga a nosotros tu Reino». Lo suplicamos porque no podemos alcanzarlo por nosotros mismos, porque no podemos ir más allá de nuestros límites naturales y alcanzar la vida de Dios. Lo suplicamos porque no lo merecemos, porque ningún hombre, aun en el caso de que no hubiera cometido pecado alguno, puede presentar méritos a Dios y decirle: merezco vivir contigo y que me ames eternamente. Pero Cristo nos ha enseñado a pedirlo para dárnoslo. Ha encendido en nuestro corazón el deseo de amarlo a él, que nos ha amado primero, y que este amor establezca una amistad, una comunión, un desposorio, que ya no muera jamás. No hay riqueza ni vida comparable a este amor eterno. Cristo nos ha enseñado a esperarlo y a pedirlo para dárnoslo. «¡Venga tu Reino!». Que la oración, el alimento de la Eucaristía, la escucha del Evangelio, la contemplación del Crucificado, el ejercicio paciente y constante de la caridad, nos mantenga en vela, que nuestra alma arda sin apagarse hasta que llegue el Esposo.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
P. Enrique Santayana C.O.
Homilía
XXXII Dom. A – 12-XI-2023
Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares
XXXII Dom. A – 12-XI-2023
Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares
VIDA DE SANTA MARÍA MARGARITA DE ALACOQUE
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- Escrito por Alberto Velasco Esteban
- Categoría: Ejercicios de los Sábados
Ejercicios del Oratorio 2023-2024 Santa Margarita María de Alacoque |
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LA CÁTEDRA DE MOISES Y LAS OBLIGACIONES SACERDOTALES
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- Escrito por Padre Enrique
- Categoría: Domingo XXXI
Homilía del XXXI Dom. A
5-XI-2023
«El primero entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23,11)
El Señor se dirige hoy a los que ocupan la cátedra de Moisés, a los responsables de guiar al Pueblo de Dios por el camino de la ley divina. En la época de Jesús, ese lugar lo ocupaban los escribas y fariseos. Hoy, por voluntad divina, quien ocupa ese lugar son los obispos, desde el obispo de Roma, hasta el obispo de la diócesis menos importante. Y, junto a ellos, colaboradores suyos, los demás sacerdotes. Dios ha querido darnos no el poder del gobierno de las naciones, sino el poder de gobierno, de enseñanza y de santificación del Pueblo de Dios.
He nombrado tres funciones, tres deberes, tres poderes, tres responsabilidades y encargos. Gobernar la Iglesia significa ponerse a la cabeza, en cada momento histórico, y conducir al Pueblo hasta Dios. En este sentido, los obispos y sacerdotes somos pastores, por voluntad divina. El de enseñanza es el deber de alimentar con la verdad al Pueblo de Dios: la verdad de lo que hay que creer, la verdad de cómo rezar, la verdad de cómo hemos de celebrar los sacramentos, la verdad de cómo hemos de vivir. En este sentido los obispos y sacerdotes somos maestros, por voluntad divina. Santificar es hacer llegar la gracia de Dios hasta los hombres a través de los sacramentos. ¡La vida de Dios! Su perdón, su amor, su santidad… esa vida solo nosotros y solo por medio de la liturgia podemos ofrecerla a quien la acoge con fe. No es nuestra esa vida. Nosotros la damos, pero viene de Dios y la necesitamos para nosotros como la necesita cualquier otro. Nadie más que un sacerdote tiene el poder de hacer la Eucaristía, de la que se alimenta él mismo y todo el Pueblo de Dios. En este sentido, los obispos y sacerdotes somos, por voluntad de Dios, los santificadores.
Así pues, nosotros, que ocupamos la cátedra de Moisés, tenemos que escuchar con toda seriedad lo que dice Jesús. Aunque todos los que tienen responsabilidad religiosa respecto a otros deben aplicarse también sus palabras. Por ejemplo, los padres respecto a los hijos.
¿Y cuál es la primera acusación de Jesús? «Dicen, pero no hacen». Atended bien a esto. No dice Jesús a los que le escuchan: «no hagáis caso de estos». Lo que dice es: «haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen».
Uno podría decir: «Quizá no hagan lo que dicen, porque también ellos son hijos de Adán, pecadores, que sufren las pasiones y las tentaciones, que necesitan el perdón de Dios». Eso es cierto. Si Cristo trae el perdón a los pecadores, lo trae también para los que se sientan en la sede de Moisés. Las palabras de Cristo no denuncian a los sacerdotes por su debilidad; denuncian a los que dicen y no hacen, pero por otro motivo distinto del de la debilidad. Se desprende de sus palabras: «Todo lo que hacen es para que los vea la gente». El verdadero mal es querer ser honrados, ensalzados, mandar sin dar cuentas a nadie… ¡Querer sustituir a Dios! ¡Querer recibir el honor de Dios!
El que eso quiere termina traicionando la verdad de Dios por sus propios intereses, quizá predicando lo que está de moda, para caer bien y tener llenos los bancos de la iglesia, vendiendo la verdad por fama o por riqueza. Quizá ocultan la verdad para justificar sus propios pecados, su avaricia, su lujuria o su ansia de poder. De todos ellos dice el profeta: «Os habéis separado del camino recto y habéis hecho que muchos tropiecen en la ley, invalidando la alianza de Leví». La alianza de Leví es la Alianza de los sacerdotes, que, desde el tiempo de Moisés, tenían la obligación de enseñar la verdad. Hay también quién se constituye en paladín de la ortodoxia, pero no por fidelidad, sino para ser honrado por cristianos sinceros, que, sin darse cuenta, ensalzan a un vanidoso, que mostrará su falta de amor cuando tenga que sufrir por la verdad.
El que desea suplantar a Dios gobierna y toma decisiones no en función del beneficio de su pueblo, sino en beneficio propio, aunque para esconder el torcido ejercicio de su poder, se rodee de consejos y de consejeros, de grupos de llamados expertos… haciendo parecer que el gobierno de la Iglesia no viene de Dios, sino de los sabios de este mundo o del consenso y las mayorías. Disfrazan así sus decisiones egoístas o se quitan de encima la responsabilidad que Dios les ha dado directamente a ellos, y que no les es lícito delegar.
El que desea suplantar a Dios usa la liturgia para lucirse y, cuando no puede lucirse, la descuida, haciendo despreciable lo que es sagrado. Parece escrupuloso cuando muchos ojos lo observan, pero cuando está solo o tiene que atender a un grupo de fieles pobres, quizá poco instruidos, se muestra descuidado. Otros se creen dueños de los sacramentos, como si fueran ellos los que los hubieran fundado, como si fuera su sangre la que hubiese corrido por la cruz para dar la vida al Pueblo de Dios, y los usan y los ponen al servicio de la ideología del momento, que pasará, como pasaron las anteriores.
¿Cuál es el gran pecado que se repite? Querer ocupar el lugar de Dios. Que no ocurra eso entre nosotros. Reconozcamos que nosotros no somos nada, que los sacerdotes necesitamos, igual que todos los fieles, el perdón y la verdad que solo viene de Dios: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Reconozcamos que la verdad no la creamos nosotros, solo la enseñamos. Es la verdad revelada por Cristo y recibida de los Apóstoles. Reconozcamos que tenemos el gran poder de santificar, de acercar a los hombres a Dios, pero solo como instrumentos en manos de Dios.
Queridos hermanos, rogad que obispos y sacerdotes quieran ser lo que son: «con vosotros cristianos, para vosotros sacerdotes». Que con vosotros, nos volvamos a Dios para implorar su gracia, para escuchar su palabra, para alimentarnos del mismo altar, para obedecer al mismo y único Señor. Que para vosotros seamos fieles a la verdad recibida de Dios, a costa incluso de vuestro afecto, de la fama o de la vida. Que para vosotros no desertemos del encargo de guiaros hacia Dios, como pastores solícitos. Que para vosotros seamos fieles administradores de los sacramentos, celebrando la liturgia con piedad y con escrupuloso temor de Dios, para los muchos o para los pocos, para los pobres, los no instruidos o los débiles, tanto o más que para los ricos, los cultos o los fuertes. Sirvamos así a todos, como verdaderos siervos de Dios y de su Pueblo. «El primero entre vosotros, será vuestro servidor». Que con vosotros nos humillemos ante Dios y que a vosotros os sirvamos. Porque el primero que se ha humillado ante el Padre eterno y se ha hecho servidor de todos es Cristo. Y nosotros, sacerdotes, hemos sido unidos a él, en el sacramento del Orden, por un sello imborrable y eterno.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía del 5 de noviembre de 2023
XXXI domingo del tiempo ordinario.
En la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de ALCALÁ DE HENARES
XXXI domingo del tiempo ordinario.
En la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de ALCALÁ DE HENARES