«Ahora es glorificado el Hijo del hombre» (Jn 13,31)
Estamos en Pascua, celebramos su V domingo. Y, sin embargo, el evangelio nos retrotrae a la Pasión. El pasaje de hoy comienza en el momento en el que Judas sale del cenáculo para encontrarse con los guardias del Templo y conducirlos hasta Jesús. Jesús queda en el cenáculo con los otros discípulos. Es el comienzo de la Pasión, y Jesús dice: «Ahoraes glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él». Es decir: «Ahora voy a ser glorificado y mi Padre va a ser glorificado en mí». Podemos preguntarnos por qué habla Jesús de su glorificación y de la glorificación de su Padre cuando va a ser humillado hasta lo inimaginable, cuando el Padre va a tener que contemplar cómo desprecian a su Hijo y en su Hijo a él.
Para entender esta aparente contradicción tenemos que retomar el primer versículo de este capítulo de san Juan: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo[1]» (Jn 13,1). Los amó hasta el extremo, hasta el final, hasta la perfección. La glorificación del Padre y del Hijo consiste en la realización perfecta del amor del Hijo en su humanidad, realización que se lleva a cabo en la entrega que de sí hace Cristo en su pasión y muerte.
La gloria, del Padre y del Hijo, está en ese amor que se realiza entregándose por nosotros, muriendo por nosotros. La gloria está en ese amor llevado a la perfección en el padecer y morir. Ese amor realizado hace presente la gloria de Dios en medio de la muerte en cruz y vence la muerte. La resurrección está contenida en su muerte por amor. Ya profetizaba este amor de Cristo el Cantar de los Cantares: «Las aguas torrenciales [las aguas mortales] no podrán apagar el amor» (Cant 8,7). El Hijo y el Padre son glorificados en este amor que se entrega hasta la muerte y vence la muerte, por este amor que ahora se muestra vivo y eterno. Cuando los cristianos miramos la cruz, vemos un amor viviente que nos llama.
Demos un paso más. Este amor es la gloria de Dios y es también lo que nos cautiva del Crucificado y de su Padre, que nos lo da. Lo que nos ha cautivado es el amor con el que el Padre nos da a su Hijo amado. No el dolor o la angustia… lo que ha cautivado a los hombres desde que Cristo abrió sus brazos y fue elevado sobre el madero es su amor por nosotros, y que es un amor que vence la muerte. En su entrega es un amor perfecto, en su resurrección es un amor vivo; y así se convierte en una red que captura y conquista nuestro corazón. San Felipe Neri comparó el amor de Cristo con una red que atrae hacia él nuestro corazón[2]. No con la fuerza y la violencia física, no con la contundencia de un razonamiento irrefutable que doblega la razón, no con una especie de fuerza espiritual que someta y anule nuestra voluntad, sino con la persuasión de su amor, que ni somete ni obliga, sino que llama a nuestra libertad, a nuestra razón, a nuestra voluntad, a nuestro amor: «cor ad cor loquitur». El corazón llama al corazón.
Así, el amor de Cristo llama a nuestro corazón y se convierte en mandamiento, el mandamiento más apremiante, el mandamiento definitivo y nuevo; nuevo porque nace del amor realizado en la cruz y resucitado. Es el mandamiento a amar a quien nos ha amado, de amar a quien él ama, de amar como él ama. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros». Es el mandamiento de unirnos a Cristo en su amor a los otros. Dios ya había dado el mandamiento del amor en el Antiguo Testamento, la novedad está en que ahora él nos precede en este amor, su amor se convierte en la fuente de nuestro amor y en nuestro modelo, en la medida y la norma de nuestro amor: «amaos como yo os he amado». Basta mirar a Cristo para entender que este mandamiento lo exige todo de nosotros.
Muchas veces, cuando consideramos el amor de Cristo, el amor de Dios, este se convierte en una especie de espejismo ante nuestros ojos: quisiéramos abrazarlo, pero se nos escapa, como se escapa un espejismo a quien está sediento en medio del desierto. Entendemos que Cristo nos ama, pero no somos capaces de hacerlo realmente nuestro, como hacemos nuestro el amor de otras personas, aunque sean amores pequeños y limitados. Reconocemos que es perfecto, pero es como si nunca llegase a ser realmente nuestro. Y es que, para hacerlo nuestro tenemos que responder a su llamada, a su mandato. Solamente en la realización concreta de este mandamiento de amor al prójimo nos unimos a Cristo y él se hace real para nosotros. Si no amamos con él, no estamos unidos a él y lo conocemos solo desde lejos, solo como una idea, una imagen borrosa en nuestra mente. Solo el que ama con él y muere con él por amor se hace su discípulo y se une a él y lo conoce realmente. Empecemos a ser discípulos amando de verdad con Cristo que nos ama.
Termina Jesús diciendo: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros». Porque este amor es lo que caracteriza a Cristo, es lo que lo hace visible, lo que da al mundo una imagen real de Cristo. «Esta y solamente esta será “la señal”. Ninguna otra peculiaridad de la Iglesia puede convencer al mundo de la verdad y de la necesidad de la persona y de la doctrina de Cristo. El amor vivido y repartido por los cristianos será la demostración de todas las doctrinas, de todos los dogmas y de todas las normas morales de la Iglesia de Cristo»[3].
«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna» (Jn 10,27-28a)
Jesús se nos presenta como el buen Pastor. Antes de adentrarnos en sus palabras, quiero deciros que esta fue la primera forma que tuvieron los cristianos primitivos para representar a Cristo: como un pastor bueno, con una oveja sobre sus hombros y rodeado de otras ovejas. Así aparece, por ejemplo, en las catacumbas romanas. Jesús, llevando dulcemente sobre sus hombros a la oveja enferma, conduciendo a las demás. Fue la imagen que se grabó en la imaginación de los primerísimos cristianos, la que consolaba sus penas, la que encendía su afecto.
Ahora, cuando el Señor pronunció las palabras que acabamos de escuchar, tenía delante a los que le seguían como discípulos y a quienes lo rechazaban. A estos últimos les dice: «vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas». Por tanto, hay unos que son ovejas de Cristo y otros que no lo son. El hecho de que Jesús marque una división tan clara, nos alerta. Si no estoy entre sus ovejas tengo motivos para entristecerme, más aún, para temer por mi salvación eterna y buscar los medios para convertirme. Porque llegará un día, el del juicio final, en el que esta división será definitiva, cuando Cristo vuelva en su gloria: «Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras». No hace falta que recordemos todo ese pasaje en el que Jesús anuncia la sentencia definitiva que allí se producirá.
Las palabras del evangelio de hoy se centran en los que Jesús sí considera sus ovejas: «Mis ovejas escuchan mi voz». La primera característica de los que son de Cristo es que lo escuchan, están atentos a su voz. No dejan que su palabra se pierda, sino que están atentos a ella y, como María, la guardan en el corazón. Además, en la Biblia, «escuchar» implica también «obedecer»: escuchar, guardar, obedecer. Por eso en otra ocasión dice Jesús: «El que acepta mis mandamientos y los guarda [se rige por ellos], ese me ama». Así pues, «mis ovejas», las que son realmente mías, «escuchan mi voz», guardan mi palabra y la obedecen.
Sigue Jesús: a esas ovejas «yo las conozco». Cristo conoce a los que escuchan su voz en dos sentidos. Primero: al ver en ellos la obediencia a su palabra, los reconoce como algo propio. Tienen su voz en los oídos y en su memoria, en el corazón, esa misma palabra se trasluce en sus obras, en su forma de vivir, en el transcurrir de sus días. Y Jesús, al ver su palabra viva en sus discípulos, los reconoce como propios, como quienes están muy cerca de su corazón. Segundo: decir que Cristo conoce a los suyos es decir que Cristo los ama con ese amor que solo es posible cuando la persona amada permite que el amor penetre en su alma. Cristo ama a todos, pero estos le han abierto la puerta, y su amor puede avanzar en ellos hasta que «el corazón habla al corazón». El conocer de Cristo viene a ser un caminar suyo hasta lo más íntimo de quien acoge su palabra.
Pero entonces añade: «y ellas me siguen». Porque una vez que Cristo ha tocado el corazón, entonces este ha de caminar también para adentrarse en el corazón de Cristo, que no es un viaje meramente sentimental, ni siquiera solo espiritual, sino la comunión con la vida, con la voluntad, con la mente y con los sentimientos de Cristo. El domingo pasado veíamos un ejemplo cuando el Señor llegaba con sus palabras hasta lo más hondo del corazón de Pedro, para terminar diciéndole: «Sígueme»; que para Pedro será dar a su pensamiento, a su voluntad, a su sensibilidad… la forma de Cristo, y seguir sus huellas, hasta compartir incluso su cruz. También san Pablo lo expresa cuando, prisionero, escribe a los filipenses y les dice que quiere morir la misma muerte que su Señor, porque ha sido alcanzado por el amor de Cristo crucificado y ahora quiere también él alcanzar a Cristo, amar a su Señor crucificado compartiendo su misma muerte, para vivir con él: «muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos».
Y este es ya un paso más, porque el morir con Cristo, en correspondencia a su amor, tiene la promesa de vivir con él, y él está en Dios y es Dios. Dios es la meta a la que Cristo nos arrastra con su amor, es el lugar al que ha llegado con su humanidad y tira de nosotros hasta allí con su amor. La salvación que Cristo nos ofrece no es solo dar un sentido intramundano a esta vida, no es solo permitir una cultura donde cada hombre es mirado con misericordia, más aún, con admiración como imagen de Dios… La salvación que Cristo ofrece no es solo la de suscitar una cultura donde surge la ciencia, la universidad, los hospitales, el cuidado de los débiles… La salvación que Cristo nos ofrece es alcanzar a Dios. Y todo lo demás cobra sentido por esto: alcanzar a Dios. «Me voy para prepararos sitio», les dijo a los suyos antes de morir. Así pues, quien le sigue, alcanza a Dios. Por eso dice: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doyla vida eterna».
Cristo es pastor no simplemente para guiarnos por esta vida, sino para llevarnos hasta Dios. Cuando pronunció estas palabras, en los días de su vida mortal, sus discípulos no podían pensar en esto. Lo seguían como a un pastor porque ya con él la vida estaba llena de bien, pero no podían imaginar dónde llegaría el Pastor y dónde llegarían ellos detrás de él. Sin embargo, después de morir y resucitar, de alcanzar a Dios y de mostrarse uno con él, también en su humanidad, los suyos entendieron que Cristo es el Pastor para llevarnos a la vida de Dios, para darnos a Dios.
Él ha ido delante de nosotros para inaugurar un espacio que antes no existía, un espacio para el hombre en el seno de Dios. No al lado de Dios, ni ante Dios, sino en el seno de Dios. Los ángeles están ante Dios, adorándolo. Y ese será su lugar eternamente. Nosotros no somos tan grandes ni tan perfectos como los ángeles, pero Cristo se ha unido a nosotros y nos ha unido a él por un vínculo de amor eterno: unos con él, hijos con él, y ocuparemos el lugar que le es propio a él, el que ocupa como Hijo Eterno de Dios, Uno con Dios: «Yo y el Padre somos uno», dice. Cristo resucitado, el «pastor de nuestras almas», nos conduce a esa unidad. En él también nosotros seremos uno.
Pero no quiero terminar sin volver al principio. Es necesario que Cristo reconozca en nosotros sus ovejas, porque escuchamos su palabra, porque la guardamos, porque la obedecemos.
Con la Mirada puesta en la elección del sucesor de Pedro
III Dom. de Pascua C 4-V-2025
«Sígueme» (Jn 21,19)
El primer domingo de Pascua nos hablaba de Pedro y Juan corriendo hasta el sepulcro vacío. El segundo domingo de Pascua, de Jesús resucitado apareciéndose a los Apóstoles y mostrándoles las manos y los pies; y apareciéndose de nuevo, ocho días después, cuando Tomás vio y tocó las llagas del Resucitado. Esas dos primeras apariciones tuvieron lugar en Jerusalén, en una casa cerrada. Ya entonces Jesús envía a los apóstoles al mundo, dándoles su Espíritu y la misión de administrar el perdón de los pecados que él ha ganado en la cruz: «“Como el Padre me envió, así os envío yo”. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”». Pero, a pesar de dicho envío y misión, el centro de esas dos primeras apariciones es Jesús, la realidad de su resurrección. Primero, que estaba vivo y, luego, cómo estaba vivo: con su humanidad, pero con una vida nueva, la vida de Dios.
El tercer domingo de Pascua nos trae la tercera aparición de Jesús a los Apóstoles en el lago de Tiberíades, el lago de Genesaret, donde había comenzado Jesús a predicar y a formar en torno a él a la comunidad apostólica, de la que nacería la Iglesia universal. Ya no están en una casa cerrada, sino en el Mar de Tiberíades, en un espacio abierto de amplios horizontes que señala ya la misión de los Apóstoles en el mundo, el desarrollo de la Iglesia. El centro de todo sigue siendo Jesús resucitado, pero ahora junto a él cobra protagonismo Simón Pedro. Pedro aparece como el primero de los apóstoles. Él toma la iniciativa de ir a pescar y los demás van con él. Pero Pedro, aunque es un pescador experto, y aunque el mismo Cristo le había dicho tiempo atrás: «tú serás pescador de hombres», pasa la noche sin conseguir nada. Pedro es nada sin Cristo, el Papa es nada sin Cristo, todos nosotros somos nada sin Cristo: «sin mí no podéis hacer nada». Pero a la orden de Cristo resucitado y obedeciendo esa orden —«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis»—, la red se llena de peces: —«La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces»—. Desconfianza total en nosotros mismos y confianza total en Cristo. Echad la red es, en primer lugar —enseñaba el papa Benedicto XVI— creer en él y fiarse de su palabra. En este momento, «el discípulo a quien Jesús amaba —es decir, Juan— le dice a Pedro: “Es el Señor”». Pedro tiene que aprender que, siendo el primero en la Iglesia, no lo es todo. Juan, el más pequeño es, sin embargo, el que más ama y el que más ve, el más capaz de ver la verdad, el primero en reconocer a Jesús y en confesar su señorío: «Es el Señor». En la Iglesia necesitamos la autoridad de Pedro y el amor de Juan, de los vírgenes, de los niños, de los santos. Es una lección de humildad para Pedro y para todos nosotros. Pero es, sobre todo, la lección de que la Iglesia es una comunión, en la que cada uno tiene su lugar y donde muchas veces los más humildes, los que no tienen protagonismo, son los que más y mejor ven, porque son los que más aman, manteniendo el ímpetu de los que han de guiar a todos. También Pedro ha de vivir del amor de Juan por Cristo. Iluminado por él se tira al agua y nada hasta donde está Jesús, no puede esperar el paso lento de la barca. Es propio de su ímpetu natural, el que muestra en todo el Evangelio, y propio también de la determinación y el arrojo que necesita quien está al frente de la Iglesia.
Jesús, en la orilla congrega a todos alrededor de un pez y pan que tiene en las brasas. Es la expresión de la Eucaristía, de que después de la resurrección él sigue siendo el alimento de los suyos, y lo será siempre, justamente en la Eucaristía. En la Iglesia no tenemos que inventar nada para alimentar nuestra inteligencia y nuestro corazón, tenemos a Cristo, tenemos la Eucaristía. ¡Eso es lo que debemos mimar! Y aunque Jesús tiene preparado el alimento, les dice: «traed de los peces que habéis pescado». Junto al don que Jesús hace de sí en la Eucaristía, él une a los que son suyos, no solo a los apóstoles, sino a todos los fieles, representados en esos peces. Los une a su propio sacrificio eucarístico y así hace fecundo no solo el trabajo de los apóstoles, sino la vida y el sacrificio de todos sus fieles. La Iglesia no es una sociedad clerical, sino el cuerpo de los fieles de Cristo, para cuyo servicio él elige a algunos varones para unirlos a él como cabeza de ese Cuerpo. Pero al frente de todo el Pueblo de Dios está Pedro, que arrastra la red llena de peces hasta los pies de Jesús. Es Pedro quien ha de guardar la unidad de los fieles con Cristo, el que arrastra la red sin que se rompa, preservando su unidad, la comunión con Cristo. Entonces Jesús «toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado». Insisto: en la vida de la Iglesia no hay nada más importante que esto: Cristo que nos da de sí mismo, la Eucaristía, en la que nos unimos a él y en la que también nuestra vida llega a ser fecunda.
Después Jesús toma consigo a Pedro y tiene con él un diálogo que todos conocéis de memoria. Tres preguntas sobre el amor de Pedro hacia él: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?»; «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»; «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Tres respuestas de Pedro: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero»; «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Y con cada confesión de amor, tres veces que Jesús le dice a Pedro cómo ha de amarlo: «Apacienta mis corderos»; «Pastorea mis ovejas»; «Apacienta mis ovejas». Con un mandato final: «Sígueme». Jesús quiere rescatar a Pedro de la culpa de su pecado, cuando lo negó, lo quiere libre de toda culpa y, así, no preocupado por sí mismo, sino por la unidad de la Iglesia con él. Y como enseñó después san Pablo, que la caridad, el amor divino, perdona una multitud de pecados, Jesús no le pregunta: ¿te arrepientes de negarme?, ¿te arrepientes de lo que hiciste? Mucho más delicado y, al tiempo mucho más radical, requiere de él una triple confesión de amor y con ese amor divino que Jesús saca del propio corazón de Simón, lo libera de la culpa del pecado y le capacita para un amor más grande, como pastor de la Iglesia universal. Y en el desarrollo de ese oficio de caridad la llamada definitiva: «Sígueme». Sé uno conmigo; pastor que da la vida por su rebaño; maestro de la verdad que nadie quiere oír; rey que camina al frente de su pueblo indicando el camino y afrontado el primero los golpes del enemigo; sacerdote que ofrece a Cristo y se ofrece con Cristo.
Solo este amor que sigue a Cristo y se identifica con él es digno y fecundo para quien ha sido constituido pastor: todo obispo y todo sacerdote. Solo este amor es digno y fecundo para quien es constituido sucesor de Pedro, pastor de la Iglesia universal. Sin Cristo, sin este amor que nos une a él y nos identifica con él, que hace que sigamos las huellas de su amor, todo esfuerzo meramente humano, toda organización y todo plan nacido de mera sabiduría humana, no significa nada, absolutamente nada. A Pedro, Jesús le pregunta por su amor a él y solo ese amor le capacita como pastor.
Ahora, queridos hermanos, en pocos días comienza el cónclave, y el Pueblo de Dios necesita un papa, un sucesor de Pedro, fiel a la fe apostólica, y mucho más: amante de Cristo, no amante del mundo o de las opiniones del mundo, o del favor del mundo, de los poderosos… ¡Amante de Cristo! Y nosotros, todo el Pueblo de Dios, ha de suplicar a Dios que así sea, que nos dé un pastor fiel sucesor de Pedro. En veintiún siglos hemos tenido papas buenos y malos, muy buenos y muy malos, y muchos papas santos. Que nuestra oración nos haga dignos de un papa santo y sabio.
Celebramos el octavo día de las Pascua. La liturgia alarga durante ocho días la máxima solemnidad de la resurrección de Cristo. ¿Por qué durante ocho días? Para entenderlo hagamos referencia, primero, al séptimo día de la creación. Es el día en el que se concluye la obra creadora de Dios con su descanso. El día séptimo indica que el hombre, su trabajo, y toda la creación, tienen como verdadero fin a Dios, la adoración de Dios, su creador y Señor.
Al hacerse hombre, el Hijo de Dios ha asumido este ordenarlo todo hacia Dios, pero de una forma fascinante: rompiendo todas las distancias que separan al hombre de Dios, llevando el hombre hasta el seno de Dios. Lo ha hecho por el camino del amor, que ha consumado en su muerte en cruz (Viernes Santo) y en su sepultura (Sábado Santo). El Sábado Santo, cuando el Hijo de Dios sufre el peso de la muerte sobre su cuerpo en el sepulcro y el horror de la muerte en su alma en la región de los muertos, es el día séptimo de Jesús. Es el último sábado de la Antigua Alianza. Pasado ese día, el Hijo de Dios rescata su alma del seol y su cuerpo de la fosa, y lleva su humanidad hasta el seno de Dios. Es una nueva creación, en el seno de Dios y en la eternidad de Dios.
Cada domingo nos hace participar de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte que aún nos acechan en este mundo, con su amor que vence la muerte en este mundo. Eso cada domingo. Este que celebramos hoy, el día octavo de la Pascua, es especial: nos encamina hacia esa nueva creación: en un espacio nuevo, el seno de Dios; en un tiempo nuevo, un día sin ocaso, día sin fin, el de la eternidad de Dios, el día octavo, «el día que hizo el Señor».
En el Evangelio, una imagen destaca por encima de todo: las llagas de Cristo. Nos hablan de la Pasión, de su sacrificio por nosotros y, en último término, de nuestros pecados. Las llagas de Cristo hablan de nosotros, de nuestra miseria y de su misericordia. Pero ya no son aquellas heridas que hacen que apartemos la mirada por el espanto que nos provocan. Ahora son llagas gloriosas, las del Resucitado, las del Viviente. Pues bien, nada más aparecer a sus discípulos, Jesús les muestra las llagas mientras les saluda: «“Paz a vosotros”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado». Aquí se encierra un misterio enorme de amor: el Resucitado, Señor de la historia y del Mundo, Kyrios, dice quién es mostrando esas llagas. Su identidad se expresa en sus llagas, que hablan de su amor por nosotros. Es el cumplimiento de la profecía: «En las palmas de mis manos te llevo tatuado» (Is 19,46). Y en esas marcas de su amor, los discípulos lo reconocen: «Les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Solo este amor que supera el pecado, que vence la muerte y que es presente y actual, no un recuerdo, nos llena de alegría.
Las llagas de Cristo vuelven a aparecer en el diálogo entre Tomás y los otros discípulos. Tomás, que no estaba en la primera aparición, no era capaz de creer que Jesús hubiera resucitado. Pero ni siquiera él, en su incredulidad, puede imaginar a Cristo sin las marcas de la Pasión: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
Ocho días después, Jesús, con una paciencia enorme y con una sonrisa de indulgencia —esto de la sonrisa de indulgencia me lo imagino yo– toma la mano del apóstol y la lleva a las llagas de sus manos y de su costado. Es el tercer momento en el que aparecen mencionadas las llagas en el evangelio de hoy.
Las llagas nos hablan de nuestro pecado perdonado, del amor que nos ha perdonado, de la misericordia. No están impresas en el recuerdo o en una estatua de madera, sino en el cuerpo del Viviente. Son las llagas de un amor que vive, de la misericordia viva y actual. La resurrección hace que el crucificado pueda abrazar al universo entero y todos los siglos. La resurrección hace eterna la cruz. Y por eso nosotros podemos celebrar la Eucaristía, no solo recuerdo, sino actualización del sacrificio de Cristo.
Podemos preguntarnos quién es este Jesús que viene a nosotros en el Evangelio y en la Eucaristía. Es el que nos ama con el amor extremo de la cruz y vence con él nuestro pecado. Y es nuestro Dios, él se ha hecho nuestro:«Señor mío, y Dios mío». Cristo es el Dios todopoderoso que lleva las marcas de su amor por nosotros.
Para finalizar, quisiera que entendieseis qué es la misericordia que nos ofrece Cristo. Al menos dos aspectos de ella. Mirad que el Hijo de Dios rescató de la muerte alma y cuerpo, toda su humanidad. Esa humanidad suya amante y sufriente tiene la gloria del Hijo Eterno de Dios. De igual modo, su misericordia viene para rescatar todo nuestro ser. No viene para poner un velo oscuro sobre nuestro pecado y que no se vea la podredumbre. Viene para rescatar todo lo que somos y transformarnos. Su misericordia no es un mero olvidar nuestros pecados, sino la fuerza que quiere hacer brillar nuestra humanidad con su santidad, con esa gloria que brilla en sus llagas. Ese es el primer aspecto fundamental: no tapar nuestra miseria, sino transformarla en santidad. La misericordia es la potencia transformadora del amor de Dios.
Segundo aspecto. La fuerza que puede transformarnos es la fuerza de su amor. Solo su amor es capaz de matar en nosotros el pecado y de recrearnos. El amor es la mayor de las fuerzas, «Dios es amor». Pero el amor es un ofrecimiento que requiere respuesta. No puede imponerse al ser amado, no puede violentar la libertad. Así, la misericordia que se nos ofrece requiere ser suplicada hasta con las lágrimas, como aquella mujer que corrió a los pies de Jesús. Requiere que le abramos el alma, hasta lo más hondo, por eso Jesús le dijo a Zaqueo: «Conviene que me quede hoy en tu casa», porque era necesario que él entrase hasta lo más hondo donde se escondía su pecado. Requiere que correspondamos. Por eso Jesús, para rescatar a Pedro de su negación, arranca de él una triple confesión de amor y termina diciéndole: «Sígueme». Es decir, sigue las huellas de mi amor por ti. Cosa que Pedro hizo hasta morir en Roma.
Cada domingo nos recuerda que vivimos ante Cristo resucitado, cuyo amor por nosotros hasta la muerte en cruz es presente. Hemos de aprender a vivir de ese amor, de su misericordia: suplicándola sin descanso; permitiendo que penetre hasta lo más profundo, allí donde a veces nos da miedo mirar; confesando una y otra vez nuestro pequeño amor y siguiendo las huellas de su amor. Llegará el momento en que este tiempo quede atrás y entremos en el día octavo, el día que hizo el Señor, cuando nuestra vida brille con la gloria de su amor.
Jesús tiene un bondadoso cuidado con los que le aman. Es la primera idea que sugiere el evangelio de hoy. Jesús no se les aparece resucitado a los suyos a la primera de cambio. Antes de presentarse a ellos vivo, les hacer ver a algunos que el sepulcro está vacío y a otros les manda ángeles para que les anuncien que vive. María Magdalena, que tanto amaba al Señor, fue la primera en ir al sepulcro de madrugada y ver la losa quitada. Al volver corriendo donde Pedro y Juan y contarles lo que ha visto, manifiesta su sorpresa y, en el fondo, la pregunta: ¿qué ha pasado? ¿dónde ésta? «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Traslada esa inquietud al alma de Pedro y Juan, les pone en movimiento y así prepara el alma de los dos Apóstoles, que corren al sepulcro. Es muy posible que montones de pensamientos y de sentimientos contrarios se alzasen en sus cabezas y en sus corazones: quizá temieron que alguien hubiese robado el cuerpo; quizá se acordaron de lo que el mismo Señor les había dicho varias veces antes de morir: «Al tercer día, resucitaré». Pero la devastación de la pasión y la muerte de Jesús era tal, que hacía más impensable, si cabe, que ese cuerpo volviese a tener vida. Así llegaron corriendo al sepulcro. Primero Juan, más joven, que miró desde fuera y vio los lienzos extendidos, sin el cuerpo al que antes cubrían. Después Simón Pedro. Entró Pedro y luego Juan. Y vieron los lienzos, y el sudario de la cabeza, doblado. ¡Nunca se olvidará Juan —el que lo cuenta— de esos detalles!
«Vio y creyó», dice el evangelista de sí mismo. ¿Pero qué le lleva a la fe? ¿Qué le lleva a creer que Jesús ha resucitado? Aún no lo ha visto vivo. En el tumulto de pensamientos es el amor lo que inclina la balanza hacia la fe. Es el amor a su Señor el que abre los ojos de la fe. El amor al que colgó en la cruz es el cimiento de la fe en la resurrección de Juan, de los otros Apóstoles, de los discípulos, de la Magdalena y de las otras mujeres. La cruz y la resurrección de Cristo son dos hechos inseparables. Allí donde se anuncia al Resucitado, se anuncia al Crucificado. Allí donde está presente el Resucitado, está presente el que por nosotros murió en la cruz. La resurrección es la afirmación del amor de la cruz como un amor vivo y eterno. El bondadoso cuidado de Jesús con los que le aman consiste no solo en no darles un susto de muerte, sino, sobre todo, en dejar espacio a la libertad, dar espacio para que su amor creciese e impulsase la fe. No quiso imponer su victoria como un hecho ineludible, prefirió que el amor y la fe creciesen hasta el punto de ver un pequeño indicio y concluir con gozo: «Esta vivo». Eso es el «vio y creyó».
Había otro motivo para darles muestra gradualmente de su resurrección: para que pudieran entender que no era como la vuelta a la vida de Lázaro. Cristo no volvía a la antigua vida, sino que llevaba su vida humana hasta la vida de Dios. ¡Qué cosa más impensable! Quizá a nosotros no nos causa sorpresa y así no nos percatamos de la grandeza que encierra: no simplemente un alma eterna, no simplemente un hombre que vuelve a la vida, sino un hombre vence la muerte para alcanzar la vida de Dios, para participar como hombre de la vida de Dios.
Esto por lo que se refiere a la comprensión del Evangelio de hoy. Pero querría pararme en dos consideraciones a partir del hecho mismo de la resurrección. La primera: ¿Qué le llevó a Cristo a la cruz? Algo que a muchos les pareció insoportable. Que se presentó como la verdad del mundo y la vida de los hombres: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí». Ni el hombre solo pude acceder a Dios, ni lo puede el hombre guiado por religión alguna, ni por Mahoma, ni por ninguna filosofía. El hombre accede a Dios por medio de Jesús. Él es el camino. Él nos muestra la verdad de Dios, del hombre y del camino para llegar a Dios. Él mismo se hace ese camino, el único por el que el hombre alcanza la vida. Se presentó como Dios en medio de los hombres, que tiene en su mano el destino eterno de cada hombre: «Quien crea en mí, aunque haya muerto, vivirá; y quien viva y crea en mí no morirá para siempre». ¿Quién esta capacitado para decir que puede dar vida más allá de la muerte? Solo lo puede asegurar Dios, y Jesús se presenta así, como Dios, con el destino de los hombres en sus manos. Muchos creyeron que era un loco y otros muchos le creyeron un blasfemo. Y el demonio instigó a unos y a otros para que lo llevaran a la muerte. Pero la resurrección significa que nuestro Señor es exactamente quien dijo ser. Por ese motivo, Pedro y los demás, que eran judíos, y como judíos miraban al resto de los pueblos con cierto desdén, terminaron anunciando a Cristo a todos los hombres, no solo a los judíos. Porque entendieron que en la fe en Cristo se juega la salvación de cada hombre. Por eso dirá Pedro, como recoge el libro de los Hechos: «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos». Lo dijo Pedro y lo decimos los cristianos hoy y lo diremos hasta el fin de los tiempos. Es una verdad que el mundo sigue despreciando, que a muchos les sigue pariendo una fanfarronada o una locura; que el demonio sigue queriendo acallar como sea. Pero nosotros debemos volver sobre esta verdad, primero, para alegrarnos, después, para gritarlo a los cuatro vientos: que Cristo es la salvación del hombre, la única salvación del hombre. Que la salvación no solo la de los que nos reunimos en la iglesia, sino la de tu hijo, tu nieto, tu padre, la de cualquier hombre que viene a este mundo, lo sepa o no, le guste o no, no viene de ningún poder humano, ni de la economía, ni de la ciencia, ni del arte, ni de ningún político bueno o malo, ni de ninguna filosofía, buena o mala… solo del crucificado, ¡que vive! Nosotros no podemos callar. Por amor a Cristo y por amor a los hombres, aunque nos desprecien o nos maten, no podemos callar.
Hay otra consideración tan importante como la anterior. Al final, la única que me importa. Volvamos a la cruz. ¿Qué vimos allí? Un amor extremo. No hay nada más atractivo y más bello que eso. ¿Pero es un amor extremo y extinguido? ¿Un amor apagado por la muerte? ¿Un amor muerto? No, un amor vivo y eterno. La resurrección hace de la cruz un amor eterno. El que nos ama hasta la muerte vive para siempre. Y al final es lo único que a mí me importa: que mi Señor vive, el que me amó vive. Bueno…, y otra cosa que se sigue de esta: que el que me amó con un amor más fuerte que la muerte, me recogerá a mí de la muerte y no dejará que mi pequeño amor se pierda en la nada, que me tomará y que me llevará con él. No deja que se pierda el imperfecto amor de Pedro y no dejará que se pierda mi pobre amor, tan lleno de debilidades y miserias. Y, aunque cuando llegue la hora, me deje morder por el dolor, él, el Señor, me recogerá. No permitirá que mi pequeño amor se muera.
¿Qué nos queda, sino amar, morir y vivir con Cristo? Amemos a quien nos amó y vive. Y aspiremos a morir y a vivir con él. Con las palabras de san Pablo: «buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios».