CENTRO Y META DE NUESTRO AMOR
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- Escrito por P. Enrique Santayana Lozano C.O.
- Categoría: Domingo V
V Domingo de Cuaresma. B
17-III-2024
«Cuando yo sea elevado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32)
En los dos últimos domingos, los relatos del Evangelio se centraban en la primera de las tres pascuas que Jesús celebra en Jerusalén, durante su vida pública. El relato hoy nos traslada a la tercera y última pascua. Jesús está muy cerca de su muerte. El escenario vuelve a ser el Templo. Hace no mucho Jesús ha resucitado a Lázaro. Es un signo que mantiene a Judea conmocionada. Todos hablan del milagro. Muchos creen que Jesús es el Mesías prometido. Por su parte, el Sanhedrín ya ha tomado la decisión de matar a Jesús, y también a Lázaro. Jesús ha entrado en Jerusalén aclamado como Mesías por sus seguidores y ahora está en un gran patio del Templo, en el Atrio de los Gentiles, llamado así porque hasta ese recinto, y no más allá, podían entrar los que no formaban parte de Israel, los gentiles. Por la expectación creada y porque la Pascua es inminente, el Templo estaría abarrotado y amigos y enemigos rodearían a Jesús.
En aquella época muchos gentiles eran fascinados por el judaísmo, que mostraba un Dios que se identificaba con la verdad, no con los mitos. Les movía el deseo de conocer la verdad sobre Dios, que es la verdad definitiva para el hombre. De ellos, un grupo —Juan les llama «griegos»— había llegado al Templo, encuentran la expectación que ha levantado Jesús y también ellos quieren conocerlo. Se acercan a uno de los apóstoles, que curiosamente tiene nombre griego, Felipe, y le dicen: «queremos ver a Jesús». Felipe busca a otro apóstol, a Andrés, también de nombre griego, y los dos se acercan a Jesús para decirle que quieren verlo.
Jesús escruta en el corazón de aquellos griegos el deseo de conocer y amar a Dios, y exulta: su aspiración por la verdad se cruza con la hora definitiva en que él va a revelar el verdadero ser de Dios. «Ha llegado la hora en la que el Hijo del hombre [yo] va a ser glorificado». Su glorificación es su pasión y muerte. Jesús arde en deseos de dar la vida por ellos y por todos los que esos paganos representaban. En su muerte, Cristo desvelará el verdadero ser de Dios y así saciará la sed de verdad, el deseo de Dios, de todos los que lo buscan. Con toda solemnidad Jesús sigue: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». El fruto de su pasión y muerte, el conocimiento de Dios para los que lo buscan, la cercanía de Dios perdida por el pecado para los que aspiran a la salvación… Eso le hace exultar.
Y añade unas palabras que nos hablan de dos cosas: que con lo que va a acontecer en esa hora suya, ya no habrá límite, todo hombre podrá conocer y tener acceso a Dios; pero, que para hacerlo, ha de seguirle a él, estar con él, participar de su cruz: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará».
Los paganos que querían adorar al Dios verdadero no podían pasar del atrio de los gentiles, pero desde la hora en que Cristo se ofrezca en la cruz, cualquiera tendrá acceso a Dios. Ahora bien, es necesario olvidarse de sí, seguir a Cristo y participar de su sacrificio: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna». No basta aplaudir desde la barrera y admirar su sacrificio desde el burladero, no basta llorar viéndole pasar camino de la cruz… ¡Es lo que hacemos muchas veces en Semana Santa! Escuchamos la Pasión, vemos los pasos de las procesiones, acudimos a la liturgia, pero no pasamos de ser espectadores. ¡Como el que ve una película! No basta. Es necesario seguir a Jesús. El que lo sigue, el que está donde él está, sufre lo que él sufre y ama lo que él ama, el que se olvida de su propia vida para entregarla con él y le acompaña, ese es el que se adentra en el misterio del amor de Dios y es honrado por Dios: «El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará». Cristo exulta por los hombres que a lo largo de la historia van a ser atraídos por su amor, se van a unir a él y van a penetrar en el misterio del amor de Dios.
En este punto, Jesús experimenta un segundo movimiento de su sensibilidad humana: el temor y la repulsión ante la muerte. Ha dado permiso a la muerte para abalanzarse sobre él, no solo en su cuerpo, sino en sus sentimientos, en su mente, en su sensibilidad humana… y siente pavor. Se adelanta la agonía de Getsemaní: «Ahora mi alma está agitada [turbada]». Pero su amor obediente al Padre, el amor que quiere nuestra salvación, hace que su voluntad humana se adhiera sin fisura al plan divino. Se dirige a su Padre y dice «Hágase»: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre». «Hágase tu voluntad. Que mi sacrificio salve a los que te buscan y tu Nombre sea santificado». —Realmente cuando nosotros rezamos el Padrenuestro decimos a la ligera palabras graves—. El Padre acoge la ofrenda de su Hijo y lo hace saber a los que están allí: «Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel».
Jesús vuelve a dirigirse a todos, en las últimas horas de su vida terrena le consume el ansia por atraer y salvar a todos. «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros». En la cruz todos huirán, pero quiere que cuando resucite, los discípulos y los Doce, entiendan que el gran signo de Dios, la gran revelación de su amor, la puerta abierta a su conocimiento y a su compañía. Quiere que, cuando los Doce lo proclamen vivo, los judíos que lo han visto morir en la cruz como un maldito, reconozcan que él es el Hijo de Dios. Quiere que, cuando nosotros lo veamos llevando los pecados de todos, desfigurado, como un malhechor, colgado en la cruz, reconozcamos en él a nuestro Salvador, al que nos ama con un amor más fuerte que la muerte, al que nos purifica con ese amor y nos recrea y nos sacia. Por eso dice: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros», «recordadla cuando me veáis en la cruz, recordadla cuando os digan que el crucificado ha resucitado y vive».
Las manos clavadas de Cristo parecerán impotentes, todo él parecerá un fracaso, pero en realidad «ahora —dice refiriéndose por anticipado a la cruz— va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Aparentemente, en la cruz el mundo expulsa a Dios; y su príncipe, el demonio, consigue llevar al justo a la muerte. Pero en realidad, la cruz es el árbol de la vida que Dios ha plantado en medio de este mundo. Y en este árbol, Cristo, su Hijo hecho hombre, es el fruto de su amor, el fruto que nos da el verdadero conocimiento de Dios y nos une a Dios.
En la cruz, el que ha despreciado las riquezas por amor a Dios, tanto que aparece totalmente desnudo en la cruz; el que ha despreciado el poder por amor a Dios, tanto que aparece totalmente impotente en la cruz; el que ha despreciado el placer por amor a Dios, tanto que aparece sufriendo en cada centímetro de su cuerpo y en cada latido de su alma, ese, el Crucificado, se nos entrega como el fruto en el que Dios se nos da, por amor, y este amor suyo nos recrea y nos redime.
En un primer momento, el miedo hace huir a los suyos; Pedro, el primero. El miedo nos hace huir a todos en un primer momento. Lo experimentamos de muchas formas: el miedo a sufrir, la repulsa que nos da perder la vida sirviendo, la repulsa de una vida sin placeres ni descanso, sin riquezas, la resistencia a entregarnos y perder el control de nuestra vida…. Pero, cuando su amor consuma el sacrificio, los que buscan a Dios vuelven a él. Pedro, el primero; luego, hasta hoy, todos los que buscan a Dios. Y en el Crucificado por amor, que vive, encuentran el amor que los perdona, que los purifica, que los absuelve, que los consuela, que los fortalece internamente y los eleva, que los santifica y los hace capaces de un amor semejante al suyo. Encuentran en el que es Crucificado por amor y vive el centro y la meta de su amor. «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares
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6 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
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- Escrito por Rubén Núñez
- Categoría: Ejercicios de los Sábados
6 Conferencia mariana D. Juan Antonio Reig Pla |
Ejercicio de los Sábados | |
1 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
2 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
3 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
4 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
5 CONFERENCIA MARIANA D. JUAN ANTONIO REIG PLA
EL JUICIO DE LA CRUZ
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- Escrito por P. Enrique Santayana Lozano C.O.
- Categoría: Domingo IV
IV Domingo de Cuaresma. B
10-III-2024
«El que cree en él no será juzgado;
el que no cree ya está juzgado» (Jn 3,18)
En el evangelio de san Juan el pasaje que hoy escuchamos sigue al del domingo pasado, Jesús que expulsa a los mercaderes del Templo y tira por tierra los puestos de los cambistas. Esa acción llamó la tención de los miembros del Sanhedrín, los jefes judíos. Era la acción propia de un profeta, lleno de celo por la honra de Dios. Pero, ¿era realmente un enviado de Dios? A los jefes no le bastaba que su acción respondiese a algo verdadero —que el Templo se había degradado, convirtiéndose en un mercado— y que buscase algo justo —devolverle su verdadero ser y finalidad—. Porque no querían cambiar nada, encantados con la corrupción del Templo y de sus almas, los jefes judíos querían un gran signo, la prueba evidente de que era un enviado de Dios. Pero Jesús no les dio lo que pedían, al contrario, hizo un anuncio velado de su muerte y resurrección, como el único signo que recibirían: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré».
Uno de los miembros del Sanhedrín era Nicodemo, del grupo de los fariseos y doctor de la Ley, un escriba importante; «Tú eres el maestro en Israel»[1], le dice Jesús en un momento de la conversación. Por lo que se muestra en el resto del Evangelio, era un israelita íntegro, de los que realmente esperaban la llegada del Mesías y del Reino de Dios. A Nicodemo el celo mostrado por Jesús ya le hablaba de su santidad, porque necesitan pocos signos para reconocer la verdad aquellos que la aman y viven buscándola. Quizá, también, le hubiese escuchado enseñar. Quizá le hubiera visto realizar alguno de los milagros que Jesús hizo después de la Pascua, tal como cuenta san Juan. Quizá tuvo también noticia del primer gran signo que Jesús había realizado antes de subir a Jerusalén: la conversión del agua en vino, en Caná de Galilea, porque también Nicodemo era galileo. Sea como fuere, se acerca a Jesús buscando averiguar si Jesús era el Mesías, o al menos el profeta que debía preparar su camino. Hay elementos que en el Evangelio de san Juan son símbolos muy importantes, entre ellos, la noche. Nicodemo fue de noche a ver a Jesús. Su alma se mueve en la noche, porque no conoce aún la verdad. En medio de la noche, mientras todos duermen, en una casa modesta, a la luz de alguna lámpara de aceite, Nicodemo, el maestro en Israel, con los suntuosos ropajes que distinguían a los grandes maestros, busca la luz conversando con Jesús, un hombre mucho más joven, vestido de simplicidad y modestia. Y Jesús va a sembrar en él una luz que germinará cuando llegue el momento de la cruz, dos años después.
Nosotros escuchamos hoy solo la parte final de aquel diálogo. Jesús lleva el pensamiento de Nicodemo a un momento también de oscura noche los israelitas, cuando fueron castigados por sus pecados en el desierto con unas serpientes venenosas que los mordían. Le recuerda lo que hizo Moisés, un gesto lleno de misterio: fundió una serpiente de bronce y la elevó en un estandarte. Cuando los israelitas mordidos por las serpientes y moribundos la miraban, eran sanados. Ahora Jesús le desvela al maestro en Israel el significado escondido en aquella serpiente de bronce: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el hijo del hombre [es decir: “Así tengo que ser elevado yo”], para que todo el que cree en él tenga vida eterna». Imaginad cómo recordaría Nicodemo las palabras escuchadas en el silencio de la noche cuando vio a Jesús en la cruz: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tengo que ser elevado yo, para que todo el que crea en mí tenga vida eterna». Imaginad el estado de su alma cuando fue a descolgar el cuerpo sin vida de Jesús y a llevarlo a la tumba; porque esto es lo que hizo, junto con otro miembro del Sanhedrín, José de Arimatea. La luz sembrada en su alma por Jesús germinó cuando vio a Jesús pendiendo en lo alto de la cruz, en lo alto del Gólgota. En ese momento, en el momento más comprometido para los seguidores de Jesús, fue cuando Nicodemo se reveló públicamente como discípulo del ajusticiado.
En medio de la noche de Israel y en medio de la noche del mundo, en medio del dolor provocado por la proliferación del pecado, que promete la dicha, pero que nos lleva inexorablemente a la muerte, en medio de nuestra propia noche, Jesús nos indica que él va a la cruz para darnos vida, vida eterna, esto es, no cualquier vida, sino la vida de Dios, inmortal y dichosa, llena de la santidad y de la luz de Dios. La serpiente de bronce reproducía la forma de las serpientes que mordían a los judíos; Cristo toma sobre sí todos los pecados, como un maldito, Él, el Santo y el Inocente. Este acto de amor sin igual reclama nuestra fe, es decir, reconocer y acoger la cruz como un acto de amor y entregarnos a quien allí nos ama: «Para que todo el que cree en él tenga vida eterna». Si este mundo quiere tener futuro, ha de volver los ojos a él. Si un pueblo, una nación, una familia, o cualquiera de nosotros, no quiere morir presa de los propios pecados, ha de volver los ojos a él, que como un maldito ha llevado el pecado de todos. ¡Volverse a él, creer en él, entregarse a él, confiarse a él, unirse a él, amarlo a él!
Nicodemo buscaba saber si aquel hombre era el Mesías. Lo que no imaginaba es que además fuese el Hijo de Dios y que el Reino que iba a instaurar empezaba con un acto de amor que consistía en el sacrificio de sí mismo en la cruz. Eso es la cruz, un acto de amor no esperado, no pedido, no imaginado: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Se trata del amor de Dios que llega a donar la vida de su Unigénito para dar vida eterna a cuantos crean en él, reconociéndolo como Dios, aceptando su doctrina, practicando sus preceptos.
Es un amor tan inmerecido que podría llevarnos a agachar la cabeza e intentar escondernos llenos de vergüenza. Pero el amor no busca la separación, sino la unión, se da para ser acogido y amado. Dios no busca destruirnos, sino salvarnos: «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Y creer en él, la fe, es el principio de la vida nueva, dominada por el amor de Dios que Cristo ofrece en la cruz. Creer en él es el principio de la vida nueva, igual que rechazarlo significa permanecer en la muerte y condenarse a sí mismo. En este sentido, la cruz es el juicio de Dios: quien acoge su amor es rescatado y se adentra en la vida nueva dominada por el amor de Dios. Quien desprecia este amor solo tiene la noche eterna en la que nos sumerge el pecado: «El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios». El nombre del Unigénito de Dios es Dios salva, eso significa Jesús.
Solo nuestro rechazo del amor de Dios puede hacer ineficaz su sacrificio salvífico. ¿Y qué nos puede llevar a este rechazo? Habernos acostumbrado tanto a nuestros pecados que ya ni percibimos su veneno, ni queremos salir de su esclavitud, ni que Dios nos rescate. Hoy pecamos sin reconocer la maldad de nuestro pecado. No solo pecamos, sino que llamamos al pecado “derecho”. Justificamos el aborto, todo tipo de degeneraciones sexuales, la mentira, la ambición desmedida… Nos molesta que nos recuerden que robar es pecado, que mentir es pecado, que adulterar es pecado, que el egoísmo y la lujuria y la vanidad son pecados y que nos llevan al abismo… Es casi inevitable que pequemos, pero cuando el que peca, aún mantiene viva la conciencia de su mal y vivo el deseo de bien, el deseo de Dios, al mirar al Crucificado, reconoce el amor que lo redime, que lo reconforta, que lo reconstruye por dentro, que lo une a quien de veras lo ama y lo salva. Pero el que ya no tiene conciencia de su mal moral, ni deseos de bien, ni de Dios, aunque sus pecados no lleguen a ser escandalosos para la mentalidad ofuscada del tiempo, se aleja del amor de Dios. ¡El que ama el pecado no puede amar a Dios! Se aleja porque acercarse al amor de la cruz, es acercarse a una luz que pone de manifiesto la maldad de la mentira, del odio, de la lujuria, del robo, de la vanidad, de la falta de piedad, de la crueldad, de la ira, de una vida perdida sin amar… «El que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras».
Cristo nos llama a acercarnos a él, a su amor crucificado. Nos llama para rescatarnos y darnos la vida eterna. Pero nos recuerda que este amor es también un juicio sobre nosotros que depende de nosotros mismos. Antes de que lleguemos al Viernes Santo y nos veamos bajo el signo de la cruz, debemos preparar el alma para ver cómo nos vamos a enfrentar a este amor, si huyendo de su luz o entregándonos a él.
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10 de marzo de 2024
Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
España
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[1] La traducción oscurece un poco la fuerza del texto griego, que va con artículo determinado, una afirmación un tanto irónica de Jesús.
SAN LEOPOLDO MANDIC
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- Escrito por Alberto Velasco Esteban
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