GRABIELA BOSSIS
- Detalles
- Escrito por Alberto Velasco Esteban
- Categoría: Ejercicios de los Sábados
Ejercicios del Oratorio 2023-2024 |
|
1 |
BAUTISMO DEL SEÑOR
- Detalles
- Escrito por Padre Enrique Santayana C.O.
- Categoría: El bautismo del Señor
EL BAUTISMO DEL SEÑOR [1]
7-I-2024
«Fue bautizado por Juan en el Jordán»
El ciclo litúrgico de Navidad desemboca en la Epifanía y en el Bautismo del Señor. Ayer celebrábamos la Epifanía, hoy el domingo del Bautismo del Señor. La tradición litúrgica y contemplativa de la Iglesia ha unido siempre tres escenas de la vida de Jesús, como un tríptico, que nos hablan de su epifanía, es decir, de su manifestación. La primera es la de los Magos de Oriente, que escuchábamos ayer, que básicamente nos dice que Jesús es la luz de todos los hombres, el Salvador universal, único Salvador. La segunda escena es la de hoy, el Bautismo del Señor en el Jordán, que nos muestra dos cosas: a Jesús, el hombre, como el Hijo de Dios y el Ungido por el Espíritu Santo; y a este mismo Jesús asumiendo, como Hijo obediente, su misión de Redentor, esto es, su camino hacia la cruz. La tercera escena que tradicionalmente se ha unido a estas dos es la de las bodas de Caná, donde Jesús manifiesta con su primer signo el misterio que esconde su humanidad y su misión. Vamos a la escena del Jordán.
San Marcos es muy escueto, como si no quisiera distraernos en detalles. Después de haber hablado de Juan, la voz que gritaba en el desierto para preparar los caminos del Redentor, nos presenta enseguida otra voz, la del Padre, que resuena sobre el Jordán. La voz de Juan anunciaba, la de Dios proclama presente al Salvador.
Juan mostraba solo un camino de arrepentimiento, de penitencia y súplica de perdón, eso representaba su bautismo de agua. Pero anuncia al Redentor como aquel que bautizará no ya con un signo de penitencia y purificación, sino con el infinito Amor, esto es, con el Espíritu Santo. «Yo os he bautizado con agua, pero él [el Mesías] os bautizará con Espíritu Santo».
El camino vital de Juan había sido extremadamente duro, no solo por su austeridad radical, sino porque siempre es duro llamar a la penitencia y a la conversión. Jesús quiso dar consuelo a su primo haciéndole ver cumplido su anuncio, cómo la penitencia era complementada y perfeccionada por el don del amor divino, y más aún, haciendo que este bautismo de Espíritu Santo se viese inaugurado por su mano. Porque la efusión del Espíritu Santo se inició cuando Juan bautizó en las aguas de la penitencia a Jesús. «Sucedió que, por aquellos días, llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Apenas salió del agua…» Y continúa el relato. Dios es generoso con sus siervos humildes, obedientes y fieles y sabe pagar con aquello que está en el centro de sus deseos, con la manifestación de su Hijo. El Bautista fue consolado con lo que daba vida a los deseos de su alma: la manifestación del Redentor.
Seguramente no hay mejor forma de mirar esta escena que ponerse en el lugar de Juan el Bautista, que tanto había clamado, que tanto había gritado y esperado. Introdujo a Jesús en el Jordán y lo sumergió. Para los demás judíos que se acercaban era una súplica que pedía a Dios perdón. Pero Jesús no se sumergió en el agua para pedir perdón, sino para decir: «Sí, Dios ha escuchado vuestras súplicas y yo vengo a tomar sobre mí todos vuestros pecados. Yo tomaré vuestro pecado, yo moriré, yo os abriré el camino a Dios». El bautismo de Cristo es un acto de amor, es el sí de Jesús a su muerte redentora, por eso en la iconografía de los cristianos orientales se representan las aguas del Jordán como si fuera el sepulcro que acoge el cuerpo de Cristo. Cristo descendió al pequeño río que lleva la suciedad del hombre y abrió el océano de la misericordia divina. Lo abrió la potencia de su amor, de su amor de Hijo a Dios, de su amor de hermano al hombre. En este momento las aguas del bautismo son santificadas y ya no solo imploran el perdón, sino que lo dan, regeneran al hombre y le dan el don de la vida nueva.
Los cielos se abrieron y descendió visiblemente el Espíritu Santo. Al principio de la creación, sobre las aguas sin vida aún, aleteaba ese mismo Espíritu, para hacer posible la vida: «La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas». Ahora desciende el Espíritu para la nueva creación, para hacer fecundo el sacrificio de Cristo, que entra en las aguas como Víctima. El Padre hace escuchar su voz complaciéndose en el Hijo que se entrega, y lo unge y lo rodea con esta llama del infinito Amor, el Espíritu Santo.
Es un momento solemne: la vida de la Santísima Trinidad ilumina la tierra.
Cuando el Hijo obediente escucha la voz del Padre, reconoce el mismo amor paterno que lo levantará de la fosa de la muerte y lo exaltará sobre toda la creación como Señor. La voz del Padre hace que los cielos se abran, que prácticamente desaparezcan en la inmensa luz que se difunde de su gloria. De su profundidad luminosa una blanca llama que semeja una paloma viene como el infinito Amor con el que el Padre se complace en el amor obediente del Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». Esta escena solemne es un icono de la vida trinitaria, en la cual el Espíritu Santo es espirado por el Padre y el Hijo en su mutuo amor.
El evangelista lo dice todo en pocas palabras, porque fue como un relámpago de luz fulgurante. Es el esplendor de la verdad: el Padre que, al complacerse en Jesús y ungirle con su Espíritu, abraza toda la creación que el Hijo ha hecho suya al hacerse hombre. Dios, al complacerse en Cristo, se complacía en su obra, en el hombre, por amor al cual dio inicio a todo el universo.
Queridos todos, nosotros, todos nosotros, hemos participado sacramentalmente en este bautismo de Cristo, del bautismo del Jordán y del bautismo de su muerte y de su resurrección. Nuestro bautismo es participación real de la muerte y resurrección de Cristo. Pero unidos a Cristo, también nosotros hemos de ocupar libremente y por amor nuestro puesto en el plan de Dios y consumar el sacrificio. Los sacramentos del bautismo y de la confirmación nos capacitan para la Eucaristía, que es comunión con el sacrificio de Cristo. Cada uno de nosotros ha de participar, comulgar, en el sacrificio de Cristo, conforme al plan de Dios y conforme a la propia vocación. Ocupar ese puesto en el sacrificio de Cristo no se hace sino en diálogo amoroso y filial con Dios. No se trata de una cumplir una función (la función de padre, o de esposa, o de sacerdote…), se trata de responder al amor de Dios y de amar. Cada uno ha de preguntar a Dios sobre su lugar propio en este sacrificio amoroso. Cada uno, ante la mirada de Dios ha de responder y decidir, un día tras otro, si ocupar ese lugar o no.
Que Dios, que nos ha hecho hijos suyos por el bautismo, nos conceda la gracia de vivir, de amar y de morir como hijos.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía en la solemnidad del Bautismo del Señor
7-I-2024
Iglesia del Oratorio de san Felipe Neri, Alcalá de Henares
7-I-2024
Iglesia del Oratorio de san Felipe Neri, Alcalá de Henares
[1] Gran parte de lo dicho aquí está tomado de: DOLINDO RUOTOLO, I Quattro Vangeli, (Casa Mariana Editrice, Frigento 2019) 614.
MADRE DE DIOS
- Detalles
- Escrito por P. Enrique Santayana
- Categoría: María Madre de Dios B
Santa María, Madre de Dios
1-I-2024
«Encontraron a María y a José y al niño» (Lc 2,16)
El primer día del año lo ha consagrado la Iglesia a Santa María Madre de Dios y así implora la bendición de Dios. En este mundo, unos y otros solemos desearnos un buen año nuevo, pero es un deseo inútil si el bien no lo recibimos de Dios. Dios es la fuente de todo bien y todos nuestros deseos son vanos, si él no nos da de sus bienes. Nuestros deseos son inútiles, si nos empeñamos es esperar el bien de la suerte, de la fortuna, o solo de nuestro trabajo. Siglos de trabajo humano, de progreso científico y técnico deberían haber hecho nuestra vida más dichosa. La han hecho más cómoda, la han hecho, en muchos sentidos más fácil, más larga, pero no más dichosa. Con todos nuestros logros y conquistas, buenos muchos de ellos, no hemos conseguido que el hombre sea más dichoso. «Todo es vanidad y caza de viento […] ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!» (Qo 1,14; 12,18). Y una sensación de vacío, de fracaso, de hastío, agobia a muchos, hasta el punto de que muchos desean quitarse la vida o, al menos, querrían pasar la vida narcotizados, como durmiendo en su alma, para no sufrir, para no sentir; como decía un poeta: «Allí, allá lejos; donde habite el olvido»[1].
Pero nosotros, por pura gracia, hemos recibido un don de Dios: su Hijo. Un don adecuado a lo que necesita nuestra alma herida por el pecado, porque él viene a quitar el pecado del mundo. Un don adecuado a la necesidad que tenemos de verdad, porque él es la Verdad, que ilumina la verdad de Dios, del mundo que nos rodea y de nosotros mismos, que ilumina nuestra meta y el camino que lleva a ella. Es un don adecuado a nuestro corazón, el amor por el que suspiramos, puro, gratuito, generoso hasta la donación de sí mismo, amor fuerte más que la muerte, amor perfecto que no muere, que abre nuestra vida humana a los horizontes infinitos de la vida divina.
Este don es Jesús. En él reconocemos al Hijo de Dios hecho hombre y en él todos los bienes. Porque, con comodidades o sin ellas, con adelantos técnicos o sin ellos, hoy, como siempre en la historia del hombre, la dicha nos viene del Señor. «El auxilio nos viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra», dice el salmo. Cristo es el auxilio del cielo, el bien que él nos da. Dice san Ambrosio: «Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si tienes sed, es fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si necesitas ayuda, es fuerza; si temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas alimento, es comida»[2]. Él lo es todo para nosotros y ya solo su nombre, Jesús, es dulce en medio del llanto. Con su aparición en el mundo, con su venida, ha llegado la plenitud. No hay más plenitud en la historia del hombre que Cristo y su obra. Es la afirmación tajante de san Pablo a la que se adhiere cada cristiano, generación tras generación: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y para que recibiéramos la adopción filial» (Gal 4,4), el rescate del pecado y la vida de hijos de Dios.
Este bien definitivo, Jesús, lo hemos recibido de Dios de las manos de María, su madre. Ella nos lo ha traído de Dios con su fe obediente y firme: «Hágase» pronunciado como respuesta a las palabras del ángel; «Hágase» mantenido día tras día hasta el final, hasta el momento en que su Hijo se entregaba al Padre definitivamente en la cruz. Por eso, en el primer día del año, los creyentes consagramos este día a María, la Madre de Dios, y le suplicamos que, con su intercesión maternal, siga haciendo presente para nosotros y para todo el mundo el único bien verdadero, la bendición de Dios: Jesús.
El único que expulsa de entre nosotros el mal y el único que hace que los otros bienes que vienen de Dios, como el amor de los amigos, o del esposo o de la esposa, sean redimidos de las obras del pecado, sean purificados, sean elevados y lleguen a entrar en el orden de los bienes definitivos. Con su luz, toda la creación cobra color y hasta el sufrimiento se llena de significado. Él, resucitando de entre los muertos y elevando hasta el ser de Dios nuestra vida humana, es el único que hace que todos nuestros legítimos esfuerzos, trabajos y luchas, incluidos los logros de la ciencia o de la técnica, se ordenen al bien definitivo, cobren sentido y alcancen su meta, de forma que «nada se pierda» (Jn 6,12).
Consagramos este día a Santa María y así imploramos la bendición de Dios. «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. Te muestre su rostro y te conceda la paz» (Num 6,22-26). Todos estos bienes los recibimos con Cristo de María. A Cristo lo seguimos encontrando junto a su madre, como lo encontraron los pastores. Ella nos lo da, y al hacerlo, al darnos a Jesús, nos lo da todo y se convierte en el principio de nuestra vida nueva y, así, en nuestra madre. A Cristo lo seguimos encontrando en brazos de María cuando nace, custodiado por su amor, cuando está en la cruz muriendo por nosotros, cuando ya se ha entregado, en sus brazos esperando la resurrección. Que ella acompañe también nuestra vida, desde el primer día al último. Que nos acompañe en este año nuevo y nos dé siempre el fruto bendito de su seno: Jesús.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía del 1 de enero de 2024, Santa María, Madre de Dios
Oratorio de san Felipe Neri. Alcalá de Henares
Oratorio de san Felipe Neri. Alcalá de Henares
[1] LUÍS CERNUDA, La realidad y el deseo (Madrid, 1994) 372
[2] SAN AMBROSIO, La virginidad, 99: SERMO XIV, 2, Milán-Roma 1989, p. 81.
SAGRADA FAMILIA
- Detalles
- Escrito por Padre Enrique Santayana C.O.
- Categoría: María Madre de Dios B
Sagrada Familia
31-XII-2023
«Elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3,12)
Quiero comenzar con unas palabras dichas tal día como hoy por Benedicto XVI: «Dios quiso revelarse naciendo en una familia humana y, por eso, la familia humana se ha convertido en icono de Dios. Dios es Trinidad, es comunión de amor, y la familia es, con toda la diferencia que existe entre el Misterio de Dios y su criatura humana, una expresión que refleja el Misterio insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el matrimonio llegan a ser en "una sola carne" (Gn 2, 24), es decir, una comunión de amor que engendra nueva vida. En cierto sentido, la familia humana es icono de la Trinidad por el amor interpersonal y por la fecundidad del amor»[1].
En esta realización del amor humano el hombre empieza a gustar la dicha del amor, la felicidad del amor. ESTAMOS HECHOS PARA EL AMOR y en la familia comenzamos a gustarlo. Allí, como padre o como madre, como hijo, como hermano, como esposo o como esposa, aprendemos que el fundamento de la vida, lo bueno y hermoso de la vida, es el amor. El amor que gustamos en la familia es un bien presente, del que ya vivimos, pero también nos habla de un bien mayor, de un amor mayor. En la belleza del amor humano verdadero aprendemos a buscar el amor con mayúsculas, aprendemos a buscar el amor de Dios, a Dios mismo. El amor humano también tiene límites. Lo vemos todos los días en nuestras familias, los límites de nuestra naturaleza (la muerte, la enfermedad y tantos otros grandes y pequeños límites) y también los límites de nuestros pecados, a veces, pecados tremendos que oscurecen la verdad del amor. Pero en todos estos límites también aprendemos a buscar el amor que no tiene límites, el amor perfecto, el que nos creó, el que nos llamará personalmente en la hora de nuestra muerte a su presencia, aquel que constituirá la dicha eterna de nuestra alma, el amor divino.
Por esto es tan importante el amor conyugal y la familia. Por eso el diablo quiere destruirla y confundir el matrimonio con lo que no lo es, la familia con lo que no lo es, el amor con lo que no lo es.
El Antiguo Testamento había mostrado ya que el amor de la familia está vinculado con el camino del hombre hacia Dios. Así, el primer mandamiento de la vida es el amor a Dios, pero el primer mandamiento de la segunda tabla, de aquella que habla del amor al prójimo, es el amor a los padres: amor práctico, real, agradecido, que da gracias y honra, amor a veces gozoso y a veces doloroso y sacrificado. Pero siempre, el amor a los padres es camino para el amor divino: «Quien honra a su padre, expía sus pecados […], cuando rece, será escuchado […] Quien honra a su madre obedece a Dios […] La compasión hacia el padre no será olvidada».
También en el Antiguo Testamento la fecundidad del matrimonio, los hijos, se dirigían hacia Dios, más allá de la complacencia entre el esposo y la esposa. Y lo hará, entre otras cosas, con un rito que se cumplía cuarenta días después del nacimiento del primogénito. Primero era consagrado, entregado y dedicado a Dios, como si los padres ya no tuvieran derecho a él, reconociendo así que el origen y el destino de su amor y de su fruto más amado está en Dios. Pero en el mismo rito de la consagración, se ofrecía un rescate, una cantidad de plata, para que el hijo, ya propiedad de Dios, volviese al ámbito de la familia, del cuidado del padre y de la madre. Sí, la vocación de los padres es cuidar de quien es su hijo, pero que es con anterioridad hijo de Dios.
Ese rito coincidía con el de la purificación de la madre, del que también habla el evangelio de hoy: «cuando se cumplieron los días de la purificación», dice al principio. Y vuelve a hacer referencia a este rito para la madre cuando dice que ellos entregaron la oblación de un par de tórtolas o dos pichones. Pero de este rito que afectaba a la madre no voy a hablar hoy.
Jesús es ofrecido, consagrado a Dios, como todos los primogénitos de Israel, pero él no es rescatado, no se ofrece la plata por él, porque él pertenecerá siempre a Dios como Hijo único y está destinado a ser el sacerdote que ofrezca el rescate por todos los hombres de parte de Dios, a quien todos pertenecen como hijos.
Pero lo que vemos aquí, en todo caso, es que la familia es el lugar humano donde el hombre es llevado a Dios y conoce a Dios, su misión y su destino. También aquí se revela quien es Jesús y cuál es su destino. Él es el Salvador enviado por Dios, la gloria de Israel, la luz de todas las naciones. El hombre conoce quién es y cuál es su vocación y su destino, en la relación amorosa con Dios, a la que lleva y conduce la familia, como un pedagogo. El amor familiar introduce en el divino y allí el hombre aprende quién es y aprende su vocación.
San Pablo nos manifiesta que no solo es necesario que un padre y una madre engendren a los hijos. Es también necesario que el verdadero amor guíe, guarde y marque la vida cotidiana de esa familia. Pero para acoger sus palabras debemos hacer el esfuerzo de convertir nuestra mente y pensar no en términos en los que el mundo nos ha enseñado a mirar las relaciones familiares, sino a mirarla conforme a lo que es el amor en la Santísima Trinidad y en su obra salvífica.
La lógica del mundo sobre el amor es, muy a menudo, la lógica del diablo, que se resume en esta afirmación: «no serviré». La lógica de Dios es no diría contraria, sino totalmente distinta a ella, la lógica del amor trinitario. Y en la Trinidad, aunque las tres personas son el mismo Dios y comparten la misma dignidad divina, hay Uno que es principio, el Padre; otro por el que todo viene hecho, el Hijo; y otro que es vínculo de amor, el Espíritu Santo. Si la divisa del diablo se cifra en su «no serviré», el Hijo, por el contrario, cuando entra en el mundo dice: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad», lema que se repite en la vida de Jesús muchas veces, como en el Huerto de los Olivos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». El Hijo hecho hombre obedece a su Padre del Cielo porque ya en la Trinidad él lo recibe todo del Padre. Ahora, a nosotros, Dios, amándonos y eligiéndonos como hijos, nos ha hecho de su familia. Este es el principio del que parte san Pablo: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia…». Es la lógica divina, la que debe guiar y perfeccionar nuestras relaciones humanas, sobre todo la familia.
Para no alargarme: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor». Según la sumisión del Hijo eterno a su Padre, según la sumisión de Jesús a María y a José, así, mujeres, sed sumisas al que en la vida familiar representa, de forma principal, al Padre de la Trinidad. El amor sumiso de las esposas tiene su origen en el amor sumiso de Cristo al Padre, como Hijo eterno. «Maridos, amad a vuestras mujeres». En otro lugar, el apóstol concretará este amor del esposo poniéndolo en relación con el amor que lleva a Cristo a dar su vida en la cruz. También, para los esposos el origen y el ejemplo de su amor es el de Cristo, y como él, a modo de sacerdote familiar ha de ofrecerse en holocausto por la esposa y los hijos. Por último: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo». En la obediencia al padre y a la madre, los hijos aprenden la obediencia a Dios, aprenden a fiarse de quien les da la vida, el Creador, y ve más lejos que ellos, se adiestran para la fe a Dios, que es el principio de la vida cristiana.
Que Dios bendiga nuestros matrimonios y nuestras familias, que sepamos vivir del amor que nos viene de Dios y dirigir hacia su amor trinitario todo lo que somos y todo lo que hacemos, para que nuestro amor alcance solidez y eternidad en el divino, para que el fruto de nuestro amor, nuestros hijos, alcancen la perfección del amor de Dios.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía el 31 de diciembre de 2023, Domingo de la Sagrada Familia
Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares
Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares
[1] BENEDICTO XVI, Angelus 27 de diciembre de 2009.
SI CREEMOS EN SU NOMBRE
- Detalles
- Escrito por ENRIQUE SANTAYANA
- Categoría: Navidad
Navidad 2023
«El Verbo se hizo carne»
Queridos hermanos:
Hablamos de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, una comunión de amor. San Juan, en su primera carta, sintetizará lo que Dios nos ha revelado de sí mismo diciendo: «Deus caritas est». «Dios es amor», una relación de amor en la que el Padre engendra desde toda la eternidad al Hijo, en la que el Hijo recibe su ser del Padre desde toda la eternidad. Y en ese entregar el Padre y recibir el Hijo, ambos espiran un vínculo de amor mutuo, el Espíritu Santo: el amor con el que el Padre engendra y unge a su Hijo desde toda la eternidad, el amor con el que el Hijo recibe y agradece al Padre su amor desde toda la eternidad. Así, si el Padre engendra y el Hijo es engendrado, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, como una espiración de ellos y como un derramarse el uno en el otro, una dulce unción de amor. Y repito: «desde toda la eternidad», porque en este engendrar el Padre, ser engendrado el Hijo y proceder el Espíritu Santo, no hay un antes y un después. Quiero decir: el Padre es eterno porque eternamente engendra al Hijo y no hay un solo instante en el que el Padre sea Padre sin su Hijo. No hay un solo instante en el que el Hijo no exista, y lo haga recibiéndolo todo del Padre. Y no hay un solo instante en el que ambos no espiren al Espíritu Santo, vinculo de amor.
Las tres personas son reales, no se confunden entre sí y subsisten realmente como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y, a la vez, son un solo ser y no se pueden separar ni dividir, porque no puede estar el Padre sin el Hijo, ni ellos dos sin el vínculo de amor que es el Espíritu. El mismo amor, que entre nosotros lleva hacia la unidad lo que es diverso, en ellos es la sustancia divina de la que participan los tres: uno engendrando, otro siendo engendrado, el tercero siendo espirado. Así, las tres personas, son un solo Dios, que participan de una sola sustancia divina. Tres personas, un solo Dios. Dios es Trinidad. Deus est Trinitas, según unas venerables palabras de uno de los antiguos concilios de Toledo.
Toda esta pequeña exposición de doctrina trinitaria, la resume mucho más san Juan diciendo: Deus caritas est. Dios es amor, Dios es una comunión de amor, Deus est Trinitas.
Hablamos de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, una comunión de amor. San Juan, en su primera carta, sintetizará lo que Dios nos ha revelado de sí mismo diciendo: «Deus caritas est». «Dios es amor», una relación de amor en la que el Padre engendra desde toda la eternidad al Hijo, en la que el Hijo recibe su ser del Padre desde toda la eternidad. Y en ese entregar el Padre y recibir el Hijo, ambos espiran un vínculo de amor mutuo, el Espíritu Santo: el amor con el que el Padre engendra y unge a su Hijo desde toda la eternidad, el amor con el que el Hijo recibe y agradece al Padre su amor desde toda la eternidad. Así, si el Padre engendra y el Hijo es engendrado, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, como una espiración de ellos y como un derramarse el uno en el otro, una dulce unción de amor. Y repito: «desde toda la eternidad», porque en este engendrar el Padre, ser engendrado el Hijo y proceder el Espíritu Santo, no hay un antes y un después. Quiero decir: el Padre es eterno porque eternamente engendra al Hijo y no hay un solo instante en el que el Padre sea Padre sin su Hijo. No hay un solo instante en el que el Hijo no exista, y lo haga recibiéndolo todo del Padre. Y no hay un solo instante en el que ambos no espiren al Espíritu Santo, vinculo de amor.
Las tres personas son reales, no se confunden entre sí y subsisten realmente como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y, a la vez, son un solo ser y no se pueden separar ni dividir, porque no puede estar el Padre sin el Hijo, ni ellos dos sin el vínculo de amor que es el Espíritu. El mismo amor, que entre nosotros lleva hacia la unidad lo que es diverso, en ellos es la sustancia divina de la que participan los tres: uno engendrando, otro siendo engendrado, el tercero siendo espirado. Así, las tres personas, son un solo Dios, que participan de una sola sustancia divina. Tres personas, un solo Dios. Dios es Trinidad. Deus est Trinitas, según unas venerables palabras de uno de los antiguos concilios de Toledo.
Toda esta pequeña exposición de doctrina trinitaria, la resume mucho más san Juan diciendo: Deus caritas est. Dios es amor, Dios es una comunión de amor, Deus est Trinitas.
El Evangelio habla de Uno de la Trinidad, del Hijo eterno. Habla de él y le llama Verbo. San Juan usa el término griego Logos. No os quiero marear con distinciones filológicas y voy derecho a lo que significa, al menos en parte, en el uso que le da el Apóstol. Logos, Verbo, en primer lugar, significa «verdad», «razón», «inteligencia», «orden». Al hablar del Hijo eterno así, san Juan está diciendo que Dios no es un ser caprichoso, ni caótico, ni se define por una omnipotencia ciega o caprichosa. Es verdad que Dios es omnipotente, todopoderoso, pero su omnipotencia nace de la verdad, de la razón, del orden, es decir, no es un tirano ni un déspota.
En segundo lugar, Logos, Verbo, significa también comunicación, relación, donación, palabra. El Verbo es todo comunicación, en primer lugar, porque lo recibe todo de Dios; pero también porque siendo palabra se convierte en mediador que comunica el ser de Dios, el amor de Dios, fuera de sí mismo.
En segundo lugar, Logos, Verbo, significa también comunicación, relación, donación, palabra. El Verbo es todo comunicación, en primer lugar, porque lo recibe todo de Dios; pero también porque siendo palabra se convierte en mediador que comunica el ser de Dios, el amor de Dios, fuera de sí mismo.
Si unimos los dos significados a los que he aludido, tenemos que el Hijo es el Verbo, el Logos, porque es una verdad, una razón, que se comunica, que se entrega y crea comunión, crea una vida común. Aquí podemos preguntarnos, ¿qué vida común es esa que crea el Hijo, el Logos, el Verbo?
Pues bien, podemos identificar dos momentos de esta vida. Primero, la creación: «Todo se hizo por él y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho». Dios es creador y todo lo ha creado por su Verbo. Con lo que llevamos dicho se entienden al menos dos cosas muy importantes sobre la creación. Si viene del Logos, del Verbo, la obra creada está regida por la ley de la verdad, del orden, de la razón y nosotros podemos descubrir esa verdad al contemplar y examinar la obra creadora. Si viene del Logos, del Verbo, significa también que está gobernada por el amor: la creación es el ámbito, el espacio del amor. Solo puede ser el espacio del amor, porque lo es de la verdad y de la libertad. Solo la verdad hace posible la libertad y solo la libertad hace posible el amor.
Pero seguimos hablando de esta obra creadora del Logos, del Verbo, porque en el centro de la creación ordenada por la verdad, en medio de esta creación que es el espacio para el amor, está el hombre: «En él, [en el Verbo], estaba la vida y la vida era la luz de los hombres». El Verbo es la luz de aquel único ser creado a su imagen, que puede recibir la verdad y el amor: el hombre. Sí, la creación inmensa y grandiosa, ordenada, llena de una belleza descomunal, está hecha para ser el escenario del diálogo amoroso entre Dios y el hombre por medio de su Verbo, por medio del Hijo eterno.
La libertad dada por Dios al hombre para el amor, implica el riesgo del rechazo, del desprecio, del pecado. San Juan hace alusión a él: «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió». Sin embargo, el pecado no puede parar la obra del Verbo, la lógica de la verdad y del amor, que obra con una audacia inimaginable: «Se ha hecho carne», se ha hecho hombre» y así rompe la barrera con la que el pecado había separado al hombre de la luz del Verbo. El Verbo ha iniciado así una obra tan grande con su creación y con el hombre, que es una segunda creación.
Este es el segundo momento de la vida común que el Verbo crea. San Juan lo dice así: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Ahora, el Verbo puede comunicarse al hombre y con el hombre de una forma inmediata, de hombre a hombre. Es la obra de la redención y de la divinización del hombre. Los que conocemos la historia de Jesús sabemos lo que conlleva el hacerse hombre y nacer como hombre: una vida realmente humana, el dolor, la muerte, la cruz. El que nace morirá en la cruz. Tanto en el pesebre como en la cruz es el Verbo que se ha hecho carne. La encarnación y el nacimiento del Verbo es un romper la separación impuesta por el pecado con una donación extrema, la de la cruz, para llevar a su culminación la obra primera de la creación. Aquí sí que se rompe toda posible idea previa sobre Dios. Lo dije antes, su omnipotencia nace de la verdad y del amor. Y es el amor el que le lleva a «empequeñecerse», a hacerse hombre y entregarse al hombre. ¿Para qué? Para llamarnos al amor y para capacitarnos para el amor. Ni nuestros límites naturales, ni nuestro pecado, ni la debilidad que nos inocula el pecado, puede resistir a esta fuerza del amor del Verbo, que viene a nosotros para recrearnos, para terminar de hacernos partícipes de su vida, para comunicarnos su vida de Hijo, si como dice el Evangelio, creemosen él: «a los que creen en su nombre», entiéndase aquí: «a los que creen en él y se entregan a él», les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, es decir, de unirse a él en su vida trinitaria. Para esta recreación el Verbo se hace hombre y solicita el amor libre del hombre y su confianza, la fe. A los que libremente responden al amor del Verbo con la fe, «les da poder para ser hijos de Dios». El verbo encarnado llama a nuestra razón, a nuestra voluntad, a nuestro corazón para que le demos fe.
Quiero precisar algo que, a veces, pensamos mal y que empequeñece la idea que tenemos del amor y de la encarnación del Hijo de Dios y de su nacimiento como hombre. A veces pensamos que esto de tomar carne es como tomar un vestido que no afecta al ser mismo del Verbo y que cuando quiera se puede quitar. Nada de eso. El Verbo se hizo hombre y eso significa que, de una vez para siempre, le pertenece como propia la sustancia humana, nuestra naturaleza. Significa que, de una vez para siempre, desde que tomó carne en el seno de María, es tan hombre como nosotros. Y si esto es así, de una vez para siempre, el camino de comunión con Dios está abierto para nosotros en él: él es el Camino. Su humanidad es un camino del amor por el que llega a nosotros hoy y siempre. Su humanidad es el camino por el que nosotros podemos llegar a él, hoy y siempre. Su humanidad es un camino que nos lleva al corazón de Dios, para no salir de allí jamás.
Por último: todo esto es una obra grande y es de Dios, no nuestra. Nuestras obras, incluso las grandes, son pequeñas comparadas con la obra de la redención y de la divinización del hombre, la obra del amor de Dios. No la empequeñezcamos con nuestra mente corta, con nuestra voluntad raquítica, con nuestro corazón acostumbrado a amores pequeños. Agrandemos el horizonte de nuestro corazón hasta Dios mismo, ya que él mismo ha venido a tomarnos de la mano. Agrandemos nuestro corazón, porque es Dios quien se nos ofrece, no una pobre criatura. A partir de ahora, nuestro destino es el destino de este niño. Donde él está allí estaremos. Lo que él es, es lo que nosotros seremos, si creemos en su nombre.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía del día de Navidad, 2023
Oratorio de San Felipe Neri
Oratorio de San Felipe Neri