Congregación de Alcalá de Henares
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Doy gracias a Dios de todo corazón por el don del diaconado que recibí —juntamente con un candidato de la diócesis— el pasado veintiséis de octubre, de manos del obispo de Alcalá de Henares, D. Antonio Prieto Lucena.
Aunque han pasado ya algunos días, todo sigue pareciéndome novedoso. Y, sin embargo, interiormente me siento tan natural “como pez en el agua”. Pertenezco por completo a Jesucristo —ahora de un modo nuevo— y para toda la eternidad.
Recuerdo que la noche previa a la ordenación, después de repasar la celebración junto con un hermano de mi Congregación, me retiré a mi habitación y me quedé mirando un cuadro del Sagrado Corazón. Pensaba en la entrega total e ilimitada con la que me iba a ofrecer al Señor. Recuerdo que, en particular, llamaba mi atención la promesa de “imitar siempre a Cristo” que hacen los ordenandos. Tal vez podría decirse que resume y engloba a todas las demás. Es una promesa de tal envergadura que, ciertamente, sólo con la gracia de Dios podría atreverme a hacer.
Llegado el día, después del desayuno, recorrí la larguísima distancia de ciento cincuenta metros, que separan la Catedral de nuestro Oratorio.
Me adelanté al resto de mis hermanos de comunidad, pues había sido citado allí a una hora más temprana para preparar la celebración.
Ésta comenzó con el canto del Veni Creator; pidiendo de este modo que el Espíritu Santo descendiera sobre nosotros.
También recuerdo entrañablemente las letanías de los santos: todos esos amigos e intercesores del Cielo estaban acompañándonos verdaderamente ese día.
A pesar de haber hecho el propósito de intentar concentrarme en el misterio que Dios iba a realizar, y así no dispersarme en exceso en aspectos externos o secundarios, lo cierto es que no pude evitar que los nervios me acompañaran durante un buen rato.
No obstante, todo cambió durante la oración consecratoria: Dios había obrado su milagro, y ya era suyo para siempre.
Por mi parte, simplemente me había ofrecido al Señor poniéndome en sus manos, y Él había hecho el resto.
Quedé mucho más tranquilo a partir de ese momento, y el resto de la celebración lo viví con una gran paz.
Justo después, el p. Armando C.O., a quien había conocido mucho tiempo antes de ingresar en la Congregación, fue quien me revistió con la estola y la dalmática, y los ordenados nos retiramos hacia el fondo del presbiterio.
Ahora, el lugar central lo ocuparía el Santo Sacrificio de la Eucaristía.
Después de la Comunión y la Ofrenda floral a la Virgen del Val —Patrona de la diócesis—, los fieles nos despidieron con un gran aplauso.
Pero yo no había hecho nada que lo mereciera; el aplauso sólo se lo merece el Señor.
Él es el que sigue cuidándonos a todos; a la Iglesia.
Él es el que vela por nosotros mediante sus dones jerárquicos y carismáticos, que distribuye entre sus fieles.
Él es quien hizo que ese fuera un día grande.
Y yo, en adelante, sería simplemente un instrumento en sus manos.
Tras regresar a la sacristía, fue muy hermoso ver a los hermanos de la Congregación, tomando juntos una fotografía con el Obispo diocesano y el emérito, que siempre nos han tratado con gran afecto y familiaridad.
También fue muy de agradecer la acogida y el trato por parte del clero diocesano y los responsables de la Catedral, que fue sumamente cordial en todos los aspectos.
Ya de regreso en el Oratorio, estábamos todos reunidos para comer al aire libre en el patio de nuestro colegio.
Y ese “todos” incluye también a todo el Oratorio Seglar, esta vez acompañado también de mis familiares más cercanos, que habían venido hasta Alcalá para la ocasión.
Seríamos alrededor de unas ciento cincuenta personas.
A pesar de la abundancia de comida, casi me faltó tiempo para comer.
Sin embargo, puedo decir que no me faltó el afecto y la compañía de todos ellos.
Mikel Cacho Ruiz C.O.