Chiara Badano nació en Sassello, pueblo de los Apeninos, que pertenece a la diócesis de Acqui (norte de Italia). Desde muy pronto, Chiara se manifestó como una niña de sonrisa comunicativa y dulce, inteligente y decidida, vivaracha, alegre y deportista, amante de la naturaleza, de la música y del juego. Su madre le enseñó a hablar con Jesús través de las parábolas del Evangelio, y a decirle siempre «sí». Esa educación dilató su corazón en amor por los más pobres, renunciando a menudo a momentos de diversión por dedicarse a ellos; estando en la guardería guardaba sus ahorros en una pequeña caja para los “negritos”, soñando poder ir a África como médico para curar a los niños.
El día de su Primera Comunión le regalaron el libro de los Evangelios, del que afirmará: “Igual que para mí es fácil aprender el alfabeto, igualmente debe serlo vivir el Evangelio”. A los 9 años entró como Gen en el Movimiento de los Focolares, y poco a poco implicó a sus padres. Desde entonces su vida será toda una ascensión en la búsqueda de “poner a Dios en el primer lugar”; era dócil a la gracia y al designio de Dios sobre ella.
Con 12 años, Chiara encuentra su camino y se lo comunica a Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares: "Quiero elegir a Jesús abandonado como esposo y prepararme para, cuando llegue, preferirlo". Y, una vez hallado el camino, sólo le queda andarlo.
Cumplidos los 17 años, sufre un intenso dolor en el hombro izquierdo durante un partido de tenis; tras algunos exámenes, en febrero de 1989 le diagnostican un osteosarcoma (tumor óseo) con escasas probabilidades de curación: será el inicio de un calvario de casi dos años. Al escuchar el diagnóstico, Chiara no lloró, no se reveló; quedó absorta en silencio y, después de unos 25 minutos, de sus labios salió el sí a la voluntad de Dios que repetirá a menudo durante la enfermedad: "Si lo quieres tu, Jesús, También lo quiero yo".
No perdió su luminosa sonrisa, a pesar de que afrontó curas dolorosas, intervenciones y un rápido deterioro de la salud; siempre mostraba el mismo amor a quien se le acercaba, confesando: "Lo he perdido todo [toda la salud], pero todavía tengo el corazón, y con éste siempre puedo amar". Rechazaba la morfina diciendo: "Me hace perder lucidez, cuando yo sólo puedo ofrecerle a Jesús mi dolor"; ofrecía a Dios sus dolores por la Iglesia, por los jóvenes, por los no creyentes, por el Movimiento, por las misiones..., permaneciendo siempre serena y fuerte.
Su habitación, tanto en hospital de Turín como en su casa, era un lugar de encuentro y de apostolado. Incluso el médico que la trata, no practicante y más bien crítico con la Iglesia, se queda perplejo por la forma que tiene Chiara de vivir la enfermedad; llegará a confesar que, desde que conoció a esta joven, algo cambió dentro de él: "En ella hay coherencia, todo su cristianismo tiene sentido".
Cuando su madre le preguntaba si sufría mucho, contestaba: "Jesús me quita las manchas con la lejía incluso los puntos negros y la lejía quema. Así cuando llegue a Paraíso seré blanca como la nieve". Estaba convencida del amor de Dios para con ella, llegando a asegurar después de una noche particularmente dura: "Sufría mucho, pero mi alma cantaba…".
A los amigos que iban a verla, poco antes de partir para el cielo, les confiará: "No os podéis imaginar cuál es ahora mi relación con Jesús.... Advierto que Dios me pide algo más, más grande. Quizás podría quedarme sobre esta cama durante años, no lo sé. Me interesa sólo la voluntad de Dios, hacerla bien en el momento presente: estar al juego de Dios. Si ahora me preguntaran si quiero caminar [al avanzar la enfermedad se le paralizan las piernas y sufre dolorosas contracciones] diría que no, porque así estoy más cerca de Jesús".
En una cartulina había escrito esta petición a la Virgen: "Madre Celeste, te pido el milagro de mi curación; si eso no forma parte de la voluntad de Dios, te pido la fuerza de no ceder nunca", y permaneció fiel a este compromiso.
Chiara participaba todos los días, en la medida que podía, de la Santa Misa: allí recibía al Jesús que tanto amaba; frecuentemente leía la palabra de Dios y la meditaba. En los últimos encuentros con su Obispo manifestaba un gran amor a la Iglesia.
Mientras tanto el mal avanzaba y los dolores aumentaban...pero salía ni un quejido de sus labios, sin jaculatorias como: "¡Contigo, Jesús; por ti, Jesús!", preparándose así para el encuentro con el Esposo. Así vivía Chiara sus últimos momentos sobre la tierra, por eso pidió a su madre que el último día la vistiese de novia, eligió los cantos y las peticiones para su Misa de funeral, una celebración que deseaba fuese una "fiesta", dónde "nadie tendrá que llorar".
Recibiendo por última vez a Jesús Eucaristía parecía inmersa en Él y suplicaba que se le recitase la oración: «Ven, Espíritu Santo, mándanos del Cielo un rayo de tu luz».
No tenía miedo de morir. Le había dicho a su madre: "Ya no le pido a Jesús que venga a tomarme para llevarme al Paraíso, porque todavía quiero ofrecerle mi dolor, para compartir un poco más con él la cruz".
Y el "Esposo" vino a llevársela al alba del 7 de octubre de 1990, después de una noche muy atormentada. Era el día de la Virgen del Rosario. Estas fueron sus últimas palabras: "Mamá, se feliz, porque yo lo soy. Adiós".
Al funeral celebrado por el Obispo, acudieron centenares y centenares de jóvenes y numerosos sacerdotes. Los miembros del Gen Rosso y del Gen Verde elevaron los cantos elegidos por ella.
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Página web de Chiara Luce Badano
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