Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares
Dom XXIX A
22-X-2023
Nos encontramos en el s. VI antes de Cristo. El pueblo judío, vencido por Nabucodonosor, llevaba muchos años exiliado en Babilonia. Ahora, en Persia, crece un nuevo poder, el de Ciro, que conquista reino tras reino hasta hacer lo propio con la gran Babilonia. Y, una vez conquistada Babilonia, decreta la libertad del pueblo judío: después de setenta años, pueden volver a su tierra y reconstruir Jerusalén y el Templo.
Nabucodonosor no conocía al Dios de Israel, al Dios verdadero; Ciro tampoco. Cada uno de ellos obró según sus propias luces e intereses: uno castigando con el cautiverio, otro concediendo la libertad. Pero ambos, sin saberlo, obedecían al único Señor del mundo y de la historia, que por medio de Nabucodonosor corregía el pecado de su pueblo, y por medio de Ciro curaba sus heridas y seguía adelante con su proyecto de salvación universal: dar al mundo a Jesús, su Hijo.
Ciro es un instrumento de Dios: «Yo —dice Dios, y este “yo” hay que enfatizarlo— yo te he tomado de la mano para que gobiernes las naciones…» Es Dios quien gobierna, y no de forma caprichosa, sino siguiendo un plan benéfico para sus elegidos: Todo esto —viene a decir Dios— lo he hecho «por mi siervo Jacob, por mi escogido, Israel».
No estamos en manos de este o de aquel poder benigno o maligno, de sus decisiones justas o injustas. Por encima de todos, está el Dios bueno que hizo el cielo y la tierra, y nosotros estamos en sus manos. Si gozamos del bienestar, alabaremos a Dios. Si sufrimos la injusticia o la crueldad, entenderemos que Dios desea algo de nuestro dolor. Tomaremos como ejemplo a nuestro Señor, cuando escucha las palabras del poderoso Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo potestad para soltarte y potestad para crucificarte?». Él, con una humildad llena de majestad, responde: «No tendrías ningún poder sobre mí, si no se te hubiera dado de lo alto». ¡Cuánta libertad de espíritu nos da esto! Cuando sufrimos a gobernantes ignorantes y malvados, o cuando poderes crueles se ciernen sobre nosotros… sabemos que solo Dios gobierna y que estamos en sus manos. Él nos conduce por caminos que no conocemos y así aprendemos que tampoco nosotros somos nuestros propios señores. Por dos veces lo dice en Isaías: «Yo soy el Señor y no hay otro. Fuera de mí no hay dios».
A un reconocimiento más profundo de que somos de Dios nos llevan las palabras de Jesús. Los fariseos le preparan una trampa. Le mandan algunos de sus pupilos junto a unos herodianos. Fariseos y herodianos eran enemigos acérrimos. Los fariseos consideraban que los partidarios de Herodes eran hombres impíos, vendidos al placer y a Roma. ¡Pero se unen a ellos contra Jesús! Recordad esto para no engañaros: Jesús tiene un solo defensor, su Padre. El Espíritu de Cristo dice en el salmo: «Tú conoces mis senderos, y que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa … Nadie mira por mi vida. A ti grito, Señor, … tú eres mi refugio» (Sal 142,4-6). Tenemos un solo refugio: el Padre que Cristo nos ha dado, su propio Padre, el Dios verdadero. De ningún poder humano nos vendrá la salvación, solo de Dios.
Se acercan a él con el halago, como si pudieran corromperle con suaves palabras. Le llaman «maestro», cuando no tienen ningún deseo de aprender de él, ni les importa el camino hacia Dios. Su corazón es mentiroso, aunque sus palabras son verdaderas: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias». Sí, Cristo enseña el camino a Dios, un camino verdadero. No un camino de «sí» y «no», no un camino de dudas y oscuridades, sino un camino lleno de la luz de la verdad: la verdad de quién es Dios y de cuál es el camino que lleva a él. Él marca la verdad y la mentira, el bien y el mal, para que no nos engañen y para que no nos engañemos a nosotros mismos. Cristo no es un maestro de dudas e incertezas. Todo lo contrario: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida».
Tras el halago, le hacen una pregunta que es una trampa: «¿debemos o no pagar impuesto al César?». Si contesta afirmativamente, los fariseos le acusarán de colaborar con los paganos y los idólatras. Si contestaba negativamente, los herodianos le acusarán de rebelión. La respuesta de Jesús es afirmativa: el tributo al César se debe pagar porque la moneda lleva la imagen del César y es del César: «Dad al César lo que es del César». Pero la respuesta continúa. Si al César hay que darle lo suyo, también a Dios hay que darle lo que es suyo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». ¿Y qué es de Dios? Todo, la creación entera y, sobre todo, el hombre, el culmen de la creación de Dios, que lleva su imagen. Todo hombre, también Nabucodonosor y Ciro y César, se debe a Dios.
Aquí aparece una enseñanza de gran importancia para la doctrina social de la Iglesia: El poder político tiene su autonomía —como la ciencia tiene su campo, o la estética el suyo–. Hay una justa autonomía entre el ámbito político y el religioso. Y, sin embargo, todos somos de Dios y todos tendremos que rendir cuentas ante él. Tenemos autonomía, pero nuestras leyes y nuestras decisiones no pueden contradecir el orden natural, la verdad y la ley que Dios ha impreso en su creación.
Sin embargo, la respuesta de Jesús va más allá, se dirige directamente a lo más íntimo de nosotros. Muchos Padres de la Iglesia y muchos santos lo han puesto de manifiesto. Nosotros somos el oro, la moneda de Dios, porque en nosotros Dios ha impreso su imagen. Desde el principio somos su imagen: la razón y la voluntad que nos hacen libres y capaces de amor, capaces de Dios. Y Cristo perfeccionó esta imagen original grabando en ella, con la cruz, su amor, elevándonos con su gracia y haciéndonos pasar de criaturas a hijos. Nuestra naturaleza y nuestra alma, cada alma, original e irrepetible, lleva la marca de Dios. Y cada uno de nosotros, amados singularmente en la cruz, lleva la marca de su amor, que nos une a él, que vence la muerte y nos hace hijos. No nos pertenecemos.
Con eso volvemos a Isaías: «Yo soy el Señor y no hay otro». Solo que después de la obra de Cristo, somos de Dios no solo en razón de su creación, sino también en razón de la sangre que derramó por nosotros. Él no solo es nuestro Creador providente, sino el único que puede tocar nuestra alma con un amor que vence la muerte y nos eleva a un amor eterno y perfecto.
Nuestra alma solo responde ante él. Con palabras de san John Henry Newman: «Solo él crea, solo él redime, ante su mirada imponente iremos a la muerte, en su visión consiste nuestra eterna felicidad» . Somos de Dios, vivamos despiertos ante esta verdad; y, conforme a ella, demos a Dios lo que es de Dios.

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

P. Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del Domingo XXIX del tiempo ordinario, ciclo A
En la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de ALCALÁ DE HENARES
22 de octubre de 2023
Autor-1607;Enrique Santayana
Fecha-1607Domingo, 22 Octubre 2023 15:51
Tamaño del Archivo-1607 76.48 KB
Descargar-1607 24