16-X-2022
«¿Habrá fe en la tierra?»
Hoy el Señor nos exhorta a pedir a Dios. Así comienza san Lucas: «Les decía una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer». Aquí orar equivale a pedir a Dios. Hay otras formas de oración, pero hoy Jesús habla de la oración de petición a Dios.
Ahora bien, la última frase del Señor nos da la clave para comprender la profundidad y el dramatismo de esta exhortación a orar: «Pero, cuando venga el hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». La pregunta busca un examen del propio corazón. Porque para orar es necesaria la fe. Repito sus palabras: «Pero, cuando venga el hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?».
Jesús quería inculcar en aquellos que le escuchaban la necesidad de pedir sin desfallecer, pero veía sus corazones y seguramente en ellos veía incredulidad. Jesús ve también nuestro corazón, ¿qué ve en el nuestro: incredulidad o fe?
La fe nos enseña quién es Dios: nuestro Padre; y nos enseña a vivir como hijos: a esperarlo todo de Él. Y, por lo tanto, nos enseña a dirigirnos a él y a pedirle lo que necesitamos.
Primero, la fe nos enseña quién es Dios, nuestro Padre. Solo su amor le llevó a crearnos para que llegásemos a ser sus hijos y solo su amor nos hizo sus hijos en el bautismo, de su propia «familia», si puede hablarse así de la comunión que es la Trinidad. Nos hace hijos y nos alimenta con el pan de los hijos, con la Eucaristía, que solo los bautizados pueden comer. Y la grandeza de lo que significa ser hijos de Dios se manifestará cuando Cristo vuelva, tal como dice la Escritura: «La creación entera aguarda expectante la plena manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19).
El juez de la parábola, siendo impío e injusto, termina por escuchar a la viuda. ¿Creéis que Dios no va a escuchar a sus hijos? ¿Creéis que después de haber querido que su Hijo derramase la sangre por vosotros, se va a desentender de vosotros, de vuestras necesidades, de vuestros sufrimientos? ¿O creéis que les hará esperar tanto que su alma, abatida, deje de orar y pierda la fe? No, rotundamente no. Es necesario que sus hijos perseveren en la oración y que aprendan a esperar pacientemente, pero Dios no les dará largas, no retrasará tanto sus dones que quien le pide desespere. Lo dice Jesús: «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar». Pero hay que pedir a Dios y no cansarse después de las primeras oraciones. Hay que pedir perseverando en la oración, con insistencia, como la viuda de la parábola.
Segundo, la fe nos enseña a vivir como hijos, esto es, a esperarlo todo de él y a pedirle todo lo que necesitamos y es bueno. No podemos pedir cualquier cosa. Conocemos la ley de Dios y conocemos el Evangelio y el Padrenuestro. Podemos distinguir lo que podemos y no podemos pedir a Dios. Y, además, debemos pedir también fiándonos de Dios, diciendo: «Te pido esto que creo que es bueno, pero tú sabes más y conoces lo que es más beneficioso, hágase como tú veas que es mejor». Jesús lo hizo antes que nosotros: «Padre, aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres».
Por lo tanto, la fe es el corazón de la oración. Nos enseña a quién pedimos, a nuestro Padre, y nos enseña cómo pedir, con confianza.
Pero el hijo verdadero no solo pide con confianza, pide también con humildad; antes que imponer su propia voluntad quiere hacer la voluntad de su Padre. «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (cf. Jn 4,24), les dice Jesús a los suyos. Y también nos dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). A esta humildad nos ayuda la perseverancia. Si recibiésemos sin necesidad de perseverar en la oración, nos creeríamos una mentira diabólica: que Dios está a nuestro servicio y que los dioses somos nosotros. Nos haríamos hijos engreídos, soberbios con nuestros hermanos y soberbios con Dios, dignos de vivir con los diablos. La perseverancia nos enseña la verdad: que Dios nos da sus dones movido solo por su bondad y su amor; y que nosotros dependemos de Dios, que nuestra vida y los deseos más profundos del alma están en su mano. Nosotros no podemos asegurar para nosotros o para los nuestros las cosas verdaderamente importantes. ¿Quién puede asegurar a un hijo la vida dichosa? ¿Quién puede asegurar a un hijo la alegría, la paz del corazón, la virtud, el cielo, la vida eterna? La perseverancia nos enseña que las cosas que valen no podemos conseguirlas nosotros: solo podemos recibirlas de Dios. La viuda pedía por necesidad, sabía que dependía del juez. Nosotros debemos aprender a pedir con humildad, como pobres, porque realmente necesitamos de Dios y dependemos de él.
La perseverancia, la oración constante, agranda el alma que suplica a Dios, la hace más grande para acoger sus dones, la hace humilde y la purifica de los deseos que no son dignos del don de Dios. La perseverancia en la oración hace que una fe pobre se haga valiosa, se fortalezca y se haga meritoria. Pidamos con perseverancia, como la viuda.
¿Creéis que Cristo nos dice que pidamos con perseverancia, para luego no darnos? ¿Creéis que habla así para engañar a los infelices con falsas promesas? Pues pedid con fe cosas buenas, hasta el milagro. Perseverad en vuestra oración. Ocupad vuestro sitio delante de él y volved a vuestra petición un día tras otro y, si perseveráis con fe, veréis el milagro. Orad con fe, confiando en vuestro Padre. Y os hará justicia de las cosas que os oprimen, sean hombres o demonios, sean enfermedades u otras desgracias. La oración perseverante es escuchada. De una forma u otra, Dios la atenderá. Pidamos a nuestro Padre las gracias que necesitamos con fe, con humildad y con perseverancia.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
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