XXIX Dom. C – 19-X-2025
«Cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,8)
La Escritura nos presenta hoy la oración en el centro de una lucha por la vida: Israel es atacado y Josué sale a la batalla mientras Moisés sube al monte y eleva los brazos hacia Dios, suplicando la victoria, suplicando la vida. Mientras Moisés ora así, vence Josué. La oración perseverante es dura, es también penitencia, y Moisés tiene que ser auxiliado para mantener los brazos en alto, para mantener la oración. Solo así el Pueblo de Dios alcanza la victoria sobre el enemigo que quiere aniquilarlo. La oración es una cuestión de vida o muerte. Y en la lucha decisiva de la vida es el único medio del que no podemos prescindir.
Estamos acostumbrados a lo contrario: confiamos en lo que podemos hacer con medios humanos y, consumidos esos medios, entonces rezamos un poco. La escena de Josué combatiendo a Amalec, con Moisés en el monte, con sus manos extendidas hacia Dios, ayudado por Aarón y Jur, nos dice lo contrario: el medio necesario para la victoria es la oración, de ella depende la supervivencia del Pueblo: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra». No nos salvará nuestra fuerza, ni nuestro valor, ni nuestra inteligencia: «Yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria» (Sal 44,7). Tampoco de las fuerzas de este mundo nos vendrá la salvación: ni del poder político, ni del poder económico, ni de la ciencia: «No os salvará Asiria» (Os 14,3); «¡Ay de los que buscan auxilio en Egipto!» (Is 31,1). La salvación solo nos viene del cielo: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra». Y la oración, y la penitencia que la hace persistente, es el instrumento para invocar el auxilio del cielo.
Es necesario, ahora, que entendamos cuál es la guerra en la que estamos metidos nosotros y para la cual la oración es el medio necesario. Vamos al Evangelio. Jesús venía hablando del tiempo en el que él volvería como juez, un tiempo caracterizado por la apostasía generalizada, esto es, por el rechazo de los hombres (Cf.: Lc 17,25). Así como la mayoría de Israel reprobó a Cristo en su primera venida, así habrá un gran rechazo de Cristo antes de su vuelta como juez. Y la lucha para la cual es necesaria la oración consiste en mantener la fe. En medio de un mundo que nos dice que Cristo ya no cuenta, que la salvación hemos de buscarla nosotros en esta tierra y que no existe más que esta vida, en medio de un mundo dominado por el mal y la injusticia, por la avaricia, por el amor al dinero, por el egoísmo y el crimen, por la lujuria desbordada… En medio de un mundo que detesta la verdad y persigue de mil formas al que busca a Dios y quiere seguir su ley, la lucha definitiva es mantener la fe: la certeza de que Dios existe y lo ha creado todo, que se nos ha revelado en su Hijo hecho hombre como un Dios trino, un Dios que es amor, y que nos ama, personalmente, hasta el extremo de la cruz, que me ha abierto el camino de la vida eterna, la vida con él. Mantener la fe es mantener esta certeza sobre Dios y acogerlo a él, su oferta de salvación, su amor, su persona, y entregarme yo a él y caminar por el camino de sus mandatos, ponerme en sus manos, y decir: «Padre nuestro…». Pues bien, «en los últimos tiempos [cuya llegada desconocemos, pero que se anticipa siempre en el presente de la Iglesia] será tan grande la iniquidad de los hombres y tan generalizada la apostasía, que cualquier medio humano será absolutamente ineficaz; solo quedará el gran remedio de la oración» (Dolindo Ruotolo).
En medio de esa lucha, él vendrá como juez justo a socorrer a los que claman a él día y noche. Tomará a los suyos y dejará al resto. Unos y otros vivimos juntos, trabajamos juntos, vamos juntos por la calle: «Estarán dos juntos: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán» (Lc 17,34-35). Es el juicio del juez justo[1]. «El fiel (el que mantiene la fe) será tomado, el infiel, será dejado»[2] (San Ambrosio).
Solo la oración constante es capaz de mantener la fe. Y por eso Jesús, «para enseñarles que era necesario orar siempre, sin desfallecer, les dijo una parábola». La parábola pone frente a frente a una viuda y a un juez inicuo. La viuda en la Biblia, junto con el huérfano, es el ser más desvalido del pueblo, depende de la bondad de los otros. En la parábola, la viuda, indefensa, sufre la injusticia, y clama al juez, pero es un juez inicuo, «ni temía a Dios, ni le importaban los hombres». La viuda no tiene ninguna posibilidad, pero insiste, sin cansarse, es inoportuna, hasta que logra que el juez la atienda. Y Jesús saca la conclusión de la parábola: Si el juez injusto termina haciendo justicia a la viuda, «¿no hará justicia Dios a sus elegidos que claman a él día y noche? ¿Acaso Les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar». ¿Pero nos daremos cuenta nosotros de que nos encontramos en medio de una guerra y de que el mundo quiere arrancarnos la fe y separarnos de Dios? ¿No vemos al mundo avanzar posiciones en nuestra propia familia y dentro de nosotros mismos? ¿No nos daremos cuenta de que en esta guerra estamos en una situación de debilidad, cada cristiano personalmente y la Iglesia en su conjunto? ¿Seguiremos creyendo que nos ayudará tal o cual partido político? ¿Seguiremos creyendo que saldremos adelante con las armas de este mundo? La salvación no nos viene de nuestra astucia en la lucha política; ni de ocupar las cátedras de las universidades y poder exponer nuestra visión del mundo, del hombre y de Dios. No recibiremos la salvación por copar los medios de comunicación, aunque sea con la sana intención de hacer llegar a muchos el mensaje evangélico… Los cristianos laicos tendrán que luchar en todos esos lugares, como Josué en el llano, pero el único medio del que no podemos prescindir es la oración: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra».
Estamos en una guerra por la fe, y en una situación de debilidad grande. Sin embargo, tenemos un arma poderosa: la oración. Cuando un hombre eleva los ojos al crucifijo y suplica, hace un acto de fe y mantiene viva su fe. Cuando un hombre se arrodilla ante el Santísimo y gime por el dolor que le supera o que no entiende, hace un acto de fe y mantiene viva su fe. Cuando un hombre, en medio del pecado generalizado, que también le llega a él y muerde su alma, eleva sus ojos al cielo y clama misericordia, hace un acto de fe y mantiene viva la fe. Cuando un hombre ve peligrar la unidad de su matrimonio y reza el Rosario, implorando el auxilio de la Madre de Dios, hace un acto de fe y mantiene la fe en medio de su desconsuelo. Cuando un hombre deja sus ocupaciones cotidianas y se pone ante el Santísimo para adorar, hace un acto de fe y mantiene viva la fe. Este es el punto fundamental. El Señor vendrá y hará justicia a los suyos, les dará la salvación que esperan; pero, ¿estaré yo entre esos que claman a él día y noche? «¿Encontrará fe en la tierra?». La oración es una cuestión de vida o muerte, porque en la lucha decisiva de la vida, la lucha por mantener la fe, la oración es el único medio del que no podemos prescindir.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
[1] Esa separación aparece también, expresada de otra forma, en el anuncio del juicio final de san Mateo, donde el Juez justo separa a los hombres como se separa las ovejas de las cabras (Cf.: Mt 25,32-33)
[2] SAN AMBROSIO, Exposición del Evangelio según san Lucas, VIII, 52. Cf.: «La comunidad de vida no iguala los méritos de los hombres» (Ibid.: VIII, 47)Archivos:
Homilía del Domingo XXIX, del tiempo ordinario, ciclo C
19 de octubre de 2025
Iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares