El segundo: que después de esta vida, nos espera la vida sin fin, bien para la dicha, bien para el infierno, pero sin fin; que ya después de la muerte, el alma vive para la dicha –aunque tenga que pasar por la purificación–, o para el infierno; que al final de los tiempos el cuerpo resucitará y participará de la suerte del alma: la vida dichosa o el infierno. Que la vida dichosa es la vida con Dios; que el infierno es la vida sin Dios y en la absoluta soledad, en la negación de toda comunión y de todo amor. Pero, lo que Cristo ha posibilitado, para todos los que no desprecian su amor, es la vida eterna, la vida plena de cuerpo y alma, con él, en Dios.
La vida eterna plena del hombre en Dios, con Cristo, es una nueva creación inaugurada por la resurrección de Cristo. Él, al resucitar de entre los muertos, ha abierto al hombre la puerta de una resurrección como la suya. Lo dice san Pablo y lo hemos cantado en el aleluya: «Él es el primogénito de entre los muertos», el primero de muchos, el primer hombre que ha vencido la muerte.
La afirmación de la resurrección de Cristo y de la resurrección del hombre tiene un significado: que el vínculo de amor creado por Cristo con nosotros no morirá jamás. La vida cristiana es una relación amorosa con Jesús y, a través de él, con Dios. Su resurrección, ya acaecida, y la nuestra, esperada, es la afirmación de que ese amor no morirá jamás. Y esa relación es el núcleo de todos los bienes que esperamos y que llamamos «cielo». El cielo es la participación del hombre de la vida del amor de Dios Trino, la vida eterna, lo que afirmamos cuando en el Credo confesamos la verdad de la «resurrección de la carne» o «resurrección de los muertos».
En el evangelio de hoy vemos que unos saduceos, que niegan la resurrección, se acercan a Jesús para ridiculizar esta creencia en la resurrección. Expliquemos esto.
La mayoría del pueblo de Israel, fariseos incluidos, creía en una resurrección posterior a la muerte. Dios había ido revelando poco a poco, durante los siglos previos a la venida de Cristo, esta verdad. No era la creencia más antigua en Israel. La creencia más antigua es que no había vida después de la muerte, ni corporal ni espiritual. Que la vida presente, don de Dios, es todo y en ella Dios hace justicia, castigando o premiando, con riquezas, con honor, con hijos, con una vida plena… o lo contrario. Frente a esta creencia antigua, Dios había ido revelando poco a poco en los siglos previos a la venida de Cristo, que Él daría vida a los muertos y que en esta vida resucitada haría justicia. Esta verdad aparece ya en los salmos, en el libro de Job, en los profetas y muy claramente en el libro de los Macabeos, como hemos escuchado en la primera lectura.
Así, la creencia en la resurrección había ido abriéndose paso y, en tiempos de Jesús, la mayoría del pueblo de Israel, incluidos los fariseos, creían en ella. Los fariseos eran el grupo emergente en Israel. Su poder político, religioso y económico se hacía cada vez más fuerte. Frente a ellos estaban los saduceos, que eran el grupo más antiguo de hombres ricos y poderosos, entre los que estaban la familia de los sumos sacerdotes. En tiempo de Jesús eran aún los que más poder tenían. Estos negaban la resurrección.
En el evangelio se acercan a Jesús ridiculizando la idea de la resurrección: Si los muertos resucitan, ¿de quién será la mujer que ha estado casada con siete maridos? Ridiculizaban la creencia en la resurrección, entendiendo la resurrección como un volver a esta vida. Jesús afirma lo que Dios ya había revelado: que los muertos resucitarán. Pero introduce algo que aún no había sido revelado: que esa resurrección no sería para una vida como esta, sino una vida en Dios. La dificultad de los saduceos no tiene sentido, porque los muertos no resucitarán para una vida como esta, sino la vida en Dios: «serán como ángeles», dice Jesús.
Qué sea esta vida en Dios solo empieza a aclararse con la resurrección del propio Jesús: cuando él resucita como hombre verdadero, pero a la vida de Dios, a una vida que no tiene ya nada que ver con la muerte, ni con el pecado, ni con ningún tipo de límite, sino que participa de la vida de Dios y tiene en Dios su centro absoluto.
En la resurrección de Jesús empezará a comprenderse lo que aquí dice Jesús: «Dios es un Dios de vivos. Para él todos están vivos». Es decir, Dios no nos ha creado para la muerte, sino para la vida y todos viviremos para él, porque él, que es el amor creador, es también el amor hacia el que todo amor humano tiende. Todo amor humano verdadero pervivirá, pero transformado en una corriente de amor que tendrá en Dios su principio y su fin. La vida eterna será vivir con este amor como centro y sol absoluto.
Podemos tener esta certeza: pasará esta vida con su escena cambiante de gozos y sufrimientos parciales, y, si no hemos negado la gracia de Dios, Él será el objeto de nuestro amor y nosotros, cada uno, el objeto del suyo. Podemos afrontar la vida con esta certeza en el alma: «al despertar me saciaré de tu semblante, Señor».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
En la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares