III DOMINGO DE ADVIENTO
17-XII-2023
«Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4)
El ministerio de Juan, el Bautista, tuvo un aspecto duro, áspero, que inspiró temor, y otro aspecto luminoso, que inspiró gozo y alegría. El aspecto duro tiene que ver con el pecado del hombre al que se dirige, nuestro pecado, que él debe denunciar y remover, para purificar y renovar. Este aspecto duro se resume en las palabras que Mateo y Lucas nos recuerdan de él: «Ya toca el hacha la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego» (Mt 3,10). Pero este ministerio de rigor está en función de la luz que viene, del perdón que se acerca, del amor que llama a la puerta. Y san Juan, el discípulo amado, que primero fue discípulo del Bautista y después de Jesús, cuando recuerda a su primer maestro, dice: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él». El discípulo amado entendió que el rigor del Bautista estaba en función del amor, de la luz, que es Cristo.
Al ver al Bautista y su predicación vigorosa, muchos pensaban si no sería él el Mesías prometido. Desde Jerusalén los miembros del Sanedrín enviaron algunos levitas y sacerdotes a preguntarle. Querían saber si él era el Mesías, aquel prometido por Dios y esperado por los justos de Israel. También nosotros podemos preguntarnos si la denuncia del pecado y la llamada a la conversión es lo que podemos esperar de Dios, lo que Dios nos da. ¿Es el semblante severo del Bautista lo que podemos esperar de Dios? Desde luego que el Bautista, con su llamada a la conversión, viene de Dios, pero ¿es esto todo lo que Dios nos da? ¿Esto es todo lo que podemos esperar? ¿Será solo el temor lo que tenga que mover nuestra vida hacia Dios?
El Bautista mismo les dice a los enviados del Sanedrín: «Yo no soy el Mesías». Es decir, yo no soy el contenido de la promesa divina, yo no soy lo que Dios ha pensado daros, el don que Dios os va a dar, no soy aquello que debéis esperar de Dios. La plenitud no soy yo. Yo no soy nada, solo llamo a la penitencia, no tengo más poder que señalar lo que es vuestro, el pecado y la tristeza que engendra, el miedo, la injusticia, la amargura de la envidia y del odio… Eso es lo que yo señalo y es vuestro, no de Dios, sino vuestro. Por lo tanto: «Yo no soy el Mesías».
Yo solo bautizo con agua, que uso como símbolo de purificación y de penitencia, pero Dios ha preparado algo mucho más grande para vosotros: la luz y el gozo que viene detrás de mí. Aquí aparece el aspecto luminoso del ministerio del Bautista: viene uno mucho más grande que yo, al que no soy digno de desatarle la correa, y viene con algo que no es vuestro, sino de Dios. Viene con la misericordia, la luz, el amor. «Él os bautizará con Espíritu Santo», no en agua, sino en Espíritu Santo, esto es, en el amor de Dios. Os sumergirá en el amor de Dios y de este amor renaceréis como hijos de Dios. No como meros hombres, sino como hijos de Dios. Y sobre todo: Ya está entre vosotros. No tenéis que esperar más siglos, ni más años, ni más días. No le conocéis, pero ya está entre vosotros, ya está «en medio de vosotros». Así el testimonio duro del Bautista se transforma en testimonio lleno de luz, cuando señala al que viene detrás de él. Viene «como testigo, para dar testimonio de la luz».
El profeta Isaías nos describe al que viene con el Espíritu Santo, nos describe al Mesías, al que ha sido ungido con el Espíritu Santo antes de la creación del mundo y viene ahora como hombre lleno de ese mismo Espíritu para derramar sus gracias divinas sobre el hombre, viene con los dones del cielo que se derraman sobre nosotros y superan nuestros pecados y todas sus tristes consecuencias: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad; para proclamar un año de gracia del Señor». Jesús sí es el Mesías, el que ha sido ungido con el Espíritu de Dios, él sí es todo lo que podemos y debemos esperar. Él viene con los dones de Dios. Él es Dios que se nos da, para elevar nuestra pobre condición hasta hacernos partícipes de él. Como dirá san Pablo: «En él Dios ha hecho residir toda la plenitud […] En él están ocultos, [en él se encierran,] todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia […] En él habita corporalmente la plenitud de la divinidad». (Ef 1,19; 2,3.9).
Esta es la razón por la cual la liturgia de hoy nos llama al gozo y a la alegría, con las palabras de san Pablo: «Estad siempre alegres». No por nosotros, sino por el que viene a nosotros desde Dios. Nuestra alegría nos viene de Dios. De nosotros viene el pecado y todo lo que arrastra. La alegría nos viene de Dios. Y como Dios viene, como Dios está entre nosotros, la misma Palabra de Dios dice: «Estad siempre alegres». San Pablo conoce bien dónde está la fuente de la alegría, por eso junto a la exhortación a la alegría dice: «rezad», «sed constantes en rezar». Porque nuestra alegría viene de Dios, debemos acudir a él y entrar en diálogo amoroso con él. Sin esta relación de la oración, hecha de fe, de amor y de esperanza, volvemos sobre nosotros, cerramos nuestra relación con la luz y vuelve la oscuridad y la tristeza que nos es propia. El hombre sin Dios es triste y no tiene futuro, ni esperanza.
La llamada a la alegría es también una llamada a la oración, a la escucha, al diálogo amoroso y obediente con Dios. La alegría va de la mano de la oración. A veces todo lo que nos rodea nos invita a olvidarnos de la oración y de Dios. Parece que solo el trabajo es útil y que solo la diversión nos puede traer algo de dicha, que la oración no sirve de nada. Parece que la oración es para los que ya no pueden trabajar o los que ya no saben o no pueden divertirse. Sin embargo, ya sabemos por experiencia que hagamos lo que hagamos, trabajemos o nos divirtamos, si nos olvidamos de Dios, al final solo cosechamos tristeza. Solo de Dios nos viene la luz y la alegría. ¡Alegraos siempre en el Señor!
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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