I Domingo de Adviento. C
1-XII-2024
«Verán al Hijo del hombre» (Lc 21,27)
Está Jesús en el Templo de Jerusalén y le hacen considerar la grandeza y la belleza del Templo. Entonces él aprovecha para advertirles: «De todo esto no quedará piedra sobre piedra». Los que lo oyen se asustan porque el Templo es el símbolo de su nación, de lo que han recibido de sus antepasados… Además, la destrucción del Templo solo puede suceder si Israel entra en guerra y es castigado por su enemigo; por tanto, implica la calamidad, la pobreza, la muerte… Por último, el Templo es el signo de la elección divina y de la cercanía de Dios; su destrucción significa que Dios los abandona… En una palabra, la destrucción del Templo significa la destrucción de todo lo que aman.
Entonces, como es lógico, le preguntan a Jesús cuándo ocurrirá eso, querrían no tener que verlo, pero lo verán. Las palabras de Jesús se cumplieron con exactitud en el año setenta, aunque Jesús no les desvela el momento, lo que hace es tomar la destrucción del Templo y de Jerusalén como símbolo de lo que ocurrirá cuando llegue el fin del mundo, porque de todo el mundo manchado por el pecado no quedará piedra sobre piedra. De todo lo que el hombre ha construido de espaldas a Dios, enorgulleciéndose en sus miserias, no quedará piedra sobre piedra.
Sin embargo, Dios obra siempre el bien. Cuando Jerusalén fue destruida en el año setenta, los cristianos entendieron que ellos eran el Nuevo Israel y el Templo de Dios. Así, la destrucción del Templo no dejó al mundo sin Dios, al contrario, los hombres de todos los pueblos pudieron encontrar a Dios, de una forma nueva y más plena, en la Iglesia Católica. De forma similar, el fin de este mundo afectado por el pecado señalará el inicio de una tierra nueva y un cielo nuevo, donde la comunión del hombre con Dios será perfecta, mucho más que la que perdimos por el pecado original en el Paraíso.
San Juan en el Apocalipsis, lo contempla así en su visión: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra ya han pasado… Y vi la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz … que decía: “Esta es la morada de Dios con los hombres. Él vivirá entre ellos, ellos serán su pueblo y Él … será su Dios”. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo anterior ha pasado. “Mira, hago nuevas todas las cosas”». Y dice otras muchas cosas maravillosas de esta nueva creación en la que los fieles convivirán con Dios.
Por tanto, así como la destrucción del Templo de Jerusalén fue necesaria para que la Iglesia apareciese como la nueva casa de Dios, así es necesario que todo este mundo nuestro sea destruido, para que aparezca, resplandeciente, la nueva creación.
En el Evangelio de hoy Jesús empieza describiendo el fin de todas las cosas: «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas». La angustia de las gentes es la angustia de los que han puesto su confianza en sus propias obras y proyectos, y en este mundo que pasa. Pero Jesús, después de afirmar que su venida será precedida por un tiempo de angustia, sigue: «Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria». El «Hijo del hombre» es él, el Hijo de Dios que se ha hecho hijo de hombre, hombre verdadero. Él vendrá no como vino la primera vez, en la pobreza, en la humildad, sin que más que unos pocos lo supieran, rodeado del «silencio de Dios», sino de forma sobrenatural, con gran poder y gloria, para culminar la obra de la redención, es decir, de nuestra liberación. Por eso Jesús exhorta a los suyos a no dejarse llevar por el miedo, ni por la tristeza, sino a erguirse de las miserias y levantar la cabeza: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación».
Los cristianos vivimos de fe y de esperanza. La fe tiene como contenido fundamental lo que Cristo hizo por nosotros: murió y resucitó. La esperanza tiene como contenido lo que él nos ha prometido: que vendrá, que nos librará definitivamente de todo lo que tiene que ver con el pecado y con la muerte, que hará nuevas todas las cosas, y gozaremos de él y con él de su Padre, como Padre nuestro. Vivimos de fe y de esperanza. Por eso, cada vez que nos juntamos y celebramos la Misa, que es la actualización de lo que Cristo ya ha hecho por nosotros, repetimos las palabras del Apocalipsis: «Ven, Señor, Jesús». Lo que la liturgia del Adviento remarca de las palabras de Cristo que hemos escuchado es que él viene, y con él nuestra liberación. Seremos definitivamente liberados, para adentrarnos en el amor infinito de Dios, sin que nada obstaculice nuestro amor. Porque la libertad está en función del amor.
El Adviento que empezamos hoy nos enseña a levantar la cabeza hacia nuestro Salvador, a llamarlo, a esperarlo. Y espera quien tiene la cruz grabada por la fe en el corazón y quien se sabe necesitado de salvación. Ese mantiene viva la esperanza y el deseo de su vuelta. Y ante este deseo todo se empequeñece. Todo, por grande que sea, sufrimientos o gozos, se vuelve nada en la espera de su venida. Él, su persona, llena el deseo del alma. Sin él no hay salvación. Sin él la eternidad sería despreciable, sin él no hay cielo. Él, el que nos amó. Él es el contenido de nuestra esperanza.
La espera que levanta al cielo los ojos queriendo abreviar los días de su vuelta es el latido que da vida a la liturgia de hoy. Pero Jesús sabe que esta venida no será inminente. Entre su resurrección y su vuelta gloriosa se abre el tiempo del mérito de nuestro amor. Es nuestro hoy, del que añade Jesús: «Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra». Será una característica de los tiempos que precedan a la venida de Cristo, que el alma humana se vea sofocada por la búsqueda constante de los placeres y por las preocupaciones de la vida presente. Eso ya ocurre. La búsqueda sin freno del placer, a veces con formas refinadas, a veces de forma brutal; el trabajo sin pausa para dar respuesta a las necesidades de la vida presente; la necesidad ansiosa de buscar distracciones en el tiempo libre… todo eso nos hace olvidar las necesidades espirituales y asfixia el alma. Para quien así vive, la venida de Cristo significará no ganancia, sino pérdida, un lazo.
Debemos vigilar nuestro corazón, para que no se embote, para que no se endurezca ante el amor de Cristo, para que no deje de confiar en él, ni deje de creer, ni deje de esperar. Esta es la gran prueba. Mirad que no se nos pide ser impecables, sino que no nos abandonemos al pecado, que no nos embotemos ni con los placeres, ni con los trabajos e inquietudes de la vida.
Los sufrimientos, que acompañarán el fin de los tiempos y el fin de nuestras vidas personales, pondrán de manifiesto la verdad de nuestro corazón: embotado por las cosas de este mundo, o despiertos, esperando al que nos ha de liberar. Los sufrimientos caen sobre los corazones embotados como una losa que los aplasta: pierden la fe, dejan de confiar y desesperan, se incapacitan para recibir al que viene de lo alto. Esos mismos sufrimientos llegan a los que esperan a Cristo y ellos mantienen la fe y la esperanza. Cuando Cristo llega, lo reconocen y Cristo no los defrauda: «Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre». La verdad de cada hombre se revela en su final.
Jesús, que nosotros nos mantengamos firmes en la fe, que nuestros días transcurran en el ejercicio del amor a ti y a nuestros hermanos, que la oración nos mantenga despiertos, que los sacramentos nos sostengan, que cuando llegue la hora de nuestra muerte, nuestra alma esté levantada hacia ti y tú nos des la libertad final que nos capacita para el amor eterno. Que veamos entre los justos tu venida gloriosa a este mundo. Que entre los santos, te veamos glorioso en este mundo en el que te humillaste y nos amaste. Que veamos el fin del pecado y el surgir de la Nueva Jerusalén, donde tú lo serás todo.
¡Ven, Señor, Jesús!
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del I Domingo de Adviento,
1 de diciembre de 2024
Iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
1 de diciembre de 2024
Iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares