Homilía en el Batusimo del Señor, 2020
Se abrieron los cielos
«Vino Jesús desde Galilea al Jordán
y se presentó a Juan para que lo bautizara»
¿Qué es el bautismo de Juan? Tiene relación con el pecado y con la muerte. Se reconoce el pecado y se pide perdón por él. Ser sumergido en las aguas es un símbolo de muerte. La muerte es la consecuencia del pecado. Introducirse en las aguas bautismales expresa la asunción de la culpa y de la pena del pecado, pero pidiendo a Dios misericordia y un nuevo inicio, una nueva vida. El bautismo de Juan es la asunción del pecado, la petición de perdón y la súplica de una vida nueva.
Jesús no tenía nada por lo que pedir perdón; entonces, ¿por qué se presenta para ser bautizado? No se trata de un mero ejemplo de humildad, como a veces se ha dicho. Aunque nosotros debamos tomar toda su vida como un ejemplo, las acciones de Cristo nunca son mera exterioridad, como algo que en realidad no tengan que ver con él, acciones extrínsecas a su persona divina y a su doble naturaleza. En realidad el Hijo de Dios asume su misión: «el Cordero de Dios que [carga y] quita el pecado del mundo». Jesús inicia el camino que le llevará a la cruz, asumiendo su final: su muerte, su sepultura. Es la consecuencia de cargar con el pecado de los otros que él ha hecho suyo por amor, las consecuencias del pecado de los otros, con los que él se ha identificado. «Se hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21). El bautismo anticipa el sí de Jesús, el sí de su sacrificio por el hombre. Es un hito en el camino de su amor por el hombre, que llegará a su culmen en la cruz–eucaristía: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo», con lo que se ve a las claras que el amor de Cristo no es el puntual momento de la cruz, sino un camino que empieza mucho antes. Se hizo hombre para esto y desde que se hizo hombre dio los pasos humanos necesarios para alcanzar la plenitud del amor.
y se presentó a Juan para que lo bautizara»
¿Qué es el bautismo de Juan? Tiene relación con el pecado y con la muerte. Se reconoce el pecado y se pide perdón por él. Ser sumergido en las aguas es un símbolo de muerte. La muerte es la consecuencia del pecado. Introducirse en las aguas bautismales expresa la asunción de la culpa y de la pena del pecado, pero pidiendo a Dios misericordia y un nuevo inicio, una nueva vida. El bautismo de Juan es la asunción del pecado, la petición de perdón y la súplica de una vida nueva.
Jesús no tenía nada por lo que pedir perdón; entonces, ¿por qué se presenta para ser bautizado? No se trata de un mero ejemplo de humildad, como a veces se ha dicho. Aunque nosotros debamos tomar toda su vida como un ejemplo, las acciones de Cristo nunca son mera exterioridad, como algo que en realidad no tengan que ver con él, acciones extrínsecas a su persona divina y a su doble naturaleza. En realidad el Hijo de Dios asume su misión: «el Cordero de Dios que [carga y] quita el pecado del mundo». Jesús inicia el camino que le llevará a la cruz, asumiendo su final: su muerte, su sepultura. Es la consecuencia de cargar con el pecado de los otros que él ha hecho suyo por amor, las consecuencias del pecado de los otros, con los que él se ha identificado. «Se hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21). El bautismo anticipa el sí de Jesús, el sí de su sacrificio por el hombre. Es un hito en el camino de su amor por el hombre, que llegará a su culmen en la cruz–eucaristía: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo», con lo que se ve a las claras que el amor de Cristo no es el puntual momento de la cruz, sino un camino que empieza mucho antes. Se hizo hombre para esto y desde que se hizo hombre dio los pasos humanos necesarios para alcanzar la plenitud del amor.
«Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
“Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”».
La actitud del Bautista nace de un sentimiento justo: sabe que el mayor es el que bautiza al pequeño y Jesús es más grande que él, «no merezco desatarle la correa de las sandalias» (Lc 3,16), y anterior a él, «Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo» (Jn 1,30).
“Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”».
La actitud del Bautista nace de un sentimiento justo: sabe que el mayor es el que bautiza al pequeño y Jesús es más grande que él, «no merezco desatarle la correa de las sandalias» (Lc 3,16), y anterior a él, «Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo» (Jn 1,30).
«Jesús le contestó: “Déjalo ahora.
Conviene que así cumplamos toda justicia”».
La justicia es que el hombre cargue con las consecuencias del pecado, pero la justicia de Dios es cargar él mismo, hecho hombre, con esas consecuencias. Así volvemos a lo de antes: Cristo asume el pecado y sus consecuencias, el bautismo anticipa la muerte; y la futura muerte en cruz será la conclusión del bautismo en el Jordán. Por eso Jesús hablará de su muerte en cruz como de un bautismo: «¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?» (Mc 10,38); y también: «Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12,50). Por eso también la iconografía oriental representa las aguas del Jordán como si fueran un sepulcro que abraza el cuerpo de Jesús.
La sorpresa del Bautista ante Jesús, que viene a ser bautizado, ha de ser nuestra sorpresa viendo al justo que viene a hacernos justicia y cargar por nosotros con nuestro pecado. Ahora vemos ya lo que significa que el Hijo de Dios haya nacido como hombre: algo más que compartir nuestra naturaleza. Es una identificación no solo con nuestra naturaleza, sino con nosotros mismos. Se identifica conmigo y ocupa mi lugar. Esta obra suya, que él llegue a ser yo, es la obra del amor. Hasta este extremo llega la identificación esencial de Dios con su pueblo, que ya se había anunciado en la revelación de la zarza: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3,14). No queramos resistirnos a un amor tan inmerecido, dejemos que Dios nos haga justicia. Ciertamente somos nosotros los que deberíamos cargar con la culpa, sufrir sus consecuencias y suplicar el perdón, pero no despreciemos la gracia de Dios; no sumemos pecado a pecado, impidiendo que sea Él quien se adentre por nosotros en la muerte.
Conviene que así cumplamos toda justicia”».
La justicia es que el hombre cargue con las consecuencias del pecado, pero la justicia de Dios es cargar él mismo, hecho hombre, con esas consecuencias. Así volvemos a lo de antes: Cristo asume el pecado y sus consecuencias, el bautismo anticipa la muerte; y la futura muerte en cruz será la conclusión del bautismo en el Jordán. Por eso Jesús hablará de su muerte en cruz como de un bautismo: «¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?» (Mc 10,38); y también: «Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12,50). Por eso también la iconografía oriental representa las aguas del Jordán como si fueran un sepulcro que abraza el cuerpo de Jesús.
La sorpresa del Bautista ante Jesús, que viene a ser bautizado, ha de ser nuestra sorpresa viendo al justo que viene a hacernos justicia y cargar por nosotros con nuestro pecado. Ahora vemos ya lo que significa que el Hijo de Dios haya nacido como hombre: algo más que compartir nuestra naturaleza. Es una identificación no solo con nuestra naturaleza, sino con nosotros mismos. Se identifica conmigo y ocupa mi lugar. Esta obra suya, que él llegue a ser yo, es la obra del amor. Hasta este extremo llega la identificación esencial de Dios con su pueblo, que ya se había anunciado en la revelación de la zarza: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3,14). No queramos resistirnos a un amor tan inmerecido, dejemos que Dios nos haga justicia. Ciertamente somos nosotros los que deberíamos cargar con la culpa, sufrir sus consecuencias y suplicar el perdón, pero no despreciemos la gracia de Dios; no sumemos pecado a pecado, impidiendo que sea Él quien se adentre por nosotros en la muerte.
«Entonces Juan se lo permitió.
Apenas se bautizó Jesús, salió del agua…»
Apenas se bautizó Jesús, salió del agua…»
«Se abrieron los cielos»
Si el bautismo que Juan predicaba, el bautismo con que bautizaba a los que acogían su predicación, expresaba la asunción del pecado, la petición de perdón y la súplica de una vida nueva, ahora se manifiesta la respuesta de Dios a este bautismo cuando es Jesús quien lo hace suyo. Dios transforma y da eficacia al bautismo de Juan cuando es Jesús quien lo asume. Jesús ha hecho suya la súplica de los que le preceden y Dios rompe su silencio. Cuando Jesús hace suya la culpa del hombre y asume su consecuencia y pide perdón, da eficacia a la súplica del hombre pecador, da eficacia a nuestro dolor y a nuestras lágrimas. Con su súplica se abre el cielo. Cristo transforma el gesto en sacramento, en signo eficaz de la gracia de Dios.
Si el bautismo que Juan predicaba, el bautismo con que bautizaba a los que acogían su predicación, expresaba la asunción del pecado, la petición de perdón y la súplica de una vida nueva, ahora se manifiesta la respuesta de Dios a este bautismo cuando es Jesús quien lo hace suyo. Dios transforma y da eficacia al bautismo de Juan cuando es Jesús quien lo asume. Jesús ha hecho suya la súplica de los que le preceden y Dios rompe su silencio. Cuando Jesús hace suya la culpa del hombre y asume su consecuencia y pide perdón, da eficacia a la súplica del hombre pecador, da eficacia a nuestro dolor y a nuestras lágrimas. Con su súplica se abre el cielo. Cristo transforma el gesto en sacramento, en signo eficaz de la gracia de Dios.
«Se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”»
El Verbo eterno ha tomado nuestra carne, se ha unido a cada hombre y se presenta llevando el pecado de todos. Y el pecador es declarado Hijo y es ungido por el Espíritu Santo, por el amor eterno con el que el Padre unge al Hijo. En Cristo estábamos nosotros, asumidos por él, pidiendo perdón, asumiendo la culpa, esperando misericordia. En Cristo estábamos nosotros, siendo perdonados, ascendiendo de las aguas como de la muerte, viendo que el cielo se abría y se eliminaba la distancia con Dios, escuchando la palabra de Dios que nos hacía sus hijos y recibiendo el don del Espíritu.
Es aquí donde se da la «epifanía», la manifestación de Dios, que cierra el ciclo litúrgico de la Navidad. El nacido en el silencio y en el secreto de Belén, del que dan testimonio los ángeles a los pastores y la estrella a los Magos, recibe en este momento, cuando asume su misión y anuncia su muerte, el testimonio de Dios, la complacencia del Padre y la unción del Espíritu Santo. Esta epifanía es también un adelanto de la resurrección, cuando la humanidad asumida por el Hijo Eterno alcance con la resurrección su plenitud en la Trinidad: como Hijo y como Ungido.
Para nosotros, el bautismo de Cristo es la indicación a seguirle: ha venido hasta donde yo estaba, para que ahora le siga, aferrado a él por los lazos del amor. Él llega a mí movido por un amor poderoso y capaz del milagro. Yo, para unirme a él, no necesito un amor poderoso que no tengo, es él quien ha descendido y me ha tomado. Yo he de identificarme con él con el único amor con el que soy capaz, este amor débil, que él perfeccionará.
El Verbo eterno ha tomado nuestra carne, se ha unido a cada hombre y se presenta llevando el pecado de todos. Y el pecador es declarado Hijo y es ungido por el Espíritu Santo, por el amor eterno con el que el Padre unge al Hijo. En Cristo estábamos nosotros, asumidos por él, pidiendo perdón, asumiendo la culpa, esperando misericordia. En Cristo estábamos nosotros, siendo perdonados, ascendiendo de las aguas como de la muerte, viendo que el cielo se abría y se eliminaba la distancia con Dios, escuchando la palabra de Dios que nos hacía sus hijos y recibiendo el don del Espíritu.
Es aquí donde se da la «epifanía», la manifestación de Dios, que cierra el ciclo litúrgico de la Navidad. El nacido en el silencio y en el secreto de Belén, del que dan testimonio los ángeles a los pastores y la estrella a los Magos, recibe en este momento, cuando asume su misión y anuncia su muerte, el testimonio de Dios, la complacencia del Padre y la unción del Espíritu Santo. Esta epifanía es también un adelanto de la resurrección, cuando la humanidad asumida por el Hijo Eterno alcance con la resurrección su plenitud en la Trinidad: como Hijo y como Ungido.
Para nosotros, el bautismo de Cristo es la indicación a seguirle: ha venido hasta donde yo estaba, para que ahora le siga, aferrado a él por los lazos del amor. Él llega a mí movido por un amor poderoso y capaz del milagro. Yo, para unirme a él, no necesito un amor poderoso que no tengo, es él quien ha descendido y me ha tomado. Yo he de identificarme con él con el único amor con el que soy capaz, este amor débil, que él perfeccionará.
Los cielos se han abierto no gracias a mí, pero sí para mí. ¡Porque él se identificó conmigo!
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
P. Enrique Santayana C.O.Archivos:
Homilía en el día del Bautismo del Señor,
año 2020 en la iglesia de las Bernardas.
Enrique Santayana
ORATORIO DE SAN FELIPE NERI