EL BAUTISMO DEL SEÑOR [1]
7-I-2024
«Fue bautizado por Juan en el Jordán»
El ciclo litúrgico de Navidad desemboca en la Epifanía y en el Bautismo del Señor. Ayer celebrábamos la Epifanía, hoy el domingo del Bautismo del Señor. La tradición litúrgica y contemplativa de la Iglesia ha unido siempre tres escenas de la vida de Jesús, como un tríptico, que nos hablan de su epifanía, es decir, de su manifestación. La primera es la de los Magos de Oriente, que escuchábamos ayer, que básicamente nos dice que Jesús es la luz de todos los hombres, el Salvador universal, único Salvador. La segunda escena es la de hoy, el Bautismo del Señor en el Jordán, que nos muestra dos cosas: a Jesús, el hombre, como el Hijo de Dios y el Ungido por el Espíritu Santo; y a este mismo Jesús asumiendo, como Hijo obediente, su misión de Redentor, esto es, su camino hacia la cruz. La tercera escena que tradicionalmente se ha unido a estas dos es la de las bodas de Caná, donde Jesús manifiesta con su primer signo el misterio que esconde su humanidad y su misión. Vamos a la escena del Jordán.
San Marcos es muy escueto, como si no quisiera distraernos en detalles. Después de haber hablado de Juan, la voz que gritaba en el desierto para preparar los caminos del Redentor, nos presenta enseguida otra voz, la del Padre, que resuena sobre el Jordán. La voz de Juan anunciaba, la de Dios proclama presente al Salvador.
Juan mostraba solo un camino de arrepentimiento, de penitencia y súplica de perdón, eso representaba su bautismo de agua. Pero anuncia al Redentor como aquel que bautizará no ya con un signo de penitencia y purificación, sino con el infinito Amor, esto es, con el Espíritu Santo. «Yo os he bautizado con agua, pero él [el Mesías] os bautizará con Espíritu Santo».
El camino vital de Juan había sido extremadamente duro, no solo por su austeridad radical, sino porque siempre es duro llamar a la penitencia y a la conversión. Jesús quiso dar consuelo a su primo haciéndole ver cumplido su anuncio, cómo la penitencia era complementada y perfeccionada por el don del amor divino, y más aún, haciendo que este bautismo de Espíritu Santo se viese inaugurado por su mano. Porque la efusión del Espíritu Santo se inició cuando Juan bautizó en las aguas de la penitencia a Jesús. «Sucedió que, por aquellos días, llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Apenas salió del agua…» Y continúa el relato. Dios es generoso con sus siervos humildes, obedientes y fieles y sabe pagar con aquello que está en el centro de sus deseos, con la manifestación de su Hijo. El Bautista fue consolado con lo que daba vida a los deseos de su alma: la manifestación del Redentor.
Seguramente no hay mejor forma de mirar esta escena que ponerse en el lugar de Juan el Bautista, que tanto había clamado, que tanto había gritado y esperado. Introdujo a Jesús en el Jordán y lo sumergió. Para los demás judíos que se acercaban era una súplica que pedía a Dios perdón. Pero Jesús no se sumergió en el agua para pedir perdón, sino para decir: «Sí, Dios ha escuchado vuestras súplicas y yo vengo a tomar sobre mí todos vuestros pecados. Yo tomaré vuestro pecado, yo moriré, yo os abriré el camino a Dios». El bautismo de Cristo es un acto de amor, es el sí de Jesús a su muerte redentora, por eso en la iconografía de los cristianos orientales se representan las aguas del Jordán como si fuera el sepulcro que acoge el cuerpo de Cristo. Cristo descendió al pequeño río que lleva la suciedad del hombre y abrió el océano de la misericordia divina. Lo abrió la potencia de su amor, de su amor de Hijo a Dios, de su amor de hermano al hombre. En este momento las aguas del bautismo son santificadas y ya no solo imploran el perdón, sino que lo dan, regeneran al hombre y le dan el don de la vida nueva.
Los cielos se abrieron y descendió visiblemente el Espíritu Santo. Al principio de la creación, sobre las aguas sin vida aún, aleteaba ese mismo Espíritu, para hacer posible la vida: «La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas». Ahora desciende el Espíritu para la nueva creación, para hacer fecundo el sacrificio de Cristo, que entra en las aguas como Víctima. El Padre hace escuchar su voz complaciéndose en el Hijo que se entrega, y lo unge y lo rodea con esta llama del infinito Amor, el Espíritu Santo.
Es un momento solemne: la vida de la Santísima Trinidad ilumina la tierra.
Cuando el Hijo obediente escucha la voz del Padre, reconoce el mismo amor paterno que lo levantará de la fosa de la muerte y lo exaltará sobre toda la creación como Señor. La voz del Padre hace que los cielos se abran, que prácticamente desaparezcan en la inmensa luz que se difunde de su gloria. De su profundidad luminosa una blanca llama que semeja una paloma viene como el infinito Amor con el que el Padre se complace en el amor obediente del Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». Esta escena solemne es un icono de la vida trinitaria, en la cual el Espíritu Santo es espirado por el Padre y el Hijo en su mutuo amor.
El evangelista lo dice todo en pocas palabras, porque fue como un relámpago de luz fulgurante. Es el esplendor de la verdad: el Padre que, al complacerse en Jesús y ungirle con su Espíritu, abraza toda la creación que el Hijo ha hecho suya al hacerse hombre. Dios, al complacerse en Cristo, se complacía en su obra, en el hombre, por amor al cual dio inicio a todo el universo.
Queridos todos, nosotros, todos nosotros, hemos participado sacramentalmente en este bautismo de Cristo, del bautismo del Jordán y del bautismo de su muerte y de su resurrección. Nuestro bautismo es participación real de la muerte y resurrección de Cristo. Pero unidos a Cristo, también nosotros hemos de ocupar libremente y por amor nuestro puesto en el plan de Dios y consumar el sacrificio. Los sacramentos del bautismo y de la confirmación nos capacitan para la Eucaristía, que es comunión con el sacrificio de Cristo. Cada uno de nosotros ha de participar, comulgar, en el sacrificio de Cristo, conforme al plan de Dios y conforme a la propia vocación. Ocupar ese puesto en el sacrificio de Cristo no se hace sino en diálogo amoroso y filial con Dios. No se trata de una cumplir una función (la función de padre, o de esposa, o de sacerdote…), se trata de responder al amor de Dios y de amar. Cada uno ha de preguntar a Dios sobre su lugar propio en este sacrificio amoroso. Cada uno, ante la mirada de Dios ha de responder y decidir, un día tras otro, si ocupar ese lugar o no.
Que Dios, que nos ha hecho hijos suyos por el bautismo, nos conceda la gracia de vivir, de amar y de morir como hijos.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Homilía en la solemnidad del Bautismo del Señor
7-I-2024
Iglesia del Oratorio de san Felipe Neri, Alcalá de Henares
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[1] Gran parte de lo dicho aquí está tomado de: DOLINDO RUOTOLO, I Quattro Vangeli, (Casa Mariana Editrice, Frigento 2019) 614.