Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

Sagrada Familia
31-XII-2023

«Elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3,12)

Quiero comenzar con unas palabras dichas tal día como hoy por Benedicto XVI: «Dios quiso revelarse naciendo en una familia humana y, por eso, la familia humana se ha convertido en icono de Dios. Dios es Trinidad, es comunión de amor, y la familia es, con toda la diferencia que existe entre el Misterio de Dios y su criatura humana, una expresión que refleja el Misterio insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el matrimonio llegan a ser en "una sola carne" (Gn 2, 24), es decir, una comunión de amor que engendra nueva vida. En cierto sentido, la familia humana es icono de la Trinidad por el amor interpersonal y por la fecundidad del amor»[1].

En esta realización del amor humano el hombre empieza a gustar la dicha del amor, la felicidad del amor. ESTAMOS HECHOS PARA EL AMOR y en la familia comenzamos a gustarlo. Allí, como padre o como madre, como hijo, como hermano, como esposo o como esposa, aprendemos que el fundamento de la vida, lo bueno y hermoso de la vida, es el amor. El amor que gustamos en la familia es un bien presente, del que ya vivimos, pero también nos habla de un bien mayor, de un amor mayor. En la belleza del amor humano verdadero aprendemos a buscar el amor con mayúsculas, aprendemos a buscar el amor de Dios, a Dios mismo. El amor humano también tiene límites. Lo vemos todos los días en nuestras familias, los límites de nuestra naturaleza (la muerte, la enfermedad y tantos otros grandes y pequeños límites) y también los límites de nuestros pecados, a veces, pecados tremendos que oscurecen la verdad del amor. Pero en todos estos límites también aprendemos a buscar el amor que no tiene límites, el amor perfecto, el que nos creó, el que nos llamará personalmente en la hora de nuestra muerte a su presencia, aquel que constituirá la dicha eterna de nuestra alma, el amor divino.

Por esto es tan importante el amor conyugal y la familia. Por eso el diablo quiere destruirla y confundir el matrimonio con lo que no lo es, la familia con lo que no lo es, el amor con lo que no lo es.

El Antiguo Testamento había mostrado ya que el amor de la familia está vinculado con el camino del hombre hacia Dios. Así, el primer mandamiento de la vida es el amor a Dios, pero el primer mandamiento de la segunda tabla, de aquella que habla del amor al prójimo, es el amor a los padres: amor práctico, real, agradecido, que da gracias y honra, amor a veces gozoso y a veces doloroso y sacrificado. Pero siempre, el amor a los padres es camino para el amor divino: «Quien honra a su padre, expía sus pecados […], cuando rece, será escuchado […] Quien honra a su madre obedece a Dios […] La compasión hacia el padre no será olvidada».

También en el Antiguo Testamento la fecundidad del matrimonio, los hijos, se dirigían hacia Dios, más allá de la complacencia entre el esposo y la esposa. Y lo hará, entre otras cosas, con un rito que se cumplía cuarenta días después del nacimiento del primogénito. Primero era consagrado, entregado y dedicado a Dios, como si los padres ya no tuvieran derecho a él, reconociendo así que el origen y el destino de su amor y de su fruto más amado está en Dios. Pero en el mismo rito de la consagración, se ofrecía un rescate, una cantidad de plata, para que el hijo, ya propiedad de Dios, volviese al ámbito de la familia, del cuidado del padre y de la madre. Sí, la vocación de los padres es cuidar de quien es su hijo, pero que es con anterioridad hijo de Dios.

Ese rito coincidía con el de la purificación de la madre, del que también habla el evangelio de hoy: «cuando se cumplieron los días de la purificación», dice al principio. Y vuelve a hacer referencia a este rito para la madre cuando dice que ellos entregaron la oblación de un par de tórtolas o dos pichones. Pero de este rito que afectaba a la madre no voy a hablar hoy.

Jesús es ofrecido, consagrado a Dios, como todos los primogénitos de Israel, pero él no es rescatado, no se ofrece la plata por él, porque él pertenecerá siempre a Dios como Hijo único y está destinado a ser el sacerdote que ofrezca el rescate por todos los hombres de parte de Dios, a quien todos pertenecen como hijos.

Pero lo que vemos aquí, en todo caso, es que la familia es el lugar humano donde el hombre es llevado a Dios y conoce a Dios, su misión y su destino. También aquí se revela quien es Jesús y cuál es su destino. Él es el Salvador enviado por Dios, la gloria de Israel, la luz de todas las naciones. El hombre conoce quién es y cuál es su vocación y su destino, en la relación amorosa con Dios, a la que lleva y conduce la familia, como un pedagogo. El amor familiar introduce en el divino y allí el hombre aprende quién es y aprende su vocación.
 
San Pablo nos manifiesta que no solo es necesario que un padre y una madre engendren a los hijos. Es también necesario que el verdadero amor guíe, guarde y marque la vida cotidiana de esa familia. Pero para acoger sus palabras debemos hacer el esfuerzo de convertir nuestra mente y pensar no en términos en los que el mundo nos ha enseñado a mirar las relaciones familiares, sino a mirarla conforme a lo que es el amor en la Santísima Trinidad y en su obra salvífica.

La lógica del mundo sobre el amor es, muy a menudo, la lógica del diablo, que se resume en esta afirmación: «no serviré». La lógica de Dios es no diría contraria, sino totalmente distinta a ella, la lógica del amor trinitario. Y en la Trinidad, aunque las tres personas son el mismo Dios y comparten la misma dignidad divina, hay Uno que es principio, el Padre; otro por el que todo viene hecho, el Hijo; y otro que es vínculo de amor, el Espíritu Santo. Si la divisa del diablo se cifra en su «no serviré», el Hijo, por el contrario, cuando entra en el mundo dice: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad», lema que se repite en la vida de Jesús muchas veces, como en el Huerto de los Olivos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». El Hijo hecho hombre obedece a su Padre del Cielo porque ya en la Trinidad él lo recibe todo del Padre. Ahora, a nosotros, Dios, amándonos y eligiéndonos como hijos, nos ha hecho de su familia. Este es el principio del que parte san Pablo: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia…». Es la lógica divina, la que debe guiar y perfeccionar nuestras relaciones humanas, sobre todo la familia.

Para no alargarme: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor». Según la sumisión del Hijo eterno a su Padre, según la sumisión de Jesús a María y a José, así, mujeres, sed sumisas al que en la vida familiar representa, de forma principal, al Padre de la Trinidad. El amor sumiso de las esposas tiene su origen en el amor sumiso de Cristo al Padre, como Hijo eterno. «Maridos, amad a vuestras mujeres». En otro lugar, el apóstol concretará este amor del esposo poniéndolo en relación con el amor que lleva a Cristo a dar su vida en la cruz. También, para los esposos el origen y el ejemplo de su amor es el de Cristo, y como él, a modo de sacerdote familiar ha de ofrecerse en holocausto por la esposa y los hijos. Por último: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo». En la obediencia al padre y a la madre, los hijos aprenden la obediencia a Dios, aprenden a fiarse de quien les da la vida, el Creador, y ve más lejos que ellos, se adiestran para la fe a Dios, que es el principio de la vida cristiana. 

Que Dios bendiga nuestros matrimonios y nuestras familias, que sepamos vivir del amor que nos viene de Dios y dirigir hacia su amor trinitario todo lo que somos y todo lo que hacemos, para que nuestro amor alcance solidez y eternidad en el divino, para que el fruto de nuestro amor, nuestros hijos, alcancen la perfección del amor de Dios.

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

Enrique Santayana C.O.

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Homilía el 31 de diciembre de 2023, Domingo de la Sagrada Familia
Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares
Fecha-1615Lunes, 01 Enero 2024 17:22
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[1] BENEDICTO XVI, Angelus 27 de diciembre de 2009.