Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

II Domingo de Navidad
5-I-2025

«Puso su tienda entre nosotros» (Jn 1,14)

Queridos hermanos,
 
Dios ha querido estar con el hombre. Ha venido a nosotros haciéndose hombre y así nos muestra esta verdad: que quiere estar con nosotros. Afirma el Evangelio: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Pensemos en esta afirmación: El Verbo es el Hijo de Dios y Dios verdadero. Hacerse carne significa que se hizo hombre de verdad, que la persona del Verbo, Dios verdadero, sin dejar de ser lo que era, empezó a ser hombre. Y desde ese momento lo es para siempre. La expresión «habitó entre nosotros» traduce un texto griego que dice literalmente «puso su tienda entre nosotros». Esto de «poner la tienda», que queda oscurecido por la traducción, recuerda aquellos años en los que Israel caminaba por el desierto y la tienda del encuentro, donde los judíos reconocían la presencia de Dios, acompañaba su peregrinar hacia la tierra prometida. Jesús es la nueva tienda del encuentro, el nuevo Templo. En Jesús Dios se encuentra con su pueblo y dialoga con él. Al hacerse hombre, Dios ha roto todas las distancias, para compartir en toda nuestra vida, para estar con nosotros de la forma más real posible. Esto es lo que significa «habitó entre nosotros», «puso su tienda entre nosotros».
 
Este hecho corresponde al querer eterno de Dios, que ha querido estar con su pueblo de una forma cada vez más cercana y más «real».
Mirad lo que dice el libro del Eclesiástico. Allí aparece un ser personal, llamado «la Sabiduría», que delante de Dios proclama: «Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y nunca jamás dejaré de existir». Es la afirmación de una existencia que viene del Dios y que es anterior al tiempo, a la creación de todas las cosas. Después sigue diciendo: «Ejercí mi ministerio —es decir, “mi servicio”— en la Tienda Santa —es decir, la tienda del encuentro—». El ministerio de la Sabiduría en la tienda del encuentro era dar a Israel el conocimiento necesario para andar el camino de la vida. No se trata del conocimiento que se adquiere por la observación de los fenómenos naturales y que dará lugar a lo que llamamos las ciencias, sino de otro conocimiento que solo Dios puede darnos: el conocimiento de quién es él. Curiosamente, al darnos a conocer quién es él, nos desvela el misterio de nosotros mismos. Cuando Dios se nos da a conocer, nos descubre que él es nuestro Creador y nuestro destino, así empezamos a comprender el misterio que somos para nosotros mismos. Solo Dios es nuestra meta, la única que hace que la vida del hombre pueda ser una vida cumplida, no un perderse en la sombra de la materia o del tiempo, en la nada. Este conocimiento de nuestro propio ser a la luz del ser de Dios no es producto de la investigación humana, lo da Dios, su Sabiduría. A Israel le dio este conocimiento dándole el Decálogo, las «diez palabras». El Antiguo Testamento insiste en que el Decálogo había sido dado por Dios, escrito por él mismo en piedra. Y así era custodiada en la tienda del encuentro. «El Creador del universo me dio una orden, el que me había creado estableció mi morada y me dijo: “Pon tu tienda en Jacob”». La Sabiduría acompaña el peregrinar de Israel en el Decálogo que guarda la tienda del encuentro. Pero a Dios no le ha bastado darnos su Ley, ha querido estar de una forma más real entre nosotros, lo que nos vuelve a llevar a las palabras del Evangelio: «Puso su tienda entre nosotros».
La pregunta es qué ha pasado entre las palabras del Eclesiástico, escritas en su forma original alrededor del año 180 antes de Cristo, y las palabras de san Juan: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Lo que ha pasado es que ha nacido Jesús. San Juan ha convivido con él, lo ha visto hacer milagros, ha escuchado su enseñanza y ha reconocido que Jesús no solo traía el conocimiento de Dios, sino que él mismo era Dios. San Juan ha reconocido que Jesús traía al hombre la vida de Dios, lo que llamamos «la gracia»: «La Ley fue dada por medio de Moisés, la gracia y la verdad, nos han venido por medio de Jesucristo». Lo que ha ocurrido es Cristo, que ha venido Cristo, que da carne y sangre a las promesas y los anuncios del Antiguo Testamento[1], que ha hecho real el querer de Dios. Así que nuestra Sabiduría ya no está escrita en piedra, sino que es alguien vivo y amante: Cristo. Nuestra Sabiduría es alguien que vive con nosotros, y en la relación con él conocemos a Dios y recibimos la vida de Dios. El querer de Dios ha sido vivir con nosotros, de la forma más estrecha y real posible.
 
Ahora quiero insistir en otro aspecto de esta verdad. Cristo no ha puesto su tienda para luego irse, sino que permanece. La Iglesia entera es su Cuerpo que se extiende por el mundo entero y llega a cada rincón, en cada momento de la historia. Ese Cuerpo somos nosotros y todos los que nos precedieron y todos lo que vendrán después, unidos a Cristo de forma real por la fe y los sacramentos. La presencia de Cristo es real entre nosotros, en su Cuerpo que es la Iglesia, y es real de forma eminente en la Eucaristía. Sin esta presencia real, el texto del Evangelio que leemos sería como una parte del Antiguo Testamento, solo una promesa. Es su presencia real la que hace que el Evangelio, y todo el Nuevo y el Antiguo Testamento, sea una palabra viva. Él vive entre nosotros y su palabra resuena viva en nuestros oídos. Él resuena en nuestros oídos y en nuestras almas.
 
Una consecuencia más que debemos aprender. La imagen de la tienda que usa san Juan es una evocación de la peregrinación por el desierto. Y una peregrinación tiene una meta. El Verbo no se ha hecho hombre solo para para compartir nuestra vida y nuestra muerte. ¡Eso ya sería una gran misericordia! Ha venido para llevarnos más allá de todos los límites propios de nuestra naturaleza humana, y más allá de todos los límites que nos impuso el pecado. Para llevarnos más allá de nuestro amor limitado, más allá de un amor que muere, a algo que no hubiéramos podido imaginar: la vida y el amor perfecto de Dios. San Pablo dice que Dios «nos eligió antes de crear el mundo […] predestinándonos a ser sus hijos adoptivos». El querer de Dios es también adoptarnos como hijos, hacernos partícipes de la vida divina del Hijo Eterno en la Trinidad. Es un don tan grande que casi ni nos lo creemos. Estamos tan acostumbrados a mirar hacia el suelo, a nuestra vida pobre, que no nos hacemos a la idea de la grandeza de nuestro destino. Por eso san Pablo suplica: que Dios «ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos».
No alcanzamos esta meta automáticamente, porque esta meta es una comunión de amor y el amor no se impone. El amor se ofrece: ese es el Verbo hecho carne. El amor genera un espacio y un tiempo de libertad, para que respondamos a quien nos ha amado: este es nuestro hoy y la importancia y la gravedad de cómo vivimos el momento presente. Solo después se alcanza la meta, «la gloria que da en herencia a los santos». Aprendamos ahora a amar al Verbo que se ha hecho hombre y está vivo entre nosotros, andemos con él el camino de la vida, caminemos cada día sin separarnos de él para alcanzar a Dios.

 

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.

[1] BENEDICTO XVI, Deus caritas est 12: «La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito».

 

Archivos:
Homilía del domingo 5 de enero de 2025
Domingo II después de Navidad
En la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares
Autor-1647;P. Enrique Santayana Lozano C.O.
Fecha-1647Domingo, 05 Enero 2025 17:06
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