SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
1-I-2025
«Encontraron a María, y a José, y al niño» (Lc 2,16)
La fiesta de la Natividad se prolonga durante ocho días, «la octava de Navidad, hasta hoy, cuando la Iglesia señala a María y dice: es la madre de Dios, el título de la solemnidad que celebramos. Vamos a mirar, primero, por un momento al niño que ha nacido; luego, volveremos la vista sobre su Madre.
En Israel, el octavo día después del parto era el día en que el recién nacido recibía un nombre, que no era elegido por mero gusto. Tenía un significado. Quería decir algo de la identidad y de la misión del niño. Ahora bien, ¿cómo se puede conocer la identidad de un recién nacido?, ¿cómo se puede adelantar lo que será quien aún no puede mostrar ni capacidades, ni preferencias? La respuesta es: su familia, su padre, su madre y otros miembros de la familia. Es un hecho que el padre y la madre tienen de alguna forma en sus manos quiénes serán sus hijos. Los hijos son, en gran medida, lo que reciben de sus padres: su forma de mirar el mundo, sus gustos, lo que en general esperan de la vida… y tantas cosas que definen quiénes somos. Justamente por este motivo, en el Israel de tiempos de Jesús el niño recibía habitualmente el nombre de alguno de la familia.
¿Quién era el niño nacido de María y qué nombre debía recibir? En este caso, el nombre les viene dado por el ángel, que en el momento de la anunciación le había dicho a María: «Le pondrás por nombre Jesús». Este nombre, que viene del cielo, dice quién es este niño y cuál es su misión. Jesús, en hebreo, significa «Dios salva». Esa es tanto la identidad como la misión del niño. Es Dios porque su Padre es Dios, no José. El Dios verdadero había engendrado a su Hijo Único desde toda la eternidad y, en un momento concreto de la historia, quiso que se hiciera hombre y naciera como hombre, y le da el nombre que dice que es su Hijo, Hijo de Dios y Dios verdadero, que viene a salvar. Porque nada hará, nada sufrirá, nada gozará, nada enseñará, nada dirá, que no sea para la salvación del hombre. Todo es «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». Jesús es Dios que salva. Su nombre hace referencia a Dios y hace referencia a nosotros. Su nombre expresa así su amor hacia nosotros. ¡Dulce nombre de Jesús! En el nombre de Jesús nos encontramos Dios y nosotros. Es hermoso ver cómo en el evangelio que hemos escuchado de san Lucas, al niño se le llama así, sin más, «el niño», hasta que recibe el nombre de forma solemne. En ese nombre estamos ya nosotros, amados por Dios.
Miremos ahora a María. A veces, se la compara con un sagrario. En el sagrario reservamos el cuerpo de Cristo, la Eucaristía. Y María llevó en su seno a Cristo. Sin embargo, María es mucho más. Un sagrario no le da nada a Jesús, María le da al Verbo su humanidad. Y su humanidad lleva, desde entonces, los rasgos de María: algunos heredados por pura genética, otros aprendidos en su compañía. El Dios que nos salva se parece a María y aprendió de María. Pues bien, el Verbo se hizo hombre, tomó esa humanidad como propia y se identificó con ella, no durante un tiempo, sino para siempre; y así, el Verbo, sin dejar de ser el Hijo de Dios, pasó a ser el niño nacido de María, Jesús, el Dios que salva. Y así María vino a ser la Madre de Dios.
Este hecho nos abre a un misterio enorme: el misterio de una mujer, de nuestra naturaleza, que tiene una relación única con Dios, no repetida ni antes ni después en ninguna otra criatura. En este misterio nos podemos sumergir por la contemplación y siempre será más grande de lo que podamos entender y podamos decir de él. Ahora, nos conformamos con decir llenos de asombro: Tú, que eres de nuestra misma naturaleza, eres la madre del que está por encima de toda naturaleza. Tú, que participas de nuestro ser, eres madre de quien da el ser. Tú eres la Madre de Dios. María no fue un sagrario de bronce o de oro, sin vida y sin voluntad, sino que fue, es y será, la Madre de Dios. El vínculo entre esta Madre y su Hijo no se rompe nunca.
Ahora quiero mostraros algo más sencillo de entender. ¿Cómo nos representamos en la imaginación a María como Madre de Dios? La imaginamos con Jesús, en brazos, o custodiándolo en el pesebre… hasta el momento en que la contemplamos al pie de la cruz, como madre dolorosa. El evangelio de hoy nos dice que los pastores encontraron al niño junto a José y a María. José pronto faltará y eso es una providencia divina para hacernos entender que la Madre tiene un lugar único en la vida de Jesús: Encontramos a Jesús junto a María. En el pesebre y en la cruz, ella nos lo da. Yo diría que en la Eucaristía ella nos lo da. Los Padres de la Iglesia establecieron un principio de comprensión de la Iglesia a partir de María: lo que se dice de María se dice análogamente de la Iglesia. Solo en la comunión de la Iglesia encontramos a Jesús, solo en ella se nos da en la Eucaristía.
María, dice el evangelio de hoy, conservaba en el corazón y meditaba todas las cosas que ocurrían alrededor de la vida del niño. Tampoco eso lo hace un sagrario. Igual que había guardado la palabra de Gabriel, guardaba todo lo referente a su Hijo, de forma que su Hijo crecía en su alma a la par que crecía como hombre. Y cuando su Hijo llevó su humanidad a la plenitud del amor en la cruz, también el corazón de María se ofreció con su Hijo. Así, María le enseña a la Iglesia universal y a cada uno de nosotros cómo acoger a Jesús. Ella no inventa sobre su Hijo, no impone una idea propia sobre el misterio que es su Hijo, ella guarda, conserva en la memoria. Así la Iglesia y cada uno de nosotros no ha de imaginar o de inventar nada, sino observar, escuchar, mirar y guardar en el en alma, en la memoria, hasta aprendernos a Cristo de memoria. «Haz memoria de Jesucristo», le recuerda san Pablo a su hijo, discípulo y amigo Tito. Esto es lo que María nos enseña. Repito las palabras de san Lucas: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». El verbo griego que traducimos por «meditar» significa literalmente «unir unas cosas con otras», (συμβάλλω). Es decir, que María iba uniendo las palabras que oía, los hechos que acontecían y así iba atisbando, entreviendo, a través de estas cosas distintas, la unidad de la persona de su Hijo, hombre y Dios, nacido de sus entrañas, pero más grande que ella. Cristo es muy grande para nosotros: Dios y hombre; una sola persona y dos naturalezas; Señor del Universo que se hace criatura, cordero sacrificado que salva al mundo… Y ante este mar inmenso que es la persona de Cristo, mar inmenso que no podemos aprehender ni con nuestra razón, ni con nuestra voluntad, mucho menos con nuestros cambiantes sentimientos, lo que podemos y debemos hacer es ir uniendo las palabras y los gestos que día a día guardamos en la memoria, para que también en nosotros, como en el alma de María, crezca su Hijo y nos identifiquemos con él más y más, hasta participar de su sacrificio amoroso y de la gloria de su resurrección. En el fondo, esto es lo que hace el Rosario bien rezado.
El Hijo de María es nuestra paz, Jesús es nuestra paz, la que se suplicaba en la primera lectura y la que la Iglesia desea para todos los hombres, la única paz verdadera: Cristo en el alma de los hombres que ha amado. Que santa María, Madre de Dios, os dé cada día de este año a su Hijo y él sea la paz de vuestras almas.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Enrique Santayana C.O.
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Homilía del 1 de Enero de 2025,
Santa María, Madre de Dios.
En la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
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