Epifanía (6-I-2025)
«Se ha manifestado, se ha extendido y ha llenado el mundo»
(S. Efrén, Nat. II,21)
Ayer os hablaba del querer de Dios que se muestra en el Verbo que toma carne y pone su tienda entre nosotros, para compartir nuestra vida y darnos la suya. Ahora me gustaría que contemplaseis este hecho del Verbo que se hace carne como en una película. Desde siglos atrás el profeta Isaías ve, en visión profética, su mundo hasta la encarnación del Verbo.
Imaginad un universo sin sol: frío, oscuridad y muerte por todos lados: «Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos», así lo describe Isaías. ¿Acaso no amanecía el sol cada mañana en tiempos del profeta? Claro que sí, Isaías describe un mundo sin sol, no en su apariencia exterior, sino tal como se vive en el corazón de los hombres. Imaginad un mundo donde el hombre no sabe quién es, donde cree que quizá apareció en este mundo por casualidad, o quizá por una ley natural necesaria y ciega. Imaginad un mundo donde el hombre no conoce su meta: unos creen que vagarán en su alma de una vida a otra, dando tumbos sin fin; otros, que su aliento se perderá para siempre disuelto en la materia; otros, la mayoría, solo tienen miedo. Imaginad un mundo donde los hombres no saben por qué trabajar, por qué luchar, por qué traer hijos a este mundo y educarlos; que desconocen qué ofrecer a sus hijos para alcanzar felicidad, que ignoran por qué existe el mal y cómo luchar contra él; que no saben por qué narices nada nos basta ni nos sacia, por qué no me puedo conformar como se conforma un perrillo con el cariño de su amo, por qué no me basta el amor de la mujer a la que amo para saciar el alma, por qué no puedo hacer feliz a mi amigos, por qué todo es pobre y pequeño para nuestra alma, por qué tenemos un deseo de amor y de verdad que no encuentra descanso en nada. ¿Por qué no puedo reprimir mis entrañas para que no esperen un amor inmortal? Imaginad este mundo sin luz. No hace falta imaginarlo, es el mundo que nos rodea, si miramos más allá de las apariencias; quizá el mundo que aún es nuestro propio mundo interior. Es el que describe Isaías, un mundo sin la luz de la verdad: «Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos».
Pero en medio de la oscuridad de la visión del profeta aparece una luz, no de este mundo, sino de Dios. Y la luz rompe la oscuridad. Entonces, el profeta llama a Jerusalén para que se levante de la postración general: «¡Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!». El Verbo de Dios hecho hombre es la luz que viene de Dios y deshace las tinieblas del error y de la ignorancia. Él es la verdad, que desvela nuestro origen y nuestro destino, y así el secreto de nuestro corazón, hecho no para una ilusión vana, sino para el amor verdadero de Dios. El Verbo hecho hombre es la luz de Dios, la gracia de Dios, la vida que viene de él, que toma nuestra vida y la hace crecer hasta la vida del cielo.
Tenemos, por tanto, una gran oscuridad y, de repente, una luz que viene del cielo. Pero si miramos bien, es una luz que parece pequeña. El Verbo se hace carne y nace en un pequeño pueblo, en una gruta, sin ninguna expectación. Un mártir del s. II, san Ignacio de Antioquía, dirá que todo ocurrió «en el silencio de Dios». La luz que ilumina el mundo entero, primero dio luz a muy pocos: a María, a José, y a unos pocos pastores. Habría que esperar a que esta luz venida del cielo gritase desde la explanada del Templo de Jerusalén: «Yo soy la luz del mundo». Y unos días más, hasta que rompiese con su resurrección la oscuridad de la muerte. Pero desde que nació del seno virginal de María, era la luz de Dios que ilumina el mundo, no solo Israel, sino el mundo entero. Un cristiano de Siria, del s. IV, san Efrén, escribió que el Verbo nace como una pequeña semilla, como un rayo diminuto que llega a nuestra pupila, pero «se ha manifestado, se ha extendido y ha llenado el mundo».
Isaías, en visión profética, una mirada que va más allá de lo que aparece a nuestros ojos, ve a hombres de todas las naciones dirigirse hacia esa luz, llevando sus riquezas. Porque lo que en la oscuridad no vale nada adquiere valor con la luz: un gran valor el mundo creado, un gran valor cada uno de nuestros días, un gran valor el afecto de los amigos y el amor de los esposos, un gran valor el trabajo, el cansancio y el sacrificio, un gran valor la inteligencia y la voluntad humanas, un gran valor su corazón, más grande que todo el Universo, hecho para ser morada de Dios. El profeta ve a grandes caravanas de hombres caminar juntos surcando la tierra, hacia la luz que ha venido sobre Israel.
Porque el querer de Dios, del que os hablaba ayer, no se restringía a que unos pocos se encontrasen con su Verbo encarnado, sino que todos lo conociesen y lo amasen y alcanzasen la vida nueva que traía. Su luz, que no es producto de nuestro ingenio, ni mérito de nuestra bondad, Cristo, ha de llegar a todos. Y con una estrella, atrae a unos hombres que ansiosos rastreaban con su mirada el cielo. Con la luz de una estrella los atrae hacia la luz verdadera, eterna e inmortal escondida en la humanidad de Jesús, y llevan sus regalos y adoran, es decir, se postran reconociendo al Señor del Mundo y aman a su Creador. Tras estos sabios vendrán más, los sabios que el amor a la verdad, muchos también iletrados, reunirá hasta el fin de los tiempos:
Caminarán los pueblos a tu luz,
los reyes al resplandor de tu aurora.
Levanta la vista en torno, mira:
todos esos […] vienen hacia ti […]
A ti llegan las riquezas de los pueblos.
[…] Una multitud de camellos,
dromedarios de Madián y de Efá.
Todos los de Saba llegan trayendo oro e incienso,
y proclaman las alabanzas del Señor.
El evangelio nos muestra que la búsqueda de los sabios no se da en pureza, en paz y tranquilidad, sino en la lucha contra el pecado y contra el mal, contra el maligno, que mueve sus piezas e intenta separar al hombre de su Dios. Pero la gracia de Dios es mas fuerte que las cadenas del mal, para todo el que quiera acogerla. Al final, los sabios llegaron donde el Niño, lo vieron con su madre, María, y cayendo de rodillas lo adoraron.
Dios Creador del cielo y de la tierra, danos la luz, que ilumine nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestros sentidos, para que nos encaminemos hacia ti, con nuestra voluntad y nuestra inteligencia, con nuestro trabajo, nuestros cansancios y nuestros sacrificios, con todo lo valioso que nos has dado, con nuestros amigos, con nuestros hijos, con nuestro esposo o nuestra esposa, y llenos de alegría podamos llegar hasta ti, ahora, en esta vida, y postrarnos ante tu Verbo encarnado, y adorarte de nuevo, presente en el Cuerpo de tu Iglesia, presente en la Eucaristía. Y llegar a ti, después de esta vida, con todos los que te han amado y se han encaminado hacia ti.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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