Bautismo de Cristo
12-I-2025
«Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado,
también Jesús fue bautizado» (Lc 3,21)
Las fiestas de Navidad concluyen con la solemnidad del Bautismo del Señor, que hoy celebramos. San Lucas presenta el bautismo de Jesús en relación con la obra de san Juan Bautista: indica el fin de la misión del Bautista y el inicio de la misión pública de Jesús. Hasta este momento, Juan había predicado la conversión para acoger al Mesías inminente. Llamaba a los hombres a volverse a Dios suplicando perdón con el signo del baño del bautismo y cambiando de vida. Especialmente san Lucas subraya este doble aspecto de la conversión que Juan reclamaba: la decisión personal de cambiar de vida, de dejar atrás el pecado; y la súplica a Dios, porque solo él puede perdonar y dar al hombre la posibilidad de empezar de nuevo. Las estremecedoras palabras del Bautista y su poderosa figura de asceta, libre de toda mundanidad, provocaron una conmoción en Israel, un movimiento de conversión y de expectación del Mesías. Muchos se preguntaban si el Mesías no sería Juan y él tuvo que corregir esta opinión señalando a otro más fuerte: «Viene el que es más fuerte que yo». La fuerza de la que habla es la potencia del Dios de Israel, capaz de crear de la nada y capaz de redimir, de rescatar del mal. El que viene es quien tiene el poder divino, yo «no merezco desatarle la correa de las sandalias». El bautismo de Juan llega hasta donde puede llegar el hombre: tener la voluntad de cambiar de vida y suplicar al Creador un nuevo comienzo desde lo más profundo. Pero solo el Dios que creó de la nada cuando «su espíritu se cernía sobre las aguas» (Gn 1,1) puede hacer que su Espíritu se cierna de nuevo sobre este mundo para recrear el corazón del hombre de raíz, no externamente, sino desde el alma y el corazón. El Bautista deposita este poder en el que viene, el Mesías, porque el Mesías sería quien recibiese el Espíritu de Dios, y pudiese con ese Espíritu de Dios dar inicio a la nueva creación para el hombre, para nosotros. «Yo os bautizo con agua […] Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego».
¿Aspiramos nosotros a un cambio en el alma? ¿Esperamos nosotros aún, a pesar de los años y de todas las derrotas espirituales, un nuevo nacimiento? Es el asunto de la conversión y es importante porque es la puerta por la que entra Cristo. La conversión es la puerta del Evangelio de Cristo. Juan abrió esa puerta para sí mismo y para los que escucharon su predicación. Ojalá también para nosotros.
Ahora, ¿cómo esperaría Juan que apareciese el Mesías y ejerciese este poder del Espíritu? ¿Cómo imaginaba el bautismo de Espíritu Santo y la recreación del hombre? Es difícil saberlo. Pero es seguro que no esperaba que fuese como ocurrió: «Y sucedió —dice san Lucas— que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado». ¿Sabéis lo que significa esto? Significa que Jesús, con todo su poder divino, decide tomar como propia la vida de aquellos hombres, y recrearlos, regenerarlos, salvarlos así: tomando como propio el pecado de ellos, tomando como propio el camino de penitencia que ellos habían iniciado, tomando como propia su súplica y su oración lanzada al cielo, tomando como propio aquel bautismo de conversión en el Jordán: «Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado». Es algo abrumador. El Hijo de Dios ya se había hecho hombre, ya había tomado nuestra naturaleza; al hacerse bautizar tomó también nuestro pecado, hizo suya nuestra voluntad de dejarlo atrás, y se apropió de nuestra súplica de perdón. Desde entonces, nuestro pecado recae sobre él, desde entonces nuestra voluntad de conversión él la hace suya, desde entonces él clama con nosotros hacia el cielo: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado» (Sal 50,1). La conversión es la puerta de Cristo, la puerta por la cual nosotros esperamos la llegada de Cristo, y la puerta que cruza Cristo para hacernos suyos. Incluso si nosotros no abrimos esa puerta de la conversión, él la ha cruzado. Infinita misericordia. ¿Os dais cuenta del amor que esto supone? ¿Os dais cuenta de la grandeza de este amor humilde y paciente del Unigénito que se muestra como siervo? ¿Os dais cuenta del amor necesario para que Jesús tome como suyo nuestro pecado, nuestras lágrimas y nuestra súplica? San Lucas dice que, cuando Jesús fue bautizado, oraba. Dirigía a Dios nuestra súplica, que ya era susúplica.
¿Qué se sigue de ahí? Que se abrió el cielo. Se abrió el diálogo entre la tierra y el cielo, entre Jesús, que se pone a la cabeza de la creación, y el Padre eterno que responde a su Hijo hecho hombre, que lleva sobre sí el pecado, y le ha dirigido la súplica del hombre, que se ha hecho cabeza de la humanidad: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Y lo unge con el vínculo de su amor, el Espíritu Santo. Las palabras del Padre y la unción del Espíritu Santo se dirigen directamente a Jesús, pero como él se ha hecho cabeza nuestra, como ha tomado nuestro pecado, nuestra voluntad de conversión y nuestra súplica, las palabras del Padre y la unción del Espíritu son también para nosotros. Así, Cristo transforma el bautismo de agua de Juan en sacramento, en un signo eficaz con el que Dios nos toma como hijos. Nos toma como hijos porque Jesús nos ha tomado como hermanos. Así crea Cristo el primer sacramento, con el que se inicia la vida cristiana, la vida de unión con él. Así somos adoptados como hijos de Dios y ungidos con su Espíritu.
Ahora es necesario recordar algo que sabéis. El bautismo del Jordán es el principio y el anticipo de la cruz y de la sepultura de Cristo. Ser sumergido en las aguas era una forma de expresar la muerte al pecado. La cruz y la sepultura fueron la realización definitiva de este tomar nuestro pecado y nuestra súplica. De la misma forma, cuando nosotros somos bautizados con Cristo, morimos al pecado y recibimos una vida nueva, que a su vez es anticipo de nuestra participación definitiva en la muerte de Cristo, en su resurrección y en el abrazo definitivo del Padre a su Hijo eterno, cuando vuelve al Padre con su humanidad, con la que ha llorado, con la que ha suplicado, con la que ha sufrido y con la que ha amado.
Igual que Jesús ora al Padre al salir del Jordán y el Padre responde, así sucede también en la resurrección. En el domingo de la resurrección Cristo se levanta de la sepultura y ora con el viejo salmo de David: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (Sal 62). Y Dios responde ungiendo con el Espíritu Santo definitivamente a su Hijo con la humanidad que ha llevado hasta él.
Nosotros hemos recibido el Bautismo y con él hemos sido recreados, regenerados en nuestra naturaleza más íntima. Ya no somos solo criaturas hechas a imagen de Dios, ahora somos hijos. Cristo nos ha hecho suyos, por eso Dios nos ha hecho sus hijos y nos ha dado su Espíritu. Ahora somos hijos, adoptivos, hijos en el Hijo único. Se ha obrado un milagro inimaginable en nosotros. Lo ha obrado Jesús, que nos ha tomado con un infinito amor sobre sus hombros, que nos ha unido a su corazón. Y Dios nos escucha porque le escucha a él, nos mira como le mira a él, y espera que con él concluyamos nuestro camino. Caminemos el camino de Cristo, detrás de él y unidos a él, hasta entregar del todo la vida, amando. Abriremos los ojos ante el Dios verdadero y pronunciaremos con Cristo sus palabras: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.Archivos:
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