Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

I Domingo Cuaresma. 26-II-2023

«Al Señor, tu Dios, adorarás»
(Mt 4,10)

Hay una guerra en la que estamos involucrados en primera persona. Muchas veces es una guerra escondida y soterrada, pero es real y cruel, porque nuestro enemigo busca nuestra destrucción absoluta, no solo para esta vida, sino para la eternidad. Es la guerra del mal contra el hombre. La liturgia de hoy nos habla de esta guerra, en la que Cristo se pone a nuestra cabeza.
En el relato del pecado original podemos observar, en primer lugar, la naturaleza del mal moral: un acto de desobediencia a Dios. En la desobediencia a Dios se cifra la naturaleza de todo mal moral. El «mal moral» es un mal que el hombre hace suyo, al que asiente libremente. A eso lo llamamos pecado. Y es el origen de todo mal. Repito esto último: el mal moral, el pecado, es el origen de todo otro mal. Por eso san Pablo dice: «por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte».
El relato del Génesis nos enseña, en segundo lugar, que el mal no nace de forma espontánea del hombre, como si nuestra naturaleza estuviese mal hecha. El mal nos es insinuado por un ser espiritual y libre, realmente existente, un ser personal, el diablo. Él nos sugiere el mal, lo insinúa a nuestra libertad para que lo hagamos nuestro. Lo sugiere siempre con engaño: «Seréis como Dios», les dice, cosa que él sabe perfectamente que es mentira. El diablo es «el tentador» y «el mentiroso». 
En tercer lugar, el relato nos dice dónde radica la fuerza de la tentación, de la sugestión al mal: en la desconfianza. Lo primero que hace el diablo es sembrar la desconfianza en Dios: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Él en el conocimiento del bien y el mal». Que es como decir: «Dios no quiere que seas como él, Dios no te ama, Dios te desprecia y juega contigo». Cuando el hombre deja que esta semilla de la desconfianza germine en su alma, deja de complacerse en Dios como en el Bien absoluto, el «Unum necessarium», y el Bien que ordena, que jerarquiza, todos los demás bienes. La desconfianza hace que el corazón ya no se dirija a Dios como a la fuente limpia y clara de su gozo.
Pero, como el corazón del hombre está hecho para complacerse en el bien, cuando desconfía y deja de complacerse en Dios, experimenta enseguida la atracción de bienes secundarios. Tras acoger la semilla de la desconfianza, Eva experimenta la atracción desordenada: «Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos». Y si la desconfianza madura, aparece definitivamente la desobediencia, que separa al hombre de su Creador.

Este acto de desobediencia es una realidad gravísima porque afecta a la naturaleza del hombre, que se define por la relación con su Creador. La desobediencia ofende a Dios y separa al hombre de él, provocando una herida de muerte para el mismo hombre. Alcanza a todos los hombres y los coloca en una situación de debilidad frente al tentador y mentiroso.

El diablo también se acerca a Jesús para tentarlo. En las tentaciones de Jesús observamos cómo actúa el diablo sobre todo hombre después del pecado original. El primer ataque de Satanás va dirigido a nuestra carne, sobre todo, con la gula y con la lujuria. Nos hace apetecer desordenadamente las realidades que en su orden son buenas para nuestro ser corporal. «Di que estas piedras se conviertan en pan». La primera gran tentación para el hombre es siempre entregarse al placer sexual, y al resto de los placeres del cuerpo, hasta animalizarse y ahogar en el alma la búsqueda de Dios. Es la idolatría del sexo y del placer.
El segundo ataque va dirigido a las pasiones de nuestro espíritu, todas las soberbias y deseos desenfrenados de tener poder e influencia, de ser alguien frente a los demás. «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». ¡Qué fácil le habría sido a Cristo conquistar un poder y una fama mundana! ¡Qué fácil le habría sido hacer que el Sumo Sacerdote le entronizara como Rey! ¡Que Roma se pusiese a sus pies! ¡Y por una buena causa! La segunda gran tentación es la idolatría del poder, en sentido amplio (poder material, poder moral, poder político, influencia, soberbia…) El poder se nos insinúa como la capacidad para parar el mal, pero es una trampa: ¡Oh, si nosotros pudiésemos tener el poder suficiente para parar tantas leyes injustas contrarias a Dios y al hombre! Pero en realidad, es un engaño: al mal lo vence la cruz, no el poder. El poder idolatrado es un engaño: el verdadero rostro de Dios no es poder, sino el amor. Dios es rico en amor, poderoso en amor.
El tercer ataque va dirigido a la parte más elevada del alma humana: a su capacidad de amar, esa capacidad que con la que Dios nos creó a su imagen. Y ahoga esa capacidad con el deseo de los bienes materiales: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Esta es la tercer gran tentación del hombre: la idolatría de las riquezas.

El Evangelio nos enseña cómo Cristo, hombre verdadero, desenmascara y supera estas tentaciones: con la oración y el silencio. Él se adentra en el desierto para hacer frente a Satanás y se enfrenta a él después de haber permanecido cuarenta días en oración y en silencio. La actividad frenética y el ruido hacen al hombre sordo ante la Palabra de Dios. Jesús se adentra en el silencio del desierto para sumergirse en la escucha de Dios, en la oración, y hacer frente con su humanidad al diablo. Así nos enseña a nosotros qué hacer.
Para superar las tentaciones no solo hay que conocer las formas con las que el diablo nos ataca. Hace falta, además, tener todas las capacidades del hombre, las sensibles de su cuerpo, las morales de su alma y aquella capacidad espiritual suprema de su amor, dirigidas a Dios como al bien supremo, que ordena todos los demás bienes, los bienes corporales, los del espíritu y el amor del alma eterna. Esto es lo que hace la oración: unidos a Cristo, nos adentramos en la relación íntima con Dios y su verdadero conocimiento, que siembra en el alma la semilla de la fe y da como fruto la obediencia filial y el amor.

La victoria de Cristo sobre las tentaciones no terminará hasta que elevado en el árbol de la cruz lleve a su perfección el amor obediente a Dios y el amor redentor para el hombre. En la cruz el bien que parecía indefenso e ineficaz ante el mal se desborda y vence. Dice san Pablo: «No hay proporción entre el delito y el don: si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos». La desconfianza plantó en la creación el árbol de la desobediencia, que engendra la muerte. El conocimiento amoroso y filial de Jesucristo hacia su Padre ha sembrado otro árbol en este mundo creado, el de la fe, que da como fruto la obediencia y el amor extremo, el amor maravilloso de Cristo, que en la cruz vence el mal con un derroche de perdón y de amor.

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del I Domingo de Cuaresma, ciclo A, 2023.
En el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares.
Autor-1595;P. Enrique Santayana
Fecha-1595Miércoles, 01 Marzo 2023 18:41
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