IV Domingo de Cuaresma. B
10-III-2024
«El que cree en él no será juzgado;
el que no cree ya está juzgado» (Jn 3,18)
En el evangelio de san Juan el pasaje que hoy escuchamos sigue al del domingo pasado, Jesús que expulsa a los mercaderes del Templo y tira por tierra los puestos de los cambistas. Esa acción llamó la tención de los miembros del Sanhedrín, los jefes judíos. Era la acción propia de un profeta, lleno de celo por la honra de Dios. Pero, ¿era realmente un enviado de Dios? A los jefes no le bastaba que su acción respondiese a algo verdadero —que el Templo se había degradado, convirtiéndose en un mercado— y que buscase algo justo —devolverle su verdadero ser y finalidad—. Porque no querían cambiar nada, encantados con la corrupción del Templo y de sus almas, los jefes judíos querían un gran signo, la prueba evidente de que era un enviado de Dios. Pero Jesús no les dio lo que pedían, al contrario, hizo un anuncio velado de su muerte y resurrección, como el único signo que recibirían: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré».
Uno de los miembros del Sanhedrín era Nicodemo, del grupo de los fariseos y doctor de la Ley, un escriba importante; «Tú eres el maestro en Israel»[1], le dice Jesús en un momento de la conversación. Por lo que se muestra en el resto del Evangelio, era un israelita íntegro, de los que realmente esperaban la llegada del Mesías y del Reino de Dios. A Nicodemo el celo mostrado por Jesús ya le hablaba de su santidad, porque necesitan pocos signos para reconocer la verdad aquellos que la aman y viven buscándola. Quizá, también, le hubiese escuchado enseñar. Quizá le hubiera visto realizar alguno de los milagros que Jesús hizo después de la Pascua, tal como cuenta san Juan. Quizá tuvo también noticia del primer gran signo que Jesús había realizado antes de subir a Jerusalén: la conversión del agua en vino, en Caná de Galilea, porque también Nicodemo era galileo. Sea como fuere, se acerca a Jesús buscando averiguar si Jesús era el Mesías, o al menos el profeta que debía preparar su camino. Hay elementos que en el Evangelio de san Juan son símbolos muy importantes, entre ellos, la noche. Nicodemo fue de noche a ver a Jesús. Su alma se mueve en la noche, porque no conoce aún la verdad. En medio de la noche, mientras todos duermen, en una casa modesta, a la luz de alguna lámpara de aceite, Nicodemo, el maestro en Israel, con los suntuosos ropajes que distinguían a los grandes maestros, busca la luz conversando con Jesús, un hombre mucho más joven, vestido de simplicidad y modestia. Y Jesús va a sembrar en él una luz que germinará cuando llegue el momento de la cruz, dos años después.
Nosotros escuchamos hoy solo la parte final de aquel diálogo. Jesús lleva el pensamiento de Nicodemo a un momento también de oscura noche los israelitas, cuando fueron castigados por sus pecados en el desierto con unas serpientes venenosas que los mordían. Le recuerda lo que hizo Moisés, un gesto lleno de misterio: fundió una serpiente de bronce y la elevó en un estandarte. Cuando los israelitas mordidos por las serpientes y moribundos la miraban, eran sanados. Ahora Jesús le desvela al maestro en Israel el significado escondido en aquella serpiente de bronce: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el hijo del hombre [es decir: “Así tengo que ser elevado yo”], para que todo el que cree en él tenga vida eterna». Imaginad cómo recordaría Nicodemo las palabras escuchadas en el silencio de la noche cuando vio a Jesús en la cruz: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tengo que ser elevado yo, para que todo el que crea en mí tenga vida eterna». Imaginad el estado de su alma cuando fue a descolgar el cuerpo sin vida de Jesús y a llevarlo a la tumba; porque esto es lo que hizo, junto con otro miembro del Sanhedrín, José de Arimatea. La luz sembrada en su alma por Jesús germinó cuando vio a Jesús pendiendo en lo alto de la cruz, en lo alto del Gólgota. En ese momento, en el momento más comprometido para los seguidores de Jesús, fue cuando Nicodemo se reveló públicamente como discípulo del ajusticiado.
En medio de la noche de Israel y en medio de la noche del mundo, en medio del dolor provocado por la proliferación del pecado, que promete la dicha, pero que nos lleva inexorablemente a la muerte, en medio de nuestra propia noche, Jesús nos indica que él va a la cruz para darnos vida, vida eterna, esto es, no cualquier vida, sino la vida de Dios, inmortal y dichosa, llena de la santidad y de la luz de Dios. La serpiente de bronce reproducía la forma de las serpientes que mordían a los judíos; Cristo toma sobre sí todos los pecados, como un maldito, Él, el Santo y el Inocente. Este acto de amor sin igual reclama nuestra fe, es decir, reconocer y acoger la cruz como un acto de amor y entregarnos a quien allí nos ama: «Para que todo el que cree en él tenga vida eterna». Si este mundo quiere tener futuro, ha de volver los ojos a él. Si un pueblo, una nación, una familia, o cualquiera de nosotros, no quiere morir presa de los propios pecados, ha de volver los ojos a él, que como un maldito ha llevado el pecado de todos. ¡Volverse a él, creer en él, entregarse a él, confiarse a él, unirse a él, amarlo a él!
Nicodemo buscaba saber si aquel hombre era el Mesías. Lo que no imaginaba es que además fuese el Hijo de Dios y que el Reino que iba a instaurar empezaba con un acto de amor que consistía en el sacrificio de sí mismo en la cruz. Eso es la cruz, un acto de amor no esperado, no pedido, no imaginado: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Se trata del amor de Dios que llega a donar la vida de su Unigénito para dar vida eterna a cuantos crean en él, reconociéndolo como Dios, aceptando su doctrina, practicando sus preceptos.
Es un amor tan inmerecido que podría llevarnos a agachar la cabeza e intentar escondernos llenos de vergüenza. Pero el amor no busca la separación, sino la unión, se da para ser acogido y amado. Dios no busca destruirnos, sino salvarnos: «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Y creer en él, la fe, es el principio de la vida nueva, dominada por el amor de Dios que Cristo ofrece en la cruz. Creer en él es el principio de la vida nueva, igual que rechazarlo significa permanecer en la muerte y condenarse a sí mismo. En este sentido, la cruz es el juicio de Dios: quien acoge su amor es rescatado y se adentra en la vida nueva dominada por el amor de Dios. Quien desprecia este amor solo tiene la noche eterna en la que nos sumerge el pecado: «El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios». El nombre del Unigénito de Dios es Dios salva, eso significa Jesús.
Solo nuestro rechazo del amor de Dios puede hacer ineficaz su sacrificio salvífico. ¿Y qué nos puede llevar a este rechazo? Habernos acostumbrado tanto a nuestros pecados que ya ni percibimos su veneno, ni queremos salir de su esclavitud, ni que Dios nos rescate. Hoy pecamos sin reconocer la maldad de nuestro pecado. No solo pecamos, sino que llamamos al pecado “derecho”. Justificamos el aborto, todo tipo de degeneraciones sexuales, la mentira, la ambición desmedida… Nos molesta que nos recuerden que robar es pecado, que mentir es pecado, que adulterar es pecado, que el egoísmo y la lujuria y la vanidad son pecados y que nos llevan al abismo… Es casi inevitable que pequemos, pero cuando el que peca, aún mantiene viva la conciencia de su mal y vivo el deseo de bien, el deseo de Dios, al mirar al Crucificado, reconoce el amor que lo redime, que lo reconforta, que lo reconstruye por dentro, que lo une a quien de veras lo ama y lo salva. Pero el que ya no tiene conciencia de su mal moral, ni deseos de bien, ni de Dios, aunque sus pecados no lleguen a ser escandalosos para la mentalidad ofuscada del tiempo, se aleja del amor de Dios. ¡El que ama el pecado no puede amar a Dios! Se aleja porque acercarse al amor de la cruz, es acercarse a una luz que pone de manifiesto la maldad de la mentira, del odio, de la lujuria, del robo, de la vanidad, de la falta de piedad, de la crueldad, de la ira, de una vida perdida sin amar… «El que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras».
Cristo nos llama a acercarnos a él, a su amor crucificado. Nos llama para rescatarnos y darnos la vida eterna. Pero nos recuerda que este amor es también un juicio sobre nosotros que depende de nosotros mismos. Antes de que lleguemos al Viernes Santo y nos veamos bajo el signo de la cruz, debemos preparar el alma para ver cómo nos vamos a enfrentar a este amor, si huyendo de su luz o entregándonos a él.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del IV Domingo de Cuaresma. Ciclo B.
10 de marzo de 2024
Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
España
10 de marzo de 2024
Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
España
[1] La traducción oscurece un poco la fuerza del texto griego, que va con artículo determinado, una afirmación un tanto irónica de Jesús.