Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

Viernes Santo – 7, IV, 2023

«Está cumplido» (Jn 19,30)

 

En la Pasión de Cristo vemos un mar de maldad, un océano inmenso, oscuro, amenazante, cuyas olas se ciernen sobre Jesús para sofocar la llama de su amor. Una ola de mal tras otra ola de mal: la injusticia, la brutalidad, la mentira, el odio, la envidia, la impiedad, el olvido de Dios y de sus promesas; la afirmación del yo como norma, la idolatría del yo, la idolatría de las riquezas, del poder, del sexo… Todos los pecados del mundo, los pecados de los hombres de todo tiempo y lugar. Los pecados de los hombres que no quisieron nunca conocer a Dios y los pecados de los pobres que solo pudieron conocerlo a tientas; los pecados de los paganos y los pecados de los hijos de la ley, que conocieron al Dios verdadero y pecaron una y otra vez; los pecados de los cristianos, los pecados de los hombres de Iglesia, los pecados de todos los bautizados. Los pecados de los que renegaron de Cristo en el pasado y los pecados de los que reniegan ahora de él; el pecado horrible del aborto, legalizado por la ignorancia y la maldad; los pecados de adulterio, legalizado y justificado con el divorcio; el pecado del expolio y del abandono de los pobres y de los enfermos; el desprecio a los ancianos y la hipocresía de ofrecerles la eutanasia para librarse de ellos. Y todos nuestros pecados personales. Ninguno de ellos dejó de llegar a Jesús en ese oleaje oscuro e implacable que fue su Pasión.
 
Pero toda esa marea inmensa no pudo, no puede, apagar el fuego del amor de Cristo. Lo había profetizado el Cantar de los Cantares: «Las aguas caudalosas no podrán apagar el amor, ni anegarlo los ríos» (Ct 8,7). Él no dejó de amar, sino que más bien, según recibía los golpes, el amor se afirmaba en él, marcando su cuerpo y su alma, hasta que llegó a su perfección. San Juan abre y cierra los relatos de la Pasión con dos afirmaciones que subrayan esta plenitud de amor que aquí no solo se expresa, sino que se realiza humanamente. Abre todos esos relatos con esta afirmación: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1), hasta el fin, hasta la perfección. El lenguaje que usa san Juan es muy exacto: «eis telos», hasta su culmen, hasta su perfección. Parece que cada golpe de las olas de los pecados es la ocasión para amar perdonando y, más aún que perdonando, para entregarnos el alma.

Al final del relato de la Pasión vuelve la misma idea. En la cruz, justo antes de entregar el alma a Dios, Jesús afirma: «Todo está cumplido» («tetelestai», Jn 19,30). «Lo he dado todo, Padre mio, los he amado, como tú me has amado a mí. Según tu designio amoroso, los he amado hasta la perfección del sacrificio. Tal como tu Espíritu había anunciado por medio de los profetas y de los salmos, con todos los detalles con los que fue anunciado mi amor, de forma que pudiera ser reconocido como el amor anunciado que les salva». «Todo está cumplido», cada detalle, hasta la perfección del amor.

Los mismos evangelistas, y después de ellos las primerísimas generaciones cristianas, se deleitaron en releer el Antiguo Testamento comprobando que Jesús lo había cumplido todo. Se deleitaron en un amor no improvisado, sino preparado durante siglos hasta el momento adecuado, que ellos habían visto con sus propios ojos. Por eso san Pablo no lo dudó: ha llegado «la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4). Ha llegado aquello que antes de verlo nadie habría podido creer, ni siquiera imaginar: el Dios Absoluto, hecho hombre y muriendo de amor por el hombre: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1 Cor 2,9). Estas cosas son las que ha relatado Juan, el Apóstol, el que lo vio y quedó para siempre herido de amor, porque «es fuerte este amor como la muerte, sus dardos son dardos de fuego, llamaradas divinas. Las aguas caudalosas no podrán apagar el amor, ni anegarlo los ríos»(Ct 8,6-7). El amor de Cristo, que no puede ser anegado por las aguas del mal, encendió el amor en el pecho de su Apóstol y en tantos otros después de él. Un amor que no muere, porque vive el Amado y vive todo aquel que lo ama.
 
El mal no ha conseguido apagar el amor. El diablo intentó apartar al Salvador del camino de su amor; intentó cansarlo mostrándole nuestra debilidad futura, nuestra frialdad, nuestros pecados manifiestos y graves. Intentó que el Salvador perdiese la esperanza del valor de su sacrificio, pero este Jesús nuestro nos ha amado golpe tras golpe, pecado tras pecado, de forma decidida, hasta llegar al amor perfecto. Por eso san Juan, especialmente san Juan, lo presenta como un Rey decidido, que va a la batalla por su pueblo y que por su pueblo da la vida. Y en este no retirarse, en este amar hasta el fin y hasta la perfección, está ya la semilla de la victoria. La victoria de la resurrección está en esta semilla del amor entregado y perfecto que el Hijo de Dios ha consumado en su humanidad.

Por eso, a pesar de lo terrible de la narración, de los hechos que nos narra quien los vio, a pesar de lo horrible que es ese mar de olas que una tras otra golpea a Cristo, hay una belleza que nos cautiva y que ha cautivado a los hombres generación tras generación, como cautivó a Juan. Es la belleza del amor de Dios manifestado en Cristo. En un momento solemne, Jesús había dicho: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El momento ha llegado y a lo largo de los siglos la belleza de este amor no deja de atraer nuestra alma. En el día que deja de ser día por el horror que contempla, cuando «se estremece la tierra y tiemblan los cielos; cuando el sol y la luna se ensombrecen, cuando las estrellas pierden su brillo» (Jl 2,10), en este día brilla el amor de Dios.
 
Ahora nosotros suplicaremos por las necesidades del mundo entero al único que se ha compadecido de nuestros errores. Y después levantaremos la cruz con el crucificado, que ahora está velada sobre el suelo. La imagen bellísima de la cruz de nuestra iglesia expresa el terror del pecado, sí, pero, por encima de todo, la belleza y el bien del amor del Dios crucificado. En la cruz brilla el amor de Dios. En la cruz, donde el océano de mal todo lo sumerge, el amor del Hijo de Dios abre una fuente de gracia para nosotros. Él es sumergido en un mar de tinieblas y, sin embargo, de su costado abierto, brota un humilde hilo de sangre y agua, que se va a convertir en una fuente de gracia que llega a toda la tierra, a todos los hombres que en cualquier parte y en cualquier tiempo tienen sed del perdón y del amor verdadero, que tienen sed de Dios.
 
No importa lo graves que sean los pecados, no importa la oscuridad o la sinrazón de los tiempos que nos toquen vivir, no importa que el mal abunde, que el soberbio muestre su fuerza sobre el mundo, y que parezca que el anticristo ha llegado. Para quien busca el perdón, para quien busca el amor verdadero, para quien busca a Dios, del costado de Cristo brota una fuente humilde, pequeña, pero inagotable. La fuente de la gracia, la fuente de la misericordia y del amor, la fuente de la vida divina que las aguas del mal no pueden sofocar.
 
Termino recordándome a mí mismo y recordándoos a vosotros las palabras que Jesús había dicho a los suyos pensando en este día: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). 

 

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

Enrique Santayana C.O.

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Homilía del Viernes Santo de 2023
en el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
Autor-1596;Enrique Santayana
Fecha-1596Sábado, 08 Abril 2023 07:25
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