Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

Domingo de Ramos. B
24-III-2024

[Tras el evangelio de la entrada de Jesús en Jerusalén]

Quiero recordaros unas palabras que leemos en el evangelio de la infancia de san Lucas. Jesús, con doce años, había subido a Jerusalén con José y María para la Pascua y, cuando la caravana emprendió la vuelta, él se quedó en el Templo sin avisar ni a José ni a María, que solo se dieron cuenta al término de la primera jornada de viaje. Cuando, después de tres días de búsqueda, lo encontraron, María preguntó a su hijo por qué había obrado así. Todos recordamos la respuesta de Jesús: «¿no sabíais que yo he de ocuparme de las cosas de mi Padre?».  Pero el evangelista dice: «ellos no comprendieron lo que les dijo». ¡No es que no entendieran las palabras! Lo que no entendían era hasta dónde llegaban las obligaciones de aquel que, por entonces, era solo un muchacho. Dios les había revelado cuál era su misión, pero no conocían lo que suponía para la vida de Jesús. En el momento de su concepción, el ángel le había dicho a María: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin». A la madre le dijeron que su hijo sería el Mesías Rey, el heredero del trono de David, pero no le dijeron el cómo ni lo que supondría. A san José, por su parte, le fue revelado en sueños que su hijo sería el Salvador de los hombres, pero tampoco él fue informado de cómo ni de lo que ello supondría para la vida de Jesús: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados».
Aquel quedarse en el Templo sin pedirles permiso ni avisar y su posterior respuesta, con el dolor y el desasosiego que les había causado, era una señal de que su misión implicaba el desgarro de sus afectos, implicaba el sacrificio. Se iba dibujando la forma de la cruz, pero para José y María eran solo trazos imprecisos en un futuro que se ocultaba a sus ojos. No comprendían qué supondría que él se tuviera que ocupar de las cosas de su Padre. Pero, aunque no comprendían, María, «guardaba todas estas cosas en su corazón». No entendía todo lo que oía y veía, pero todo lo guardaba en el corazón.
Esto que no entendían se les mostró en la pasión y muerte de Jesús. María las vivió muy de cerca y, entonces conoció lo que implicaba la misión de su hijo. Conoció no con la imagen fría que deja en la mente una historia lejana, sino con el dolor y el amor que graban en el alma una imagen ardiente y viva. Estos hechos, que constituirán el objeto eterno de la contemplación amorosa de santa María, nos enseñan también a nosotros cómo Jesús se ha convertido en el Mesías que nos introduce en el Reino de Dios, y cómo se ha convertido en nuestro Salvador.
Al comenzar la Semana Santa, quiero invitaros a guardar en el corazón todo lo que Jesús dice, todo lo que hace y todo lo que se deja hacer. Aunque no entendáis muchas cosas, guardadlas en el corazón, porque no hay nada que Jesús diga, haga o padezca que no sea producto de un amor inimaginable por nosotros y que no tenga un valor salvífico para nosotros. ¡Imitad a su madre! Pedidle a María que os permita acompañarla al escuchar el Evangelio, al contemplar a Jesús entrando en Jerusalén, muriendo en la cruz o resucitando al tercer día, y guardadlo todo en el corazón. Pedidle que os permita acompañarla y que estos hechos, que nos traen la salvación, que nos abren las puertas del Reino de Dios y nos hacen hijos de Dios, se graben en nuestra alma, como están grabados en la suya, con un conocimiento doloroso y amoroso, que dejan en nuestra alma la imagen viva de Cristo.
 
[Tras la lectura de la Pasión]
María había escuchado del ángel que su hijo recibiría el trono de David y que reinaría eternamente. Y al entrar en Jerusalén, Jesús lo hace como el Mesías Rey, aclamado por sus discípulos y una multitud que se une a ellos. En los mantos echados a sus pies, en las palmas y las ramas de árboles agitadas al aire o echadas a su paso como una alfombra, en los gritos eufóricos, «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!», en todo eso, resuenan las promesas de los profetas y de los salmos, que no podemos explicar detenidamente. Con todo eso los discípulos proclamaban a Jesús como Mesías Rey, que se disponía a tomar posesión de su trono y de su reino.
San Marcos relata este momento tan decisivo de una forma un tanto chocante, porque junto a Jesús hace protagonista de su relato a un borrico. ¿Por qué tanta atención del relato de san Marcos para este pollino, un asno joven, que se convierte en la cabalgadura de Jesús? San Juan dirá que los discípulos no entendieron entonces por qué quiso Jesús entrar en Jerusalén montado en un pollino. ¿Qué significa?
Significa que Jesús va a tomar posesión de su reino no destruyendo a sus enemigos a través del poder de la fuerza o de la violencia, sino con el poder de la mansedumbre, de la pobreza y del amor. No entra a caballo, ni en un carro de guerra, ni en el carro lujoso en el que los poderosos se hacían transportar, sino a lomos de un animal manso, que ni siquiera era suyo, sino que toma prestado. La mansedumbre del animal anuncia la mansedumbre de Cristo en la pasión. Hay un momento, cuando Jesús esté ante Pilatos, en el que san Marcos nos dice que Jesús ya no contestó nada y Pilatos se extrañó de su silencio. A partir de este momento Jesús solo se dirigirá a su Padre. Es el cordero de Dios, que va manso al sacrificio. Pero hay que entenderlo bien. Podríamos admirar esta mansedumbre al tiempo que nos decimos: «no sirve de nada. Lo que realmente vale es la fuerza, el poder, la riqueza, la apariencia de fuerza que impone a los demás lo que es justo». Sin embargo, os pregunto: ¿no sirve de nada la mansedumbre de Cristo? Mirad bien, porque esta mansedumbre no es inútil, es el arma con la que va a vencer y a destruir a sus enemigos, que son los enemigos de nuestra alma, los que quieren robarnos la vida eterna con Dios. Él vence con su pobreza, con sus lágrimas, con su mansedumbre, con su sed de que se cumpla el plan de Dios —sed de justicia divina—, con su misericordia, con la pureza de su corazón, con sus palabras y gestos pacíficos, con su padecer voluntariamente el peso del pecado de todos y toda la injusticia de este mundo. Esas son las armas con las que Cristo vence, las armas que pone en manos de todos los santos para que participen de su victoria, las armas que pone en nuestras manos.
A María, en la anunciación, el ángel le había dicho que Jesús recibiría el trono de David, y que reinaría eternamente. Él toma el trono con su pasión y muerte. Para esto entra en Jerusalén montado en un pollino joven, dócil, expresando desde el primer instante el significado de lo que va a ocurrir y que esa era la voluntad de Dios, el plan previsto por Dios para salvar al hombre, anunciado más o menos oscuramente por el profeta Zacarías: «No temas, hija de Sion, mira a tu rey que viene a ti, manso, montado en un pollino». No tenemos qué temer: viene a nosotros manso, no para condenarnos por nuestros crímenes, los que a él le llevan a la cruz, sino para salvarnos. No es un pacifismo romántico, destinado al fracaso, es un amor que vence y destruye a nuestros verdaderos enemigos. Si uno sigue leyendo a Zacarías, verá que el rey manso, que viene en un pollino, destruye el poder aparentemente enorme de los enemigos de su pueblo. La cruz, el amor de la cruz, destruye el poder del diablo, y el poder del miedo y de la seducción, el poder de la mentira, el poder de los ídolos con los que vivimos como esclavos. 
Nosotros escuchamos estas cosas, la pasión y muerte de Cristo, cómo tomó posesión de su reino, un reino que es para nosotros, y cómo nos consiguió la salvación, pero no entendemos aún. No entendemos la sublimidad de que Dios muera por nosotros; no entendemos la sublimidad de la victoria que consigue para nosotros. Debemos pedirle a María que nos enseñe a guardarlo todo, todos los detalles y todas las palabras en el corazón, para que el Espíritu Santo vaya haciendo germinar en nosotros el Reinado de Cristo, y nosotros dejemos de vivir engañados por el falso poder de la fuerza, de la violencia, de la riqueza, del placer, de la vanidad, y nos unamos a nuestro verdadero Rey y Salvador, nos unamos a él y tomemos sus armas: «Venid a mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

Enrique Santayana C.O.

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Homilía del Domingo de Ramos
Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares
24 de marzo de 2024
Autor-1629;P. Enrique Santayana
Fecha-1629Domingo, 24 Marzo 2024 12:30
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