Domingo de Ramos
14/ IV /2019
«Bendito el rey que viene en el nombre del Señor»
Hoy hemos escuchado dos narraciones del Evangelio según san Lucas. La narración de la entrada de Jesús en Jerusalén, al principio, y ahora la de la Pasión y muerte del Señor. Aunque el primer relato es un relato de triunfo y el segundo de derrota, los hechos que cuentan están íntimamente relacionados.
Era el tercer año que Jesús pasaba con los discípulos y estos tenían la certeza de que Jesús era el Mesías Rey. Además, se dirigían hacia Jerusalén, donde el Mesías Rey debía reinar. No es cierto que los discípulos de Jesús pensasen solo en un Mesías Rey que liberase a Israel del dominio romano. Acariciaban ese deseo, es verdad, pero esperaban mucho más. En la última etapa del camino, antes de llegar a Jerusalén, en Jericó, un ciego había clamado su curación con esta súplica: «Jesús, hijo de David, ten piedad de mí» (Lc 18,38). Llamar a Jesús «Hijo de David» era reconocerlo como rey legítimo. Jesús había respondido curando su ceguera. También en Jericó, Zaqueo, un traidor y un ladrón, «jefe de publicanos y rico» (Lc 19,2), se había convertido y todos habían podido escuchar aquella afirmación de Jesús: «He venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). Los discípulos esperaban que esta salvación de Dios se manifestase de forma prodigiosa al llegar a Jerusalén. Y Jesús alimentaba esta esperanza de sus discípulos. La narración que hemos escuchado empezaba así: «Jesús caminaba delante de sus discípulos, subiendo hacia Jerusalén». Él iba delante, como un rey va delante de su ejército, aunque este ejército no era como los ejércitos de este mundo.
Los detalles que nos cuenta san Lucas subrayan que Jesús marchaba hacia Jerusalén como Mesías Rey. Por ejemplo, estaba profetizado que el Mesías entrase en Jerusalén por la puerta Oriental del Templo, a la que se accede por el camino que viene desde Jericó, que pasa por Betfagé y Betania y sube por el Monte de los Olivos para ver ya de frente la gran ciudad y su Templo. Es justo el camino que tomó Jesús.
Otro detalle. Ya cerca de Betfagé Jesús manda a por un pollino que aún no había montado nadie y que los discípulos deben encontrar atado. Pues bien, estaba profetizado que el Señor del mundo, el Rey no solo de Israel, sino del mundo entero, «al que deben obediencia las naciones», tendría atado su pollino a una parra y se lavaría en sangre de uvas (Cf. Gn 49,11). Además en la antigüedad, los reyes tenían el privilegio de poder confiscar los animales para el transporte y el privilegio añadido de montar sobre los animales que aún no habían llevado a nadie antes. Jesús está diciendo: Yo soy el rey y no un rey cualquiera, sino aquel al que deben obediencia las naciones. Él es el Señor. «El Señor lo necesita», han de responder a los dueños cuando les pidan cuenta de por qué cogen un asno que no es suyo.
Sin embargo, esta forma de afirmar que él es el Rey contrasta con la humildad y la pobreza tremenda con la que Jesús se encamina a Jerusalén: sin armas, con un ejército de hombres desarmados… El profeta Zacarías había profetizado que el Mesías entraría humilde sobre un pollino: «Decid a la hija de Sion: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un pollino» (Zac 9,9). Es la audacia de la verdad, que se afirma sin armas. Jesús tiene la audacia de decir que es el Señor del mundo. Tiene la audacia de afirmarlo con una rotundidad que los otros creen soberbia. Pero lo dice con tal falta de apoyos mundanos que provoca el desprecio de los soberbios y, al final, su ira. Hoy Cristo sigue diciendo con humildad pero con audacia que él es el único Señor, el único Salvador. Y también hoy provoca el desprecio y la ira de los hombres de este mundo, que legislan, gobiernan y educan a nuestros hijos contra la verdad fundamental: que existe un Dios creador de todo; que este Dios se ha hecho hombre y nos ha enseñado el camino de la vida verdadera; que este Dios nos juzgará a todos.
En la subida a Jerusalén no solo Jesús afirma su realeza, también sus discípulos lo hacen. Dice san Lucas que los discípulos echaron sus mantos sobre el animal y luego ayudaron a montar a Jesús. Quien conozca la Escritura sabe que esas mismas cosas eran las que el rey David había mandado hacer en el momento de coronar a su hijo Salomón como nuevo rey (Cf. 1Re 1,33-35). Luego dice también san Lucas que «mientras él iba avanzando, extendían sus mantos por el camino», otra forma de reconocer que Jesús es el Rey y, sobre todo, de someterse a su realeza.
También dice san Lucas: «cuando se acercaba ya a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto, diciendo: “¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas”». Ciertamente habían visto grandes milagros; los más grandes de ellos, los milagros en el alma de los hombres, como el milagro de la conversión de Zaqueo. Habían escuchado palabras nunca antes escuchadas: «He venido a salvar lo que estaba perdido», por ejemplo. Al otro lado del torrente Cedrón, frente al Monte de los Olivos ya divisaban el Templo y esperaban ver a Jesús como Rey, un nuevo David, el enviado, el ungido, que abriría una nueva era de paz, la paz de Dios, y de conocimiento de Dios, de cercanía a Dios. E irrumpen en aclamaciones, con grandes voces, con las palabras del salmo: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas». Las palabras del salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», las habían escuchado muchas veces. Las usaban los sacerdotes para bendecir a los peregrinos que llegaban a Jerusalén, pero con el tiempo se habían cargado con otro significado más intenso, el de la espera del Mesías, el que debía venir en el nombre del Señor. Los discípulos de Jesús aclaman a su maestro como el Mesías. Nosotros hemos vuelto a usarlas en la procesión para decir que Jesús es nuestro Rey y que nosotros nos sometemos a él, al reinado de su Palabra, de la Verdad. Desde la antigüedad hasta el día de hoy, la Iglesia las usa para recordar la entrada de Jesús en Jerusalén, pero sobre todo para decir que Jesús, muerto y resucitado, hace entrada en medio de su Pueblo cuando celebramos la Eucaristía. Por eso, cada día, antes de que el sacerdote pronuncie la consagración, cantamos: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del Universo, llenos están el cielo y la tierra de tu gloria». Estas primeras palabras están tomadas de Isaías y con ellas nos dirigimos al Dios Único, al Creador de Todo. Luego seguimos: «Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor», para expresar el júbilo, porque el mismo Dios que es Señor de todo, en la persona de Jesús, viene y entra en medio de su Pueblo, en medio de la Iglesia, en el pan y en el vino que se consagran. En la Eucaristía Cristo peregrina hacia nosotros y nosotros hacia Cristo; él se une a nosotros y juntos peregrinamos hacia la Nueva Jerusalén.
Cuando algunos fariseos escuchan cómo los discípulos aclaman a Jesús como Mesías Rey se dirigen al mismo Jesús para decirle: «Maestro, reprende a tus discípulos». Seguramente estos fariseos iban con él, pero son hombres cobardes, que quieren guardar las apariencias, que no quieren ser señalados en Jerusalén. ¡Siempre hay de estos! ¡Los que quieren disimular la verdad! ¡Los que quieren compadrear con los poderes de este mundo! Pero Jesús no solo no reprende a los suyos, sino que responde: «Os digo que si estos callan, gritarán las piedras». Jesús es el Mesías Rey y sus discípulos han de reconocerlo. ¡Nosotros reconocemos a Cristo como nuestro Rey Mesías! De nadie más esperamos la salvación, ¡¡de nadie más!! Tampoco de nosotros mismos. ¡Ante ningún otro nos postraremos! En su respuesta, Jesús vuelve a recordar palabras ya dichas por los profetas: «La piedra grita desde el muro», había clamado el profeta Habacuc (Hab 2,11), refiriéndose a aquellos que construían sus casas con ganancias inmorales. Aquí la inmoralidad es no reconocer a Jesús como Mesías Rey. Si los suyos no gritasen, lo harían las piedras del Templo de Jerusalén. Si nosotros no lo hacemos, si nosotros no decimos a este mundo que este es nuestro Rey y que nosotros nos sometemos a su palabra, no a la palabra de ningún otro, lo que construyamos en nuestra vida gritará contra nosotros.
Sin embargo este Mesías rey —lo sabéis bien— viene a Jerusalén a morir y su trono será la cruz. Por eso hemos leído la Pasión. Volveremos a escucharla el Viernes Santo. Solo con la cruz se inaugura este Reino nuevo.
En la liturgia antigua, cuando la procesión llegaba a la puerta de la Iglesia, se encontraban las puertas cerradas; entonces la cruz que abría la procesión golpeaba las puertas y las puertas se abrían. Es la imagen de cómo ha inaugurado Cristo su Reino: golpeando las puertas de Jerusalén con la cruz. Por eso la Pasión está íntimamente ligada a la entrada en Jerusalén. Primero, como hombre, el Hijo de Dios en la cruz llama a las puertas de la Jerusalén del cielo, a las puertas de la Trinidad, y su amor llevado a la perfección consigue que esas puertas, cerradas por el pecado, sean abiertas de nuevo para el hombre. Este amor perfecto de Jesús abre las puertas del paraíso: la cruz es el principio de la resurrección, no solo un paso previo para la resurrección, sino su principio. Pero con este mismo amor la cruz se convierte también en el instrumento con el que Dios golpea las puertas de este mundo, pidiendo que se abran. Las puertas del corazón de cada uno de nosotros, de nuestro matrimonio, de nuestras familias, de las naciones… las puertas de la vida pública, de la economía y de la política.
Resumiendo: con la cruz, desde este lado de la vida, Jesús abre las puertas del cielo para el hombre. Desde el otro lado, desde el lado de Dios, golpea nuestros corazones para que le abramos nuestro corazón y toda nuestra vida, y él venga y reine en nosotros. «Mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu Señor y tu Dios»[1]. Abramos la puerta de nuestra inteligencia, de nuestra voluntad, de nuestra alma. Abramos «la puerta del mundo, para que Él, el Dios vivo, llegue en su Hijo a nuestro tiempo y cambie nuestra vida»[2].
¡Cristo, Rey de las almas!
¡Cristo, rey de los pueblos!
¡Cristo, principio y fin de la vida del hombre!
¡Cristo, principio para la justicia, principio para la vida social del hombre!
¡Cristo, único camino del hombre!
¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor!
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado.
[1] BENEDICTO XVI, Roma, 1 de abril de 2007
[2] Ibid.
en el Oratorio de san Felipe Neri, de Alcalá de Henares