V Domingo de Pascua – A
7-V-2023
«Os llevaré conmigo» (Jn 14,3)
Cuando los Apóstoles escucharon las palabras de Jesús que acabamos de escuchar nosotros, estaban a punto de sufrir un golpe enorme. En muy pocas horas —quizá no llegase a dos horas— iban a ver cómo apresaban a Jesús en el Huerto de los Olivos y todo lo que vino después. Poco antes, Jesús les había dicho que se tenían que separar y les había llamado «hijitos» (τεκνία), cosa que no había hecho en ninguna otra ocasión, a juzgar por lo que vemos en los evangelios. Les había dicho: «Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: “Donde yo voy no podéis venir vosotros”» (Jn 13,33). Era una despedida que sonaba a muerte.
Así se entienden mejor estas palabras: «No se turbe vuestro corazón». Estaban turbados por el anuncio de la pronta separación, turbados por la cercanía de la muerte, turbados porque sabían que no iba a ser una muerte pacífica. Bien sabían, ellos y todos en Jerusalén, que los jefes de los judíos habían decidido la muerte de Jesús. Y cuando los hechos se precipitaron uno tras otro, la captura en el huerto, el juicio injusto y todos los demás hechos, sus corazones fueron hundiéndose más y más en la turbación, en el miedo, en el dolor, en la decepción… y quién sabe en cuántas oscuras pasiones. Las palabras de Jesús fueron dirigidas a ellos para esta hora: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros».
Y con todo, a los Doce no les podían parecer muy claras, porque desconocían aún en qué iba a consistir la resurrección, y cómo sería posible que Jesús, con su muerte, fuese a prepararles un lugar en la casa de su Padre. Era necesaria la fe: poner la vida en manos de Dios y en las manos de Jesús, reconociendo que él era Uno con Dios. Cuando se acerca la hora definitiva es necesario reconocer que uno no puede sostenerse a sí mismo y, más importante aún, reconocer en manos de quién uno puede ponerse. Y solo Dios puede sostenernos, el que sostiene el universo. Y solo en Cristo, Dios se ha hecho tan cercano que pueda sostenernos: «Creed en Dios y creed también en mí».
Pero estas palabras no fueron dirigidas solo a los Apóstoles, sino a los discípulos de todo tiempo y lugar… Son eternas y hoy se dirigen a nosotros, que las escuchamos en una situación muy distinta a los Doce. Sabemos muy bien en qué cosiste la resurrección de Cristo: que él ha vencido la muerte del hombre para siempre y que, vencida la muerte, lleva nuestra humanidad hasta el seno de Dios. Que el Paraíso no es ya un jardín donde Dios se pasea a la hora de la brisa, sino el mismo ser de Dios, una intimidad absoluta con Dios; que la humanidad de Cristo ha abierto una brecha en el corazón de Dios y lo ha convertido en nuestra morada; que ese corazón de Dios es su Hijo; y que su Hijo, el que nos ha amado hasta la muerte, el que nos ama, es nuestro destino eterno. Así podemos darnos perfecta cuenta de que las palabras del Evangelio hablan de un destino grande, inimaginablemente grande, para nosotros: «Volveré y os llevaré conmigo».
También sabemos bien que el camino para llegar allí es la unión con Cristo: «Yo soy el camino y la verdad y la vida», que implica participar de su vida, de su entrega, aprender a amar como él nos ha amado, amar con él a todos y amarle a Él, nuestro único destino. Todo eso lo sabemos bien, aunque muchas veces vivamos como si no lo supiéramos. Sabemos muchas cosas que los Apóstoles desconocían cuando escucharon de Jesús las palabras que comentamos.
Y, sin embargo, para nosotros surge una pregunta importante e inquietante: si deseo estar con Cristo o no. Él ha deseado tanto que estemos con él para siempre, que ha afrontado la vida humana y la muerte. Y nosotros, después de creer todo lo que hizo él por amor, después de recibir el perdón, de tener asegurado este perdón siempre, si me arrepiento de veras, después de alimentarme de su amor, de él mismo en la Eucaristía, después de todos los dones naturales y sobrenaturales recibidos de él… Después de todo eso: ¿deseo yo estar con él o no? ¿Deseo llegar donde él está, para estar con él para siempre? ¿Si o no? Seamos sinceros. No pregunto si tienes miedo a la muerte, ¡ya imagino que sí! No pregunto si tienes miedo a sufrir el dolor de la enfermedad que acompaña a la muerte, ¡ya imagino que sí! No pregunto si te pesa dejar este mundo y todo lo que aquí amas legítimamente, ¡ya imagino que sí! Te pregunto otra cosa, muy sencilla: si quieres alcanzar a Cristo para estar siempre con él.
Si la respuesta sincera es «no», ¿cómo podremos aspirar a una compañía que no deseamos? ¿Cómo podremos creer entonces que el cielo sea cielo y no tormento? Si el amor de Cristo es para nosotros un castigo, sencillamente, no lo tendremos. Y por eso he dicho que la pregunta es inquietante.
Pero si la respuesta es «sí», tiene sentido escuchar todo lo demás. Si la respuesta es «sí», «deseo estar con Cristo, porque estar con él es con mucho lo mejor», como dice san Pablo en la Carta a los Filipenses, entonces, puedes escuchar también de Jesús: «No te turbes. Cree en Dios y cree también en mí». Ahora que conoces tu destino eterno y lo amas, es el momento de la fe: de reconocer que tú no puedes nada y de reconocer en manos de quién te pones, para lo que te quede de camino, poco o mucho, fácil o difícil: en las manos de Dios y en las manos de Jesucristo. El amor guía la fe. El amor a Cristo conduce nuestra fe. Y si en el camino de la vida, corto o largo, hemos de pasar por la turbación, o la oscuridad, por el miedo o la inseguridad, por la confusión o por el dolor y la enfermedad, por la humillación o la vergüenza… Si en nosotros se levantan las pasiones, la decepción, la tristeza, la rebeldía, la ira… nos acordaremos de las palabras de Cristo: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Domingo, 7 de mayo de 2023
Domingo V de Pascua, ciclo A