Salió Judas del cenáculo y Jesús veía con perfecta claridad la oscuridad que debía afrontar en la cruz, la negación de todo amor. Veía el pecado de todos los hombres, veía el pecado de nuestros días y quiso tomarlo sobre sí, para salvar a los pecadores, para salvar también al hombre de nuestros días, para salvarnos a nosotros. Pero Jesús habla de gloria, no de oscuridad ni de humillación sino de la luz de la gloria: «Ahora es glorificado el hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará». Tan claro como que ha de ser abandonado por todos, tan claro como que ha de pasar por la oscuridad, es para Jesús que esa es la voluntad de su Padre y que por ella su humanidad será glorificada y Dios mismo será glorificado. ¿Pero qué significa que su humanidad es glorificada? Significa que su humanidad va a llegar a ser partícipe de la gloria de Dios. Sí, obedeciendo hasta la muerte restablecerá el vínculo de la obediencia propio de la criatura, más aún, el vínculo de la obediencia que es también propio del que es Hijo, y así vencerá la negación de todo amor, que es la muerte, y alcanzará la victoria. En la cruz Cristo vence. Con la humildad, con la obediencia, con el amor de siervo y de Hijo, vence todo pecado y alcanza la vida de Dios, la resurrección. En la humillación el hombre Jesús es glorificado, en la muerte alcanza la vida, en la negación de todo amor alcanza la fuente del amor, la vida trinitaria. También el hombre de hoy, que ha negado al Creador, puede acogerse a Cristo y ser salvado. También nosotros podemos reconocer en este acto de amor a Dios y de amor al hombre la verdad de nuestra condición humana: que somos criaturas, no dioses, que estamos equivocados y que aquel que ha obedecido y nos ha amado cargando con la negación de todo amor es nuestro Salvador. Podemos confesarlo con humildad y decir sencillamente: «Señor mío y Dios mío». Así es glorificado Jesús y es glorificado Dios, porque Dios creó todo bueno, para que subsistiera, y creó al hombre a su imagen para hacerle partícipe de su vida. «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él».
Toda la vida de Jesús, desde el momento mismo en que tomó carne en el seno de María, desde los días dichosos de la vida en Nazaret, tenía como fin este momento. Y en la vida de Jesús todo se encamina a este momento. Cuando está a punto de alcanzarlo dice a los suyos: «Hijitos, me queda poco de estar con vosotros». El amor de Cristo es fuerte: llegará sin vacilar y sin ahorrarse ningún sufrimiento hasta la negación de todo amor, hasta la muerte. Pero no es solo fuerte, como si se tratase de un héroe antiguo, es también tierno: «hijitos, me queda poco de estar con vosotros». Y les da un mandato: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».
San Agustín reflexionó sobre la novedad del amor mandado por Cristo. En sus primeros años como obispo de Hipona creyó que la novedad era que se trataba de un amor más fuerte, más profundo, el amor que llega a dar la vida. No le faltaba razón. Pero con los años se dio cuenta de que la novedad de este amor es que se trata del amor de Cristo y que solo el que se une a él puede amar con su amor. La novedad de este amor radica en unirse a Cristo por la fe y los sacramentos, unirse a él por la oración y dejar que él nos haga partícipes de este amor suyo. El amor nuevo es su amor, el amor por el cual él ha asumido todo pecado, toda oscuridad, toda negación del amor de los hombres y de Dios, el amor con el que se ha entregado a los hombres y se ha puesto en manos del Creador de todos, que es su Padre: «A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu».
Debemos empeñarnos en el camino del amor, del amor a Dios y del amor mutuo. Se anda ese camino adentrándonos en la comunión con Cristo, alimentándonos de su amor. Eso es la Eucaristía: no solo ejemplo, sino sacramento, signo eficaz del amor de Cristo. Es Cristo quien construye la Iglesia, su unidad. Es la Eucaristía la que hace la Iglesia, la que fortalece los vínculos de la caridad, la que hace posible el amor nuevo, una novedad en la relación de los matrimonios y de los hijos, de los amigos…, la que hace posible el amor de los santos, la que hace posible que Cristo sea reconocido en el amor de los cristianos.
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado.
en la Iglesia del Oratorio de san Felipe Neri