Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares
«Madre de todos los vivientes».
 
La Iglesia Universal pospone un día la celebración de la Inmaculada cuando el 8 de diciembre cae en domingo, pero la Iglesia en España tiene el privilegio de celebrar esta fiesta el día 8 aunque sea Domingo. La Iglesia Universal reconoce así la especial vinculación entre la historia de España y la Inmaculada, entre nuestra patria y la proclamación del dogma de la Inmaculada, en 1854, por Pio IX. Que la Purísima proteja esta nación que desde los antiguos concilios de Toledo[1] defendió y promovió la doctrina de su Inmaculada Concepción.
El dogma de la Inmaculada Concepción dice lo siguiente: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano»[2]. Por tanto, como bien sabéis, este dogma se relaciona directamente con la doctrina del pecado original. Por ese motivo, la primera lectura de la fiesta de hoy nos coloca justo en el momento que sigue al primer pecado.
Es conmovedor ver cómo en el inicio de la lectura se dice que Dios busca a Adán tras el pecado: «¿Dónde estás?». Tan conmovedora es la llamada de Dios, como triste que Adán se esconda: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». Aunque el hombre no puede aún alejarse del todo, la Palabra de Dios llega hasta él y se inicia un diálogo: «¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Y después con la mujer: «¿Qué has hecho?». El hilo del diálogo le lleva a Dios hasta la serpiente, pero con la serpiente no dialoga. Dios se dirige a ella directamente con una condena. Esto llama la atención: Dios guarda toda la severidad para la serpiente. Es verdad que tras la condena de la serpiente aparece el castigo del hombre; sin embargo hay una diferencia enorme entre el castigo que recibe la serpiente y el que reciben Adán y Eva. El castigo del diablo es una condena y es definitiva. El segundo es un castigo «curativo», mira a su salud final, a su salvación; es transitorio; y, sobre todo, está acompañado de una promesa de victoria.
La liturgia de hoy no se ocupa del castigo que Dios impone al hombre, sino de la condena del diablo, que comienza así: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida»; y sigue con estas palabras en las que ya se anuncia la victoria del hombre, varón y mujer: «pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón».
Es el primer anuncio del Evangelio, que se escucha cuando la vida del paraíso se ve ya marchita por el pecado: el diablo, con su obra, será aplastado por la descendencia de la mujer. La belleza natural de la creación merma, pero se ha sembrado en su suelo una belleza sobrenatural.
Tras este primer anuncio del Evangelio la liturgia de hoy hace concluir la primera lectura con este versículo: «Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven». Eva transmite la vida. Es la vida dada por Dios en la creación, en primer lugar; es también la herida del pecado; y en tercer lugar, es la promesa, la semilla del Evangelio.
Eva va a transmitir la vida natural, la vida dada por Dios a Adán. Es una vida llena de belleza y de bien, pero herida por el pecado original, que se transmitirá a todos los hombres. Esta doctrina de la universalidad del pecado original, que todos pecamos en Adán, se sustenta en una realidad misteriosa: que existe una unidad sustancial de todos los hombres: Todo el género humano es en Adán «como el cuerpo único de un único hombre»[3]. Fueron Adán y Eva quienes «cometieron» el pecado, pero todos los hombres lo hemos «contraído» en virtud de esta unidad del género humano.
Hay un pecado[4] en el hombre, que le hiere en lo más hondo: en su voluntad, en su inteligencia, en su memoria, en sus deseos. Es una herida de muerte y, si no recibe la medicina adecuada, la muerte acabará corrompiéndolo del todo, envileciéndolo y embruteciéndolo. Y un hombre embrutecido es un monstruo: cerrado a la Palabra, incapaz de palabra, sin Dios. La historia ha visto muchas veces al hombre embrutecido, como una bestia que ha perdido la razón. También ahora lo vemos. ¡Y asusta! Lo vemos, por ejemplo, en la crueldad del aborto, un crimen que clama justicia a Dios; o en la maldad con la que se ofrece la eutanasia a ancianos y enfermos. La eutanasia es la oferta que hombres embrutecidos y bestias ofrecen a los débiles y a los que sufren, porque no quieren padecer con ellos, ni acompañarlos, ni gastar con ellos su tiempo, sus energías o su dinero. Es más fácil decir: «muérete».
Eva transmite la vida que Dios dio a Adán, la más preciosa de la creación, pero, con la herida del pecado. Sin embargo, transmite también el germen del Evangelio: que el linaje de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente, cuando ella lo hiera en el talón. Es una semilla de victoria plantada en la tierra herida. Es una promesa, una semilla oculta, pero viva, porque es de Dios. 
Justamente cuando aparece la muerte, se siembra también la vida sobrenatural: la gracia del Evangelio prometido, una promesa que lleva en sí su propia fecundidad y eficacia, crecerá oculta en la historia de los hombres mientras crece el pecado. El pecado es manifiesto, la semilla del Evangelio, por el contrario, crecerá oculta, custodiada por la fe de Abraham, Moisés, Elías, David, Isaías… ¡Y tantos otros que creyeron la Palabra que les llegaba en su momento!
Hasta que toda la gracia, sembrada en la promesa dada a Eva, crecida como esperanza a lo largo de los siglos en el corazón de hombres fieles, llegó no ya como promesa, sino como realidad desbordante, desde el cielo al seno de María. Es el Evangelio: todo el cielo se inclina hasta María y por su sí Dios se hace hombre. El hombre nacido de María es el linaje prometido que destruirá la obra del diablo. Él es el Redentor. Todos los hombres somos redimidos por Cristo. Nadie se salva si no es por Cristo, no hay otro Salvador.
Nosotros recibimos la redención en forma de perdón y de rescate. María recibió la salvación como prevención del pecado. Nosotros somos perdonados, ella fue preservada: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano».
La obra del diablo, la que se levanta a nuestro alrededor y la que se levanta entre nosotros y en nosotros mismos, por mucho que asuste, tiene el tiempo contado, porque María fue concebida sin pecado, porque engendró al Salvador y el Salvador derramó su sangre por nosotros. La Inmaculada es la gran fiesta del Adviento: mira a la concepción del Redentor y a su nacimiento, a la Navidad; y mira también a la victoria definitiva en la historia, cuando Cristo Rey imponga definitivamente su Reino: «reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». La Inmaculada es nuestra esperanza, es el estandarte de nuestra victoria.
 
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.
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Homilía en la fiesta de la Inmaculada, 2019
en la iglesia de las Bernardas
ORATORIO DE SAN FELIPE NERI DE ALCALÁ DE HENARES
Autor-1495;P. Enrique Santayana
Fecha-1495Domingo, 08 Diciembre 2019 19:48
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[1] Cf. concilios IV (a. 633) y XI (a. 675) de Toledo.
[2] Pio IX, Bula Inefabilis Deus (DS 2803).
[3] Santo Tomás de Aquino. Cf.: CCE 404
[4] Rm 5,12. Concilio de Trento, decreto Sobre el pecado original (DS 1512).