1 de noviembre de 2022
«Bienaventurados»
«Bienaventurados». Esa es la palabra que resuena en esta solemnidad de Todos los Santos. Miramos a la multitud de los hombres y mujeres, niños y ancianos, hombres de todo tipo y condición que han sido fieles a Cristo hasta alcanzar la corona de la santidad. Son de los nuestros, son santos, y participan ya de la gloria de Dios. Algunos se han convertido en nuestros amigos, o en nuestros padres o hermanos mayores. San Felipe ha venido a ser mi Padre, san John H. Newman es mi amigo y mi hermano mayor. Siento que san Ambrosio o san Agustín son amigos también. Y digo: «Sí, sois de los míos y vivís con Cristo».
No peregrinan como nosotros, ni tienen nada que deba ser purificado en el purgatorio. Terminaron su carrera. Ya no experimentan ningún límite en su comunión con Cristo. ¿Qué es esto de no experimentar ya límite aluno en su comunión con Cristo? Un ejemplo. Imaginad a santa María Magdalena. En la tierra amaba a Jesús con un amor mucho más decidido y entregado que el de muchos de los Apóstoles. Ese amor la mantuvo junto a la cruz, pero la muerte se lo arrebató. Después, en la mañana de la resurrección, cuando escuchó de los labios de Cristo: «María», se abalanzó hacia él, al tiempo que se postraba para abrazarse a sus pies. Pero aún no podía sellarse para ella el vínculo perfecto de la comunión con Cristo y escuchó aquellas palabras: «Suéltame, que aún no he subido a mi Padre». Ahora, sin embargo, en el cielo, Cristo está en el Padre, y ella unida a Cristo. ¡Su dicha es plena y perfecta! Espera tan solo que su carne se una a su alma dichosa en la resurrección universal.
Y en Cristo, unidos a él sin los límites que impone esta vida, están también unidos entre ellos. Es hermoso estar con Jesús, a sus pies, como María Magdalena y, al tiempo, poder leer en el alma de san Agustín o exaltar con el amor ardiente de santa Teresa. O ver en cuerpo y alma a Santa María Virgen, inseparable de su Jesús. Será hermoso adentrarse con esta compañía en la vida trinitaria y gozar del amor paterno de Dios y del dulce Espíritu Santo. Como dice el salmo: «¡Qué amables!, ¡qué deseables, son tus moradas, Señor! ¡Mi alma ansía y anhela los atrios del Señor!».
Un día, Pedro, Juan, Andrés, puede que María Magdalena, escucharon de Jesús las Bienaventuranzas. Entonces no eran santos, ni mucho menos. Hoy sí lo son, y están en el cielo. Tampoco nosotros hoy somos santos y por eso hoy las dice Jesús para nosotros, para señalarnos el camino, mostrarnos el fin y animarnos con la bienaventuranza que nos espera.
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Serás dichoso si todas tus riquezas materiales o espirituales las tienes por basura con tal de ganar lo que no tienes aún: la posesión perfecta de Dios. Y si las tienes por nada y las usas para alcanzar el amor que esperas, serás pobre de espíritu y será tuyo el reino de los cielos.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra». ¿Queréis, por ejemplo, conquistar para Dios el corazón de vuestros hijos? Cargad amorosamente con sus pecados, que la mansedumbre os guíe cuando tengáis que enseñar o callar, cuando tengáis que corregir o alabar. Conquistaremos la tierra entera, si aprendemos de Cristo a vencer con la mansedumbre, que por amor carga con el peso del pecado.
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». La vida en la tierra está marcada por el dolor. A todos nos llega. Y, antes o después rompe hasta lo más profundo. Dichoso quien no se rebela contra Dios, sino que busca en Dios consuelo y desahoga su dolor con un llanto que es oración, con un llanto que suplica, y confía, como Pedro y como Santa María, que hicieron de su dolor llanto y, de su llanto, oración. Ese recibirá el consuelo de Dios.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados». El cuerpo reclama el pan y el agua que necesita. El alma tiene también su alimento: la sabiduría y la justicia, que hacen cada vez más grande la sed y el hambre del alma, hasta que es saciada por Dios. Pero el hombre puede negarle al alma su alimento, ahogar su hambre y su sed, hasta aniquilarla. Dichoso tú, si alimentas y acrecientas el hambre y la sed del alma. Si lo haces, Dios la saciará de sí mismo.
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia». Dichoso si entiendes que tú necesitas misericordia de Dios y así usas de ella con tu prójimo. Más dichoso aún, si al recibir ya en esta vida misericordia de Dios, tu corazón se hace también misericordioso, y gastas tu vida atendiendo las necesidades corporales y espirituales de tu prójimo. Alcanzarás la mayor misericordia de Dios, cuando te admita en su compañía eterna.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». La impureza no puede convivir con Dios, que es puro. Además, la impureza hace al hombre incapaz de disfrutar de Dios. Por el contrario, los corazones puros se capacitan para gustar a Dios y con Él están en su elemento vital. Si no eres puro, purifícate con su amor, que se derrama desde la cruz, y nos lleva al confesionario y a la Eucaristía. Allí beberemos su amor sin cansarnos, nos purificará y veremos su rostro. «No nos escondas tu rostro, Señor».
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». El hijo se parece a su padre. Si te conduces con ira, te pareces al demonio. Si te conduces con paz, te pareces a Dios. Y, si llevas la paz a los otros, dándoles a Dios, entonces serás de verdad hijo. Podemos tener muchos pecados, pero podemos trabajar y gastarnos por llevarle a él, que da la paz. Haremos la caridad de llevarlo a todo el que lo quiera. Y la caridad cubre una multitud de pecados y al que da con alegría Dios lo ama. Y Dios será nuestro Padre y nosotros seremos sus hijos.
«Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos». Y si sufrimos cualquier tipo de persecución por Cristo, que es nuestra justicia; si sufrimos no ya por culpa de nuestros pecados, sino por su amor, por serle fieles, por llevarle como pobres vasijas; si sufrimos por mostrar lo que Él ha decretado que es verdadero, bueno y justo, entonces nos alegraremos porque sabremos que el cielo es nuestro.
Santa María Magdalena, san Pedro y los demás apóstoles, san Agustín y san Ambrosio, san John H. Newman, y san Felipe Neri, Santísima Virgen María, rogad por nosotros para que no nos retrasemos en el camino y seamos bienaventurados con vosotros en el cielo.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
En el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares