Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

8-XII-2023

«Llena de gracia» (Lc 1,28)

 Nadie en su sano juicio negará que el mal es universal, es decir, que en este mundo hermoso y bueno el mal aparece en cualquier parte. El hombre es una criatura increíble: es pequeña y débil, pero, al tiempo, es más grande que el universo en el que vive, puede recorrerlo con su razón y la capacidad de su alma es aún más grande, porque ha sido creado a imagen de Dios, libre, capaz de amar y ser amado, capaz de Dios. Sin embargo, también en el hombre aparece siempre el mal.
Demos un paso más: el mal que aparece en el hombre es un mal moral, nace de su voluntad y se dirige a Dios diciendo: «no obedeceré, seré mi propio dueño». No es un «mal» a secas, es el pecado, un acto de desobediencia, una ofensa al Creador. También el pecado es universal. En todos los hombres ha hecho mella desde el inicio de su existencia. El hombre sigue siendo imagen de Dios, sigue siendo capaz de escuchar a Dios y dirigir a él su espíritu, pero su naturaleza, hermosa, grande, ha sido herida y ahora es un rebelde que le dice a Dios: «No serviré, no obedeceré». Nosotros somos ese rebelde.
La Iglesia enseña la universalidad del pecado con la doctrina del pecado original: el primer pecado, cometido por el primer hombre, un acto de desobediencia a Dios, la puerta de entrada del mal en el mundo, que priva de la amistad y de la gracia de Dios, que nos somete al dolor y a la muerte, que nos mantiene inclinados a otros muchos pecados, que ofusca nuestra razón y debilita nuestra voluntad. Y esto llega a todos. Todos tenemos que reconocer con el salmo: «En la culpa nací, pecador me concibió mi madre».
La primera lectura, con un lenguaje simbólico, da cuenta de la realidad del pecado original, cuya maldición alcanza a todos. Pero, como sabéis, en medio de esta maldición, aparece el primer anuncio de nuestra salvación, cuando Dios se dirige a la serpiente, figura del diablo, que ha seducido al hombre y le dice: «pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón». Esta promesa de salvación se cumple cuando María escuche las palabras del ángel y diga: «Hágase». Fijémonos en tres detalles de esta escena, la del evangelio de hoy.
El ángel lleva a María el mensaje de Dios: «Darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús». Jesús, el hijo que va a dar a luz María, es quien aplastará la cabeza de la serpiente, el único Salvador del hombre. Esto está significado ya en su nombre, porque «Jesús» significa en hebreo «Dios que salva». El pecado hace de todos los hombres rebeldes que se alejan de Dios hacia la muerte y Jesús es su único Salvador, nuestro Salvador.
Vayamos a la respuesta final de María: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Si el pecado es un acto de rebeldía ante Dios, por el que decimos: «No obedeceré, seré mi propio dueño», María responde en dirección opuesta a todos los hombres: «Yo sí obedeceré». «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Y este acto de obediencia hizo entrar en el mundo a Jesús, el Dios que nos salva. El Catecismo enseña que para que María pudiese decir estas palabras asintiendo con su fe de forma totalmente libre, totalmente dueña de sí, Dios la preservó de toda mancha de pecado.
Y el tercer detalle. San Lucas termina su narración con una noticia que parece sin importancia: «Y el ángel se retiró». El plan trazado por Dios para salvarnos, anunciado tras el primer pecado, se había llevado a término con el sí de María y se retira: nuestro Salvador había llegado. El tiempo del dominio del pecado daba paso al tiempo del dominio de la gracia. Así pues, tenemos dos grandes imágenes contrapuestas: en la primera lectura el relato del pecado, en el Evangelio el relato del inicio de nuestra salvación.
 
¿Qué dice el dogma de la Inmaculada? Dice que la salvación, obrada por Jesucristo para todos los hombres, le llegó a María de forma que el pecado original no la tocó. Cristo salva a todos los hombres con su perdón. El pecado hace de todos nosotros rebeldes y Cristo nos salva con su perdón. Pero a María la salvación le llega preservándoladel pecado. Ella no necesita el perdón, porque nunca fue rebelde, porque el pecado no la tocó, porque la salvación de Cristo la guardó.
Este hecho único, que María hubiese sido preservada de toda mancha de pecado, tiene una consecuencia: que ella es plenamente dueña de sí, sin ataduras al pecado, con una voluntad fuerte, con una inteligencia penetrante, libre para poder decir: «Hágase» y entregarse al plan de Dios. Y eso es lo que hizo.
La preservación del pecado ocurrió por especial gracia y privilegio otorgado por Dios. El pecado original no la tocó ni en su concepción, ni nunca. Y nunca ella cedió a la tentación con un pecado personal. Desde el principio hasta el fin, ella es «la Toda Santa», «la Purísima», «la Llena de gracia». En ella Dios pone ante nuestros ojos la perfección a la que su gracia quiere y puede llevarnos: «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor». Por eso, esta fiesta nos llena de esperanza.
Por último, el Catecismo enseña que Dios dio a María este privilegio para que fuese la Madre del Salvador, la madre de Dios. La fiesta de la Inmaculada está en relación con la que celebramos el 1 de enero, en la que proclamamos que María es la Madre de Dios.
 
Hemos hablado de la Inmaculada, volvámonos a ella con una oración[1]:
María, Virgen y Madre:  
Venimos a celebrar el misterio de tu Inmaculada Concepción, 
fuente de alegría y de esperanza 
para todos los redimidos. 
Te invocamos con las palabras del ángel: «Llena de gracia»,
el nombre más bello,
el nombre con el que Dios te llamó desde la eternidad. 

Eres la llena de gracia, colmada del amor divino 
desde el primer instante de tu existencia, 
providencialmente predestinada a ser la Madre del Redentor 
e íntimamente asociada a él en el misterio de la salvación. 
 
En tu Inmaculada Concepción 
resplandece la vocación de los discípulos de Cristo, 
llamados a ser, con su gracia, santos e inmaculados en el amor. 
En ti brilla la dignidad y la grandeza de todo hombre, 
siempre precioso a los ojos del Creador. 
 
Quien fija en ti su mirada, Toda Santa, no pierde la serenidad, 
por duras que sean las pruebas de la vida. 
Aunque es triste la experiencia del pecado, 
que desfigura la dignidad de los hijos de Dios, 
quien recurre a ti redescubre la belleza de la verdad y del amor, 
y vuelve a encontrar el camino que lleva hasta Dios. 
 
Llena de gracia eres tú, María, 
que al acoger con tu «sí» los proyectos del Creador, 
nos abriste el camino de la salvación. 
Enséñanos a pronunciar también nosotros nuestro «sí» a la voluntad de Dios. 
Un «sí» que se una a tu «sí» sin reservas ni sombras, 
el «sí» que el Padre quiso necesitar para engendrar al Hombre nuevo, 
Cristo, único Salvador del mundo y de la historia. 
 
Danos la valentía para decir «no» 
a los engaños del poder, del dinero y del placer; 
a las ganancias ilícitas, a la corrupción y a la hipocresía, 
al egoísmo y a la violencia. 
«No» al Maligno, príncipe engañador de este mundo. 

«Sí» a Cristo, que destruye el poder del mal 
con la omnipotencia del amor. 

Llena de gracia eres tú, María. 
Tú, Purísima, «eres fuente viva de esperanza»[2].
Acudimos una vez más a esta fuente, 
al manantial de tu Corazón inmaculado, 
para encontrar fe y consuelo, 
alegría y amor, seguridad y paz. 
 
«Llena de gracia» para ser la Madre de Dios, 
muéstrate Madre tierna y solícita con nosotros,
para que el Evangelio anime y oriente nuestro comportamiento.
Muéstrate Madre protectora de España 
para que de las antiguas raíces cristianas 
sepamos tomar nuevo alimento para construir el presente y el futuro. 
Muéstrate Madre providente y misericordiosa 
de los más necesitados:  
de los indefensos, de las víctimas del pecado de todos.  
Muéstrate Madre de todos
y danos a Cristo, nuestro Salvador. 
«Muestra que eres madre», Virgen Inmaculada, 
Toda hermosa, Toda Santa, Purísima, llena de gracia. Amén.

 Enrique Santayana C.O.

[1] La oración está tomada libremente de la pronunciada por Benedicto XVI en la plaza de España, en Roma, el 8 de diciembre de 2006.

[2] DANTE, Paraíso, XXXIII, 12

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Homilía del día 8 de diciembre de 2023
Fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María
En el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
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