2-II-2020
«Mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos»
San Lucas nos cuenta que María y José llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor y añade que cumplieron las prescripciones de la Ley de Moisés: unas que hacían referencia al parto de las mujeres y otras que se referían a los primogénitos recién nacidos.
En primer lugar, cuarenta días después del parto, la mujer debía hacer un sacrificio por su purificación: un cordero y un pichón o una tórtola (Cf. Lv 12,1-8). Para los pobres esta ofrenda podía consistir en un par de tórtolas o dos pichones. Eso es justamente lo que lleva María, la ofrenda de los pobres. María no necesitaba ninguna purificación. Era ella la que con su parto había traído al mundo al Salvador, al que puede purificar de toda culpa. Sin embargo, ella se somete a la ley de Moisés. Desde el principio se deja claro que Madre e hijo, la Madre del Salvador y el Salvador, no están excluidos de la obediencia a Dios. Al contrario, el camino de la obediencia será el camino de Jesús para salvar al hombre. Eso por lo que respecta a la purificación de María y a la ofrenda de las dos tórtolas o dos pichones.
En segundo lugar, la ley prescribía que los primogénitos debían ser consagrados y, después, rescatados. El evangelista repite las palabras con las que el libro del Éxodo prescribía la consagración de los primogénitos: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (Ex 13,1-2; 13,12-15). Consagrar el primogénito significa entregárselo a Dios. El primogénito es el primer fruto del amor de los padres y, de alguna forma, porta el futuro de la familia cuando los padres falten. Consagrarlo y entregarlo a Dios expresa que todo es don de Dios y que todo le pertenece: también el fruto más querido del hombre, el fruto de su amor, el presente y el futuro, que la meta del hombre y de su amor es solo Dios. Es el reconocimiento de que Dios es el Creador de todo y de que el fin de toda la creación, encabezada por el hombre, es la adoración de Dios.
Junto a la consagración, la ley de Israel prescribía el rescate del primogénito. Muchas de las religiones con las que Israel había tenido que convivir en los siglos anteriores practicaban sacrificios humanos, porque las imágenes de sus dioses les hablaban de poderes sin relación al bien o al amor. La Biblia condena desde el principio esta aberración con la que se confundía la verdadera imagen de Dios y con lo que se destruía al único ser de la creación al que Dios ha amado por sí mismo, al hombre. Dios no quiere la muerte del hombre. Para que Israel entendiese que la consagración del hombre a Dios no es su destrucción se prescribe rescatarlo, que consistía en ofrecer la cantidad fija de cinco siclos de plata (Nm 3,47-48; 18,15-16), que se podían dar a cualquier sacerdote, en cualquier lugar del país. La idea del rescate lleva también implícita la idea de que el hombre nace con una culpa que le enemista con Dios, y que Dios quiere superar esa situación, por lo que prescribe el rescate. La consagración de los primogénitos recuerda que el hombre ha sido creado para la adoración de Dios, el rescate recuerda el pecado original, por el que el hombre ha distorsionado su orientación original a la adoración y la comunión con Dios, recuerda que necesita ser redimido.
Tanto los ritos de purificación de las madres, como la consagración y rescate de los primogénitos, se podían hacer en cualquier lugar del país[1].
Ahora vamos a lo más curioso de lo que cuenta san Lucas: Habla de la purificación de María y de la consagración de Jesús, pero nada dice de su rescate. En lugar del rescate, de la redención del hijo, Lucas cuenta que José y María hicieron algo que no estaba mandado en ningún sitio y que no formaba parte de las costumbres de Israel. En lugar del rescate, viajan hasta Jerusalén desde Belén, llevan a su hijo y lo presentan, lo ofrecen, en el templo. La consagración se concluye no con el rescate, sino con la presentación, con la ofrenda[2] de Jesús. Jesús no fue rescatado, él terminará ofreciéndose en rescate por muchos, para restablecer la amistad entre Dios y el hombre.
Israel tenía que consagrar a sus primogénitos, el primer y más preciado fruto de su amor, pero Jesús no es el fruto del amor de José y María, sino, ante todo, el fruto del amor de Dios por el hombre y es su Hijo Único. Y Dios lo entrega al hombre, se lo ofrece al hombre. Estamos ante un misterio. El Padre "consagra" a su Hijo al hombre, lo dedica al hombre.
Cuarenta días antes, Dios había hecho que naciese de María como hombre verdadero; y ahora, por medio de José y de María, lo presenta en el templo, el lugar donde Israel ofrecía sus sacrificios a Dios. Se da un encuentro sorprendente: la ofrenda de Israel se encuentra con la ofrenda de Dios, los sacrificios de Israel se encuentran con el sacrificio de Dios. La espera de Israel se encuentra con el abajamiento de Dios. Es el movimiento de amor de Dios al hombre, que había empezado en la creación y que ahora ya anuncia la donación total de la cruz. Jesús es el fruto del amor de Dios por el hombre, por eso es Dios quien lo ofrece. Él es de Dios, es Dios que se ofrece:
«De repente llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando […] Mirad que está llegando […], ¿Quién resistirá el día de su llegada? ¿Quién se mantendrá en pie ante su mirada? Es como fuego de fundidor, como lejía de lavandero. Se sentará como fundidor que refina la plata». ¿Quién resistirá este amor de Dios que presenta a su Hijo con tanta debilidad y humildad para el sacrificio en la cruz? Este amor irresistible es el que purifica, el que salva y orienta al hombre hacia Dios.
Ahora, Jesús es también el fruto de la fe y del amor de María, que culmina la fe y el amor del linaje humano y de Israel. Jesús no solo es el Hijo de Dios, es también el hijo de María que se ofrece a Dios, el hijo del hombre. En Jesús se encuentran el amor de Dios por el hombre y la fe y el amor del hombre por Dios. Así pues, la fiesta de la Presentación nos habla de la ofrenda de Dios al hombre, que se culminará en la cruz. Y nos habla de la ofrenda del verdadero Israel, la Iglesia, que ofrece a Dios el sacrificio de Cristo.
María tiene aquí un lugar fundamental, porque ella ha hecho posible finalmente que el amor de Dios hacia el hombre sea también, en Jesús, amor del hombre a Dios. En el templo está María y en la cruz está también ella. En el templo ella lleva al niño en sus brazos y los dos se confunden en una sola imagen, porque ella se ofrece al presentar el fruto de su vientre. En el Calvario ella está al pie de la cruz; allí Madre e hijo son dos figuras separadas, ella aparece como acogiendo el fruto del amor divino que pende de la cruz. Estas dos imágenes de María convergen en la Eucaristía: en ella la Iglesia, con María, inseparable de Jesús, lo ofrece y se ofrece con él al Padre. En la Eucaristía la Iglesia, con María, recibe el don de Dios, el don de su Hijo, con el que Él se nos da del todo.
El templo y la Cruz, la Eucaristía, nos hablan de Dios que ofrece a su Hijo Amado; de la Iglesia que ofrece a su Amado Salvador. Nos hablan de la Iglesia que recibe y acoge el Don de Dios; de Dios que acoge el don de la Iglesia. Todo se centra en estas dos figuras, María y Jesús. Y, al final Jesús, el don de Dios y el fruto bendito de María.
Él es nuestra luz. Y podemos decir con Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Sí, Dios nos presenta a Jesús, su Hijo, nuestra luz y nuestra gloria. El Don que Dios nos hace, que ilumina nuestra vida, invitándonos a unirnos a su camino de obediencia al Padre, para ofrecernos a Dios y llegar a él: «Por Cristo, con Cristo y en Cristo». Es lo que nos enseña la Eucaristía, lo que hace María: acoger el Don de Dios, para entregarle todo con Él.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
P. Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del 2 de febrero de 2020
Fiesta de la Presentación del Señor
Oratorio de san Felipe Neri, en la iglesia de las Bernardas. Alcalá de Henares
p. Enrique Santayana C.O.

;P. Enrique Santayana

Domingo, 02 Febrero 2020 21:11

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[1] Una purificación de los primogénitos no aparece en ningún lugar del AT ni en ninguna tradición judía, por lo cual, cuando Lc habla de la purificación solo puede ser entendida de la madre, de María.
[2] Benedico XVI hace notar que la palabra que aquí traducimos por «presentar» (paristanai), significa también «ofrecer», ofrecer para el sacrificio. Cf.: JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2015) 61.