Funeral por los alcalaínos difuntos
durante la pandemia, 27 de mayo, 2022
«Ha resucitado»
La providencia ha querido que este funeral por todos los alcalaínos y familiares y amigos que han muerto durante la pandemia lo celebremos en el tiempo de Pascua; y en Pascua una afirmación se impone por encima de todas, una afirmación que se va abriendo camino poco a poco en medio del dolor del viernes santo y de la oscuridad de aquella noche, en medio del silencio del sábado, hasta llegar el alba del día siguiente. Los evangelios nos cuentan cómo las mujeres vieron el sepulcro vacío y cómo con esta noticia, Juan y Pedro corrieron al sepulcro, cómo lo vieron tal como lo habían dicho las mujeres, cómo en el corazón de Juan despuntó la certeza: «vio y creyó», dice el Evangelio. Acabamos de escuchar lo que nos cuenta san Lucas: que un ángel se apareció a las mujeres, allí mismo, en el sepulcro vacío. Y allí se oyó esta afirmación que luego se impondría por encima de toda oscuridad, de todo pecado y de todo dolor y que llenaría todo el mundo: «Ha resucitado».
Ha resucitado quien había soportado el peso de todos los pecados, el que había sido triturado por todos los crímenes, el que había sido desfigurado por todos los horrores cometidos desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. El que había hecho suyos todos los miedos y todas las angustias y toda la soledad y toda la asfixia de la muerte. El que había hecho suyo y había participado por adelantado de todo el horror que han sufrido los que han muerto en esta pandemia. Jesús se sumergió en la oscuridad de la muerte, donde el sol calla, y destruyó la muerte con la fuerza de un amor vencedor, el amor del Dios-Hombre.
Y se descubrió entonces, para los ojos de la fe, lo que Jesús había creado en la cruz: un mundo nuevo. De eso nos habla el Apocalipsis: «Yo, Juan» —habla Juan, el que ama y cree— «vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe», el mar que simboliza la tenebrosa muerte que el hombre no puede dominar y donde naufraga; esa muerte no existe en la nueva creación. «Y vi la ciudad santa»: habla de ciudad, porque la nueva creación es una vida común, una comunión de hombres con Dios. «La nueva Jerusalén descendía del Cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se adorna para su esposo», porque esta nueva creación consuma la unión amorosa del hombre y Dios, como un desposorio. Dice: «ellos serán su pueblo y “Dios con ellos” —es decir, el Dios que ha asumido al hombre y todo su pecado y todo su dolor— será su Dios». Y a continuación ve, porque es una visión del cielo, lo que rezamos en el credo: que Dios juzgará y hará justicia. Y aquí aparece el primer sentido de la justicia: Dios que juzga y hace justicia al hombre que ha padecido: «Y enjugará toda lágrima de sus ojos». Sí, Dios hará justicia a todos los que han sufrido. Y esa justicia será eterna: «Ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor». Y Juan escucha en la visión: «Mira», —como: «abre los ojos y date cuenta para que puedas decirlo a los que aún sufren en la tierra»—«Mira, hago nuevas todas las cosas».
Esta es la nueva creación que Dios ha creado con la sangre de Cristo para nosotros, para los amigos, los padres, los esposos, las esposas… que hemos perdido. En la ciudad santa, en la nueva Jerusalén los encontraremos, si somos dignos de ella, en la comunión del Dios Trino y Uno.
Es cierto, y digo esto como un inciso necesario, que llegar allí no es una cosa automática, que el hombre que rechaza el amor de Dios hasta el final no podrá gozar de él. Newman decía que sencillamente el cielo sería un infierno para el corazón que no ha aprendido a amar a Dios. Porque el cielo es Dios, allí todo es él. ¿Qué haría allí el que no lo ama? Todo lo que tendremos allí, también la comunión con los santos, con la Virgen y con todos los que nos han precedido, lo tendremos en él. El cielo es Dios, Uno y Trino. Los que rechazan a Dios de forma pertinaz hasta el final tendrán lo que han elegido: la soledad eterna, más fría que la misma muerte.
Antes he hecho alusión a cómo Cristo hizo suyo nuestro pecado y participó de todo el dolor, la angustia, la oscuridad… que pasamos los hombres. Todo lo que vuestros familiares han pasado, todo lo hizo suyo Cristo por anticipado y todo lo sufrió con ellos, más cerca de ellos de lo que podemos imaginar. Pero igual que hay una participación y comunión en los padecimientos, también hay una comunión y una participación en la gloria.
Cuando llegó el alba de la resurrección, la humanidad de Cristo, que se levantaba de la muerte no ya para este mundo, sino para el Padre, pudo cantar las palabras del salmo responsorial: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». Estas palabras son las palabras de Cristo al levantarse de la muerte y dirigirse como hombre a su Padre: «Tú eres mi Dios», por ti vuelvo a la vida, después de haber pasado por esta tierra y por esta muerte; y mi alma tiene sed de ti, Dios mío; mi carne, toda mi humanidad, la que he tomado por amor al hombre, la carne de María Santísima, la carne de todo hombre, tiene ansia de ti. ¡Con qué ansia se dirigiría el Resucitado a su Padre! ¡Con qué ansia y con qué gozo!
Pues bien, igual que hay una comunión en los padecimientos, también hay una comunión en la gloria. Cuando cada uno de los nuestros termine su purificación en el purgatorio, si no la ha terminado ya, participará de este canto y también nosotros en su momento participaremos de él. Al cantarlo ahora, al rezarlo el domingo de la resurrección de Cristo en las laudes, al rezarlo tantos otros domingos, preparamos nuestra alma, uniéndola a Cristo que se levanta de la fosa y se dirige a su Padre, uniéndola al Cristo total, a los que unidos al Salvador del mundo, se levantan hacia Dios.
Levantemos el corazón, levantémoslo a Dios, levantémoslo con Cristo, con todos los santos que nos han precedido, con todos los nuestros que nos preceden en la Vida Eterna.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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En la Iglesia del Oratorio de san Felipe Neri
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