Homilía del 18-VI-2023
«Sintió compasión» (Mt 9,36)
Dios, después de haber sacado a Israel de Egipto, llegados al Sinaí, lo elige como pueblo santo y sacerdotal. Santo, no porque no sean pecadores, sino porque vienen a ser propiedad del Santo y entran en su cercanía. Sacerdotal, porque tienen una misión en el mundo, ya anunciada a Abraham: «Por ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra». Esta bendición será el amor salvífico del sacrificio de Cristo, el hijo final de Abraham, el hijo final de Israel, que se esparcirá por toda la tierra como la bendición. Esto es lo que vemos en la primera lectura: Dios llama a Israel a su amistad, la alianza, para cumplir una misión que le es aún desconocida: dar al mundo a Cristo, «hijo de David, hijo de Abraham», Hijo de Dios.
Jesús, que viene para convertirse en la bendición para todos los pueblos, sacrificio de Israel, contempla al hombre creado por él y se llena de compasión. Así comienza el evangelio de hoy: «al ver Jesús a las muchedumbres, se compadecía [“se compadeció”] de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, “como ovejas que no tienen pastor”». Antes de este versículo, Mateo ha narrado un largo discurso de Jesús, lo que llamamos el Sermón del Monte, que comienza con las Bienaventuranzas; y, terminado este discurso, nos ha mostrado a Jesús recorriendo «todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias». Es entonces, cuando ha recorrido todo Israel, cuando habla de la compasión de Cristo: «al ver Jesús a las muchedumbres, se compadeció de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, “como ovejas que no tienen pastor”». Jesús tiene la mirada de los profetas, que ven más allá de lo inmediato, y la mirada de Dios, que en un instante ve todo: el corazón de todos los hombres de todo tiempo y lugar. Ve que andamos extenuados y abandonados (maltratados). Se refiere al cansancio del alma, a la oscuridad y el dolor espiritual que provoca el pecado. Y se compadece. Compasión que en Jesús no un mero sentimiento pasajero, sino una verdadera comunión en el dolor del alma. Cristo no mira desde fuera nuestro dolor, aunque sea provocado por nuestros propios pecados, lo comparte, lo toma sobre sí… tanto, que le aplastará en la cruz.
Esta compasión verdadera, que nosotros no podemos casi imaginar, se introduce en el diálogo permanente que Jesús tiene con el Padre. Marcos y Lucas dicen que en este momento Jesús subió al monte a rezar. Cristo ha introducido su dolor por nosotros en la oración, en el corazón de Dios. Mateo dice que a sus discípulos —hasta ahora no eran todos más que discípulos, los que aprenden—, les invita a unirse a su oración: «rogad al dueño de la mies, que mande trabajadores a su mies». De esta oración, de la oración personal de Jesús en diálogo con Dios, de la oración a la que hace partícipes a sus discípulos, nace la elección de los Doce, la institución de la Iglesia. Llama a los Doce porque quiere llegar a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares que contempla con sus ojos de profeta y de Hijo Eterno. Es la constitución de un pueblo nuevo, el nuevo Israel, no ya sobre los doce hijos de Jacob y sus doce tribus, sino sobre aquellos que comparten la vida de Cristo y son llamados por él a participar de su misión. Sus nombres están asociados para siempre a Cristo: «Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón el de Caná, y Judas Iscariote, el que lo entregó». Esta es la formación de la Iglesia apostólica, de la única Iglesia de Cristo.
Y los envía a hacer lo que le habían visto hacer a él hasta este momento, por ahora solo a las ovejas descarriadas de Israel. Van como vicarios suyos, en su lugar, con su palabra y con su poder: «Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis». Los Apóstoles son los primeros beneficiarios de la bendición de Cristo, de ahí eso de: «gratis lo habéis recibido, dadlo gratis». Después de su resurrección este mandato misionero se extenderá a todo el mundo: «Id al mundo entero». Y en Pentecostés, cuando reciban el Espíritu de Cristo resucitado, la Iglesia se manifestará y comenzará su misión.
Entre la formación de la Iglesia Apostólica y el inicio de su misión en Pentecostés, lo que hay es el efecto de la compasión de Cristo, que es la bendición prometida a Abraham, el sacrificio ofrecido por el pueblo sacerdotal: la muerte en cruz. De la compasión amorosa de Cristo, que ha plantado con su oración en el corazón de Dios, habla san Pablo.
Dios nos amó en Cristo, que es su Hijo. Éramos «impíos», esto es, hombres sin Dios. Y entonces Cristo murió por nosotros. «Cristo murió por los impíos». Así conocimos que Dios nos ama: «Dios nos demostró su amor cuando siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros». Sí, Dios nos mostró su amor, que purificó nuestra alma y así pudimos acercarnos a Dios, que además nos acogió como hijos. Así, los que éramos impíos llegamos a ser amigos de Dios e hijos de Dios. «Nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación».
Nosotros somos la visión de Cristo: las ovejas descarriadas, cansadas y maltratadas. Somos el objeto de su oración, aquellos por los que ha constituido a la Iglesia apostólica y aquellos por los que se ha entregado amorosamente en la cruz. Pero también somos parte de esa Iglesia, que tiene una misión en el mundo: llevar a Cristo, llevar en su carne el sacrificio de Cristo.
El amor de Cristo es nuestra gloria, mucho más que la medicina que nos salva, es nuestra gloria. Podemos enorgullecernos de ello con un santo orgullo: «Cristo murió por mí». Pero esta gloria es también nuestra amorosa carga y nuestra tarea hasta la muerte: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado