EL ORDEN DEL AMOR
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- Categoría: Domingo XIII
La ley dada a Moisés disponía un orden del amor humano. El primer mandamiento establecía que solo Dios merece y debe recibir un amor absoluto, amor de adoración: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». El segundo mandamiento era una consecuencia del amor debido a Dios. Reconoce la dignidad superior del Creador de todas las cosas, muy por encima del hombre y del mundo: «No tomarás el nombre de Dios en vano». Con el amor debido a Dios no puedes jugar, no puedes fingir, no puedes amar de boquilla, no puedes rezar si no es con sinceridad. El tercer mandamiento señalaba el carácter práctico de este amor: que todo el trabajo y quehacer humano, sus gozos, su vida familiar y social se encamine a Dios, a su adoración, reservando el séptimo día para este fin, dirigir todo a Dios: «santificarás las fiestas». Santificar el sabat, que la resurrección de Cristo transformó en nuestro domingo, no significa solo descanso y Misa, significa que ordeno toda la vida hacia él, porque no puedo entrar en la presencia de Dios de cualquier forma. No de cualquier forma puedo acercarme a él y, mucho menos, comulgar con él.
El mandamiento del amor absoluto a Dios no niega otros amores, los orienta hacia el único amor total, el de Dios. Solo son legítimos los amores que se dirigen a él, solo es legítimo el amor de lo que es bueno. El mandamiento del amor respetuoso a Dios, «no tomarás el nombre de Dios en vano», no impide amar a Dios con un amor tierno o con un amor filial, o con un amor de amigo, pero muestra que no puedo tomar su amor a la ligera. Puedo perderlo todo, pero no a Dios, sin el cual todo es nada. El mandamiento de santificar el domingo no significa que no sea importante el trabajo, la familia y la sociedad, la patria, sino que su valor depende de estar ordenado al que es realmente valioso, a Dios. Cuando el trabajo o la familia dejan de orientarse a Dios, son ellos los que pierden valor, se hacen vanos, y el corazón queda sin nada realmente valioso a lo que amar, por lo que luchar, por lo que vivir y morir. Con estos tres mandamientos, el amor a Dios da sentido y valor a todo. A partir de este amor, se ordena el amor humano, del que hablan los otros siete mandamientos.
En nuestros días, el mundo enseña un amor sin orden. Amor sin orden según el cual puedo ordenar el amor como me plazca: puedo querer a un hombre o a una mujer, sea yo hombre o mujer; mañana dirán —ya lo dicen algunos— que con el mismo tipo de amor con el que quiero a un esposo o a una esposa, es decir un amor que implica la relación sexual, puedo querer a un niño o a una niña…, porque «lo que importa —según dicen– es el amor»; y propondrán que puedo casarme con mi hermano o con mi hermana, con mi perro o con mi canario…, porque «lo importante —según dicen— es el amor». Por la misma razón, querrán adoptar a su perro o a su canario, no como mascota, sino como hijo. Es un amor sin orden, para un hombre que ya no conoce ni su origen, ni su destino, ni quién es realmente. El amor sin orden que enseña este mundo lleva al alma, que es de dignidad divina, a amar lo que no es nada para ella, o peor, lo que es basura para ella. Amar lo que es indigno del alma, la lleva al vacío, a la muerte, a la destrucción propia y a la destrucción de la vida familiar y social. El vacío, la tristeza, la ansiedad, son características de este mundo que ha desnortado su amor. ¡Lo pregonan los políticos! ¡Lo enseñan con sus leyes injustas! ¡Lo imponen en la escuela y por las calles! ¡Y amenazan a quien lo critica! El único dique de contención de esta locura es la existencia de Dios, el ser absoluto, que enseña al alma dónde dirigir su amor y cómo ordenar todo amor humano.
El Dios de la Biblia nos enseña que nosotros somos un tú para él, un tú que él ha creado por amor, un tú capaz de Dios, para ser amados por él y para amarle a él. Dios enseña que en su amor está el origen y el destino de nuestra vida, nuestro bien y nuestro gozo. Y que no hay otro bien y otro gozo verdaderos y definitivos. Solo él es digno de nuestro corazón, solo en él encontramos descanso. Por eso se nos manda amarlo, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Todo lo demás ha de ser juzgado y ordenado en referencia a él.
Curiosamente, los mandamientos de los que venimos hablando, son dados por Dios no solo apelando a su amor Creador, sino también a su amor salvífico. Dios los dio a su pueblo una vez que los liberó de la esclavitud. Es como si dijese: «Mirad mi amor por vosotros, este es el amor que os ha dado la libertad y que ahora le da sentido y dirección conduciéndoos hacia la Tierra Prometida. Ahora ordenad vuestro corazón, vuestras obras, los pasos de vuestra vida, como hombres libres, no esclavizados por las pasiones, hacia lo que vale de veras, con en el doble precepto del amor a Dios y del amor a los hombres.
En el Evangelio, Cristo aparece poniéndose en lugar de Dios, exigiendo para sí el amor que exigía Dios en el Sinaí: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí». Jesús puede exigir este amor porque él es Dios. No solo el Dios que creó nuestro corazón a su imagen, para hacernos sus interlocutores, es el Dios que se ha hecho hombre para estar con nosotros, para tomar nuestras miserias como suyas, para salvarnos no desde el cielo, sino acompañándonos en el camino de la vida. No solo es el Creador, no solo es el Salvador que, poderoso, salva desde el cielo, sino que se ha puesto delante de nosotros para afrontar la cruz, la muerte. Se ha entregado a la muerte por nosotros, amándonos a nosotros, ¡él a nosotros!, más que a su propia vida. Así, que no solo exige ser amado como Dios, por encima de padre y madre, de amigo o de patria, sino más que a uno mismo. Porque de esta forma él nos ha amado primero. Solo el que esté dispuesto a un amor como este se hace interlocutor de su amor. Todo otro amor que queramos ofrecerle es solo desprecio: «el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará». Todo amor no ordenado por este amor único se perderá en la nada. Todo amor verdadero, aunque sea pequeño, ordenado por él encontrará estabilidad en él, el único amor estable.
La cruz y la Eucaristía, donde está siempre viva la cruz, ordena el amor de los cristianos. Allí se nos muestra qué es el amor y se nos ofrece aquel a quien debemos amar por encima de todo, el que ordena todo amor. No cualquier sentimiento de afecto o atracción merece el nombre de amor. No cualquier objeto, animal o persona, puede ser objeto de cualquier tipo de amor. La cruz nos enseña qué es el amor y ordena nuestro amor, primero al Dios Creador y hecho hombre, que nos ha amado; luego a nuestro padre, madre, hijo, hija, esposo, esposa, amigo, patria, cada uno en el orden dado por el Creador. Así nuestro amor no es un amor alocado, no es un amor irracional, no es un amor animal, ni un amor que se denigra y se hace depravado y vicioso, que acaba haciéndonos viles, seres monstruosos.
Al amar a Cristo, que nos creó para sí, que nos amó primero y hasta la muerte, que nos ha abierto el cielo para un amor que no muere… al amar a Cristo amamos todo lo que es bueno, santo, bello, verdadero, y a cada persona y cada cosa en su orden. Y todo dirigido a él, el realmente Bueno, el Santo, el Inocente, el eterno Amante. Con toda la Iglesia, esposa de Cristo, y de todo corazón, con los labios y con cada paso de nuestra vida, digámosle las palabras del salmo: «Tú eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia» (Sal 45,3).
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.Archivos:
Homilía del domingo XIII del tiempo ordinario, ciclo A.
El 2 de julio de 2023, en el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares.