XXVIII Dom. TO A – 11, X, 2020
Homilía para los de casa
El contexto es el mismo que el de los domingos anteriores. Jesús está en Jerusalén, afronta el final de su ministerio público y dirige a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos una serie de parábolas que hablan del Reino de los Cielos y tienen un acentuado tono polémico, de lucha. Y es que con las parábolas Jesús no habla de terceras personas, sino de sí mismo y de la posición que toman ante Él quienes escuchan. Ahora bien, a lo largo de la historia, cada palabra suya, como cada gesto, llega viva hasta nosotros y nos concierne a nosotros: «Mis palabras no pasarán». Y eso no porque expresen verdades eternas que están más allá de las contingencias históricas. «Dos más dos son cuatro» es una verdad eterna, pero no hablamos de eso. La palabra de Cristo llega hasta nosotros porque Él Vive, porque resucitó, rescatando del tiempo cada gesto y cada palabra de su vida en carne. La primera cosa que me parece importante es que nos demos cuenta de este hecho: Cristo entra en polémica con nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Nos habla de él y de nosotros.
Por tanto, no somos espectadores curiosos de la lucha de Cristo por romper la dinámica del juicio de las autoridades de Jerusalén. La llamada y los dones de Dios requieren una atención continua y un continuo salir de uno mismo. No estar prevenido sobre esta realidad y pensar que el sí dado una vez a Cristo, que permanecer en una cierta costumbre de vida moral y sacramental, significa ya una confirmación de nuestra vida en la gracia, de la salvación eterna, son un error peligroso. Cristo nos llama personalmente, polemiza con nosotros, quiere romper la tendencia tranquilizante de nuestras rutinas.
La parábola habla de un rey y de su hijo. En Israel la imagen del rey representa a Dios, el verdadero Rey de Israel. El “hijo del rey” representa a quien les habla. Ya en la parábola anterior Jesús se había presentado veladamente como el hijo del dueño de la viña. Ahora es el protagonista de las bodas reales y de su banquete. Los festejos de las bodas solían durar varios días, pero todo culminaba en el banquete. Para nosotros, el banquete es lo que viene después de la boda, pero en el mundo judío la boda culminaba justamente en el banquete.
«Bodas» y «banquete» aúnan dos líneas proféticas del Antiguo Testamento: los desposorios de Dios con su pueblo y el banquete escatológico. En el desposorio la esposa deja la vida donde ha nacido y entra en la intimidad amorosa y en el ámbito vital del esposo. «Olvida tu pueblo y la casa paterna», dice el salmista a la esposa. El Antiguo Testamento ya presenta a Dios que desposa a su pueblo. La imagen del banquete, preparado por Dios para el hombre, universal y definitivo, confluye, como la imagen de las bodas, en la comunión de vida con Dios. Es la Sabiduría la que prepara un banquete que se caracteriza por adentrarse en el conocimiento de Dios. En el libro de los Proverbios (9,1-5) la Sabiduría da de su pan y de su vino: «Venid, comed de mi pan y bebed el vino que he mezclado para vosotros». Es un banquete de comunión que hace superar la insensatez, la ignorancia de Dios, que introduce a la amada en la intimidad del Esposo, para saciarla de conocimiento. También en el libro del Eclesiástico la Sabiduría ofrece sus frutos, que no se agotan, que sacian, pero que no matan el hambre: «Acercaos a mí los que me deseáis, y os saciareis de mis frutos […]. Los que me comen siguen teniendo hambre, y los que me beben siguen teniendo sed» (Si 24,19-21). En la lectura de Isaías que hemos escuchado, con el banquete preparado por el mismo Dios, el convidado deja atrás la muerte vencida («aniquilará la muerte para siempre»), entra en la vida plena de la riqueza divina y se goza con Dios: «Aquí está nuestro Dios».
Pero, ante el gozo que expresa Isaías: «Aquí está nuestro Dios […] Celebremos y gocemos con su salvación», Jesús denuncia el desdén y el desprecio de los invitados, que se subraya de varias maneras. Se dice que el rey envía sus siervos a avisar a los invitados, literalmente en griego «llamar a los llamados». La invitación a las bodas ya había sido cursada con tiempo, ahora solo se da el aviso de que todo está listo, no es un aviso repentino. Eso hace más grave el desprecio de los convidados. Además el rey insiste, cosa realmente impensable. Hay un desprecio contumaz. Algunos invitados no solo desprecian la invitación dedicándose a sus cosas, sino que maltratan y matan a los siervos enviados.
El rey de la parábola acabó con los homicidas y prendió fuego a la ciudad. Muchos estudiosos dicen que es una referencia directa a la destrucción de Jerusalén. En todo caso, habla de la imposibilidad de volver atrás en ciertas decisiones. Hay un «no» a Dios del que uno ya no puede volver atrás. Nosotros recibimos una invitación urgente: «Tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas», pero siempre podemos permanecer vueltos sobre nosotros mismos y nuestros importantes asuntos; más aún, siempre podemos dar un «no» definitivo. Estas dos posibilidades ya deberían hacernos volvernos a Dios.
La parábola tiene una segunda parte que consiste en un nuevo envío de siervos para llenar la sala del banquete, que solo se puede entender —me parece a mí— como un anuncio del nuevo Israel, que ahora se hace universal, la Iglesia universal. Hombres que no habían recibido las promesas son ahora invitados sin preparación alguna anterior. Y la sala se llena de invitados, buenos y malos. Toda esta parte de la parábola está marcada por el hecho de que el rey visita a los convidados ya reunidos para el banquete y observa a uno que no tiene vestido de bodas. Eso significa que los demás sí lo tenían. Y aquí la parábola se abre a un gran número de interpretaciones: todos los que entran en la Iglesia por el bautismo reciben la gracia santificante, pero ella requiere la respuesta personal y libre; o bien, todos entran por la fe y el bautismo, pero se requiere además la caridad, el doble mandamiento del amor. Sea como fuere, lo decisivo es entender que se puede estar aquí ante Dios, día tras día, y al fin, ser arrojado a las tinieblas. Seguro que, por lo dicho por Jesús en otros pasajes, el amor tiene mucho que ver con esto. Es, por cierto, la interpretación que hace del traje de bodas Gregorio Magno: el vestido de bodas es la custodia de la gracia de la caridad, sin la cual no es posible adentrarse en la amistad de Dios.
El primer movimiento de la caridad viene de Dios, que nos ha llamado, no una, sino muchas veces a gracias cada vez más altas, a una intimidad con él cada vez mayor («De su plenitud hemos recibido gracia sobre gracia» Jn 1,16). Cada llamada requiere una respuesta, con la que se avanza en esta intimidad. El último movimiento de la caridad es también el de Dios, la elección, que es literalmente, según el griego, un «nueva llamada», una llamada definitiva.
¿Qué se requiere para la primera llamada? Que se dibuje en nosotros la posibilidad del adentrarnos en la gracia del amor. Esa posibilidad la tenemos por la misma creación, por haber recibido la imagen de Dios, la del primer Adán. Por eso «muchos», «todos» son llamados. Pero, ¿qué se requiere para la segunda llamada? Que nos hayamos adentrado en el diálogo del amor cristiano, la comunión con Cristo, que en nosotros viva la imagen de Cristo crucificado por amor, el segundo Adán. La última llamada requiere un amor que pueda ser «elegido», que Dios pueda amar, en el que Dios pueda gozarse, en el que reconozca no solo a la criatura, sino al Hijo. La última llamada, la elección, requiere la caridad de Cristo, el amor de la cruz. Se entiende así que «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».
La medida de este amor que posibilita la «elección» de la criatura, esta llamada definitiva, me hace recordar las palabras del salmo que tantas veces se ha aplicado a santa María Virgen: «Escucha hija, mira, inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna, ¡el Rey se ha prendado de tu belleza!» (Sal 54,11-12). No podemos engañarnos, no podemos aspirar a la vida divina sin crecer en este amor que nos hace partícipes de la belleza de Jesús y de María. Cristo entra en polémica con nosotros, en lucha con nuestra resistencia, para que avancemos en la comunión de su amor y podamos ser objeto de la elección definitiva.
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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