Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

varias_1«Tú vienes a mí armado de espada, lanza y jabalina; yo voy a ti en nombre del Señor de los Ejércitos». No es difícil ver en David un anuncio privilegiado de Cristo, un “tipo” de Cristo. Nos bastaría fijarnos en estas palabras con las que David se enfrenta al peligro y luego en aquellas otras con las que Jesús se enfrenta a la muerte: «A tus manos encomiendo mi espíritu».

Sin embargo hay diferencias.

David se enfrenta al peligro fiado de Dios, con la certeza que le da la fe, la certeza de que su Dios es el Señor del Cielo y de la Tierra, el que todo lo creó de la nada. No hay fuerza que se resista. El Creador no tiene antagonista posible.

En Cristo hay algo más: la conciencia filial. La confianza y la obediencia del Hijo. Él no se va a enfrentar a la cruz, pensando que Dios le va a hacer inmune a los clavos, a la pérdida de sangre o a la asfixia. Él se entrega a la muerte y sabe que entra plenamente y hasta el final en ella. Realmente va a ser vencido, pero así alcanzará una victoria definitiva.

Aprendemos de David a enfrentarnos a los gigantes, a los poderes adversos que nos superan, con la confianza de que Dios no tiene adversario. Pero nuestra fe debe crecer desde el grito de Guerra de David hasta alcanzar el abandono filial de Cristo.

Para esto se requiere el ejercicio diario de enfrentarnos a los problemas fiados de Dios y, sobre todo, se requiere el entrenamiento de la obediencia. La obediencia tiene muchas formas preciosas de ser ejercitada, no sólo en la vida reglada de una comunidad religiosa, también en el matrimonio. La misma realidad nos brinda la oportunidad de la obediencia en el reconocimiento de la verdad de las cosas y en nuestra adecuación a ellas. Las circunstancias de la vida nos enseña la obediencia cuando se nos impone de mil formas imprevistas y muchas veces dolorosas. Pero no hay mejor ejercicio de la obediencia que aquel que impone el amor: el de los esposos, el amor paterno-filial, o el amor fraterno en la vida común.

Nos entrenamos en la obediencia y ejercitamos el espíritu y el cuerpo hasta entregamos por entero, sin la pretensión de victorias parciales, con la sola  certeza de que «en la vida o en la muerte somos del Señor», de que de una forma u otra estamos en sus manos providentes.

Aprendemos a pasar de la confianza audaz de David al abandono total del Hijo, porque Dios nos ha llamado a ser sus hijos, a participar de la vida del Hijo Único. De este entrenamiento habla el salmo: «adiestra mis manos para el combate, mis dedos para la pelea». Aprender a ser hijos. Este es nuestro entrenamiento  y nuestra lucha.

Aunque lo más importante sobre este entrenamiento está por decir: en él Cristo no es un modelo. Nos entrenamos porque él se ha unido a nosotros, porque él nos da su vida y nos hace partícipes de ella, paso a paso, gracia tras gracia. El permanente principio de este entrenamiento, que nos hace pasar del grito audaz de David a la confianza filial de Jesucristo, es la comunión con el que es Hijo, una comunión que don confiere la fe apostólica y la celebración litúrgica de los sacramentos. Unidos a él y en su compañía, aprendemos también nosotros a ser hijos, hasta que lleguemos a entregarnos por entero.

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