Estos días he vivido una experiencia dolorosa y triste -pero en ningún caso infructuosa- que puede resumirse en el título que he elegido para este escrito.
Aquel día llegué con muchas ganas de encontrar en casa un lugar donde sentirme a gusto, en familia, un espacio donde descansar después de un día intenso...pero Dios tenía otro plan para mí que, en un primer momento no supe ver ni aceptar: quería enseñarme algo de Él, que hiciese experiencia de una vivencia suya demasiado frecuente. Frente a mis deseos, estaban los planes de los demás, que eran absolutamente distintos de los míos, más bien contrarios: a los pocos minutos de llegar ya no estábamos ninguno en casa, había llegado en mal momento.
Reconozco que en ese momento me dolió, me molestó y me sentí como un invitado no deseado, como aquel que sabes que viene pero que te rompe tus planes, como el que viene pero no es realmente deseado por los anfitrión porque su visita descabala los planes previstos, los intereses de cada uno en ese momento...y, si le abrimos la puerta de casa, en el fondo de nuestro corazón estamos deseando que se vaya para poder seguir el plan preestablecido. Sentí que no era querido, que en aquel momento era persona 'non grata', un sentimiento enmarañado con otros pensamientos y recuerdos de mi vida pasada. Mi primer pensamiento se fue a todos esos bebés que están en camino pero que no son deseados...y quizás no lleguen nunca.
Poco después, pensando en la situación que había vivido, me di cuenta de que yo también hubiese hecho lo mismo, me veía identificado con ellos, si hubiese estado en su situación también hubiese deseado que el tardón se fuese cuanto antes para ir a mis intereses.
Pensé también en mis padres y en la situación similar que viven a diario muchas madres y padres de familia que llegan de trabajar a casa, con grandes deseos de 'quitarse los zapatos' y verse acogidos en su propia casa, de recibir un beso al llegar, de ser saludados con una sonrisa de cariño sincero, con una pregunta que se interesa realmente por ellos, por su actividad de ese día,...y, sin embargo, son saludados rutinaria y fríamente por su familia, quizás la primera noticia que les dan es algún problema que tienen que solucionar o encontrarse con alguna discusión doméstica. No sienten que llegan a un 'hogar', a un lugar cálido donde descansar tras un duro día de trabajo, a un espacio de amor donde poder volcar el corazón con confianza y con la seguridad de que son escuchados, comprendidos, amados; y es muy fácil que se les pase por la cabeza un pensamiento como: 'si en mi casa no me considero querido y sólo sirvo para solucionar problemas o para traer dinero, me volcaré en aquel ambiente en el que sí lo soy, pasaré más tiempo con aquellos que me muestran un amor y una cercanía que no encuentro en mi propia casa, desearé más estar con los de fuera que con mi familia'.
Así se rompen las familias, de sangre y espirituales, porque parece que las cosas que nos rodean son más importantes que las personas con las que vivimos, porque tenemos la impresión de que no vivimos para y por los otros sino para mí con los otros, y eso enfría el corazón humano y, por tanto, las relaciones. ¡Cuántas infidelidades matrimoniales o de personas consagradas se habrán dado sólo por esta razón!, y cuántas se habrían podido evitar si viviésemos un poco más descentrados de nosotros mismos, de nuestros planes, de los intereses particulares tan urgentes.
En seguida asocié también lo que había experimentado con este tiempo de Adviento que estamos celebrando: pensé en cómo Jesús va a venir pero no es deseado en muchos corazones, en cómo anunciamos su venida a diestro y siniestro pero sin abandonar nuestros planes; pensé que Jesús es el gran anunciado no deseado: "Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron" (Jn 1, 11), "no había sitio para ellos en la posada" (Lc 2, 7)...cada uno miraba por sí mismo, tenía sus planes, no renunciaba a sus intereses. Me acordé de las palabras de Newman sobre la caridad: "la primera obligación de la caridad es el esfuerzo por situarse en el pensamiento y en los sentimientos de los demás"...y pensé en el mundo que estamos creando, un mundo en el que nos necesitamos pero no nos queremos, que aceptamos vivir juntos y nos organizamos en el trabajo o en la casa, coordinamos labores y más o menos nos soportamos, pero no nos amamos, no deseamos con sinceridad el bien del otro sino que generalmente buscamos el propio interés, ¡y me refiero a la gente de la Iglesia, no a los que no tienen fe!: vivimos más centrados en nuestros planes que dispuestos a escuchar a Dios en los demás y en los acontecimientos. Y me dio pena. "Los suyos" necesitamos una conversión radical, de arriba a abajo, del primero al último.
Cuánto dolor debe experimentar nuestro Señor al ver cómo 'esperamos su venida', qué hay realmente en nuestro corazón, en qué hemos convertido la Navidad, qué posibilidad de conversión sincera le ofrecemos, dónde radica nuestra alegría, en qué están puestas las esperanzas de cada uno, qué da sentido a nuestra vida cada día, qué es lo primero para nosotros, ¿damos más importancia a las cosas que a las personas, a nuestros planes que a Su plan?...Qué tristeza más grande me dio el comprobar que, dos mil años después, sigue sin haber sitio en el mundo para el que lo ha creado y viene a salvarlo. Como en aquel momento en Belén, también en nuestras ciudades hay una gran cantidad de gente en estos días que no le reconocen (ni en los demás, ni como Señor, y menos aún como Salvador...¿de qué?), pero celebra su Natividad.
Verdaderamente, considero lo vivido como una palabra de Dios para mí en este Adviento, una experiencia que me cuestiona: ¿cómo preparo realmente su venida? ¿de verdad deseo que venga a mi vida, a mi mundo, a mis planes? ¿tengo sitio para El? ¿por qué espero o preparo su venida, por qué es importante para mí? ¿sinceramente creo que necesito un Salvador y su salvación? Dame más amor, Señor, convierte mi corazón; hazme decir con sinceridad desde lo profundo de mi ser: "Ven, Señor Jesús" y "devuélveme la alegría de tu salvación".