”¡Es terrible! ¡Qué horror! ¡Me da vergüenza! ¡Menudo escándalo! ¡Vaya triunfo del diablo!”
Seguramente habréis escuchado estas expresiones o se os hayan pasado por la cabeza otras parecidas mientras cubríais el rostro con vuestras manos al escuchar los casos de abuso sexual, de conciencia y de poder que iban surgiendo en las últimas semanas...¡y no es para menos! Una vez más, el Cuerpo de Cristo ha sido desgarrado y profanado de modo terrible y vergonzoso, con el agravante de que los protagonistas han sido aquellos que un día se comprometieron públicamente a cuidarlo y protegerlo.
”¡Esto no puede seguir así! ¡Algo hay que hacer! ¡Hay que acabar con esto de una vez por todas!”
Las soluciones que más frecuentemente he escuchado se resumen en incrementar los mecanismos de control sobre la vida de los eclesiásticos, estrechar los criterios de selección de candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada, mayor vigilancia en la relación de clérigos con menores y adultos vulnerables, aumentar los filtros de internet a páginas pornográficas, una normativa más severa para crímenes de este tipo,...en definitiva, confiar en una legislación más estricta.
Propongo algo más barato, más beneficioso y más fructífero para el hombre, para la Iglesia y para la sociedad. Ciertamente, habrá que “rellenar” las lagunas legales que existan, pensarse dos veces si quien va a ordenar cumple los requisitos necesarios y dificultar el acceso a la pornografía en internet, pero no debemos olvidar que el sentido profundo de una ley es proteger un valor, algo que se considera valioso para el perfeccionamiento de la persona y/o de la sociedad; por tanto, la ley tiene un sentido iluminador (señala un bien grande) y protector (evita que ese bien se destruya, y con ello la persona y/o la sociedad), y el deseo del legislador es que integremos ese valor en nosotros, que lo plasmemos en nuestras palabras, pensamientos, obras y sentimientos, que forme parte de nuestro modo de ser más profundo (aquello que S. Juan Pablo II llamaba el ethos). En la medida que el valor conforme nuestro ser, caminaremos hacia la excelencia, hacia la vida virtuosa, hacia la felicidad.
Ajustar el comportamiento a una norma externa (impuesta por otro) no es suficiente. Se puede “seguir las reglas” toda la vida y no SER mejor, podemos cumplir las normas y no tener un corazón bueno, no ser santos (¡cuantas veces nos sorprendemos de delitos cometidos por “bellísimas personas”!). Y cuando una vive una doble vida, al final la parte oscura sale a la luz y genera escándalo o dolor.
”Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20). Si sólo cumplimos aparentando ser pero no somos, no experimentaremos la alegría de vivir con un corazón como el de Cristo; si nos limitamos a hacer lo correcto porque está mandado, pero ese bien no brota de modo natural y espontáneo de nuestro ser más profundo, llevaremos una existencia correcta pero sin vida, sin gozo, sin amor. Si nuestro comportamiento es conforme a la ética pero nuestro ethos no está realmente dirigido hacia el bien que proclamamos con nuestros actos, no estamos viviendo una “moral viva” sino la de los escribas y fariseos. De ahí que Jesús pueda decir sobre nosotros aquellas palabras de Isaías: “Este pueblo me alaba con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,13; Mt 15,8)
Eso es lo que le pasaba al joven del evangelio que cumplía todos los mandamientos pero se veía lejos de la vida eterna (de Dios): cumplía (seguía una ética) pero su corazón no estaba dirigido a ese Bien que encierran los Mandamientos, estaba orientado a lo que no era Dios (a las riquezas). Era un idólatra, por eso no era feliz. Dice San Marcos que Jesucristo “mirándole le amó” –¡qué impresionante!– y con las palabras “una cosa te falta” le muestra el camino para salir de esa idolatría y asentar su corazón en lo que verdaderamente merece la pena, pero rechazó la oferta.
¡No basta la ley para elevar al hombre! La ley tiene un valor pasajero para que desea una vida virtuosa, por eso en el mismo Sermón del Monte Jesús utiliza la fórmula: “Habéis oído...pero YO os digo”; es como si nos dijese: Habéis oído la ley, pero yo os traigo un “nuevo ethos”, una moral viva que supera la ley, que os hace excelentes. Vuestro corazón está herido por la concupiscencia, tiene fallas, “hace agua”, está distorsionado, y hay que redirigirlo...pero vosotros no podéis, necesitáis mi ayuda, mi gracia, un don que viene del cielo y que os regenera. Esa es la razón por la que, a pesar de saber que no debéis mentir, ni fornicar, ni robar (conocéis la ley) vuestro corazón desea mentir, fornicar y robar. ¡No podéis! ¡No podéis!
“¡Venid a mí!” (Mt 11,28). “Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). Hemos de ir a Cristo, abrirle el corazón maldirigido y pedirle que lo reoriente hacia el Amor con su Espíritu Santo, que es quien –como dice el Catecismo– “transformará vuestros deseos, les dará nueva forma” (CCE 2764). Como enseña San Pablo, “para ser libres nos liberó Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud” (Ga 5,1), por eso considero que el camino es educar el corazón más que incrementar y endurecer las normas, dirigir los esfuerzos a transformar la conciencia más que los códigos legales, una educación que convierta los corazones y cree un nuevo ethos.
La transformación en Cristo es un don y una tarea, conjunción de la gracia de Dios y de la libertad del hombre que se abre al Espíritu Santo para que le capacite a amar según el plan originario de Dios, como Cristo nos ha enseñado; en esto consiste la “moral viva” que Cristo nos ofrece vivir, mediante la cual tomamos conciencia de lo que significa ser hombre, del profundo significado de nuestra humanidad con respecto a nosotros y con respecto a los demás. Un corazón así, una moral tal, un ethos como este erradica el uso y el abuso sobre los demás, y nos acerca al servicio por amor que caracteriza a Cristo y a su discípulo (Jn 13,1-20).Jesucristo no ha venido a darnos más normas de las que había (eso lo hicieron los fariseos con los Mandamientos y llegaron a más de 600); él ha venido a regenerar nuestros corazones para que nunca más necesitemos normas y quiere hacernos plenamente humanos y que resplandezca en nosotros la imagen divina que Dios grabó en nuestra carne. A ello nos ayuda la Teología del Cuerpo desarrollada por San Juan Pablo II y que dejó a la Iglesia como magno legado. Propongo que nos aprovechemos de ello en este tiempo de crisis moral y de identidad que nos circunda; diría que es el arma más poderosa que tenemos en la actualidad para desplegar una Nueva Evangelización que devuelva la esperanza y el sentido de a vida a un hombré desorientado, desnortado del fin Para el cual ha sido creado. “Jesús, penetra y posee todo mi ser tan completamente, que mi vida sólo sea un resplandor de la tuya” (Card. J. H. Newman).