Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

Varios_2Al inicio de la Cuaresma escuchábamos esta palabra de Isaías sobre el verdadero ayuno, y confieso que ha sido una palabra luminosa para mí; el versículo completo dice: «El ayuno que yo quiero es este -oráculo del Señor-: abrir las prisiones injustas, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos». Y es que, con más de una persona, a veces somos tiranos, porque las encarcelamos en nuestro corazón injustamente: no aceptamos su manera de expresarse o de vivir, nos molestan sus bromas o su forma de ser, sus manías, sus debilidades... Y, como siento rechazo hacia ella, la recluímos en lo más recóndito del corazón y la etiquetamos como “persona non grata”.

 

Criticamos a los dictadores y clamamos al cielo indigno por sus injusticias, pero ¡cuántas veces actuamos como ellos! Muchos tenemos un tirano en el corazón que dificulta a Dios poder amar a sus hijos a través de mí. Oprimo con mis cánones de comportamiento, pongo el cepo de mis criterios, catalogo a los que no se ajustan a mis parámetros,... ¿No os recuerda esto a la promesa que le hizo el diablo a Adán y Eva? «Seréis como dioses» (Gn 3,5), vosotros decidiréis qué está bien y qué está mal, tú mandarás y dominarás, tú seras el canon de la verdad, y todos se tendrán que plegar a tu verdad o...morirán, no tendrán derecho a vivir (en tu corazón). La soberbia de Satanás, inoculada en el hombre, sigue latente en muchos de nosotros.

 

Pero Dios nos ha dado una palabra de salvación, una medicina con la que vencer esa enfermedad: su Hijo Jesús, modelo de humildad y de obediencia; en Él venceremos si -fijándonos en Jesús misericordioso- aprendemos a mirar como Él: la mirada de Cristo irradiaba amor, por eso era distinta. La conversión consiste en eso: reorientar el corazón a Dios, volver a encaminarnos hacia Él, recolocarle en el centro de nuestra vida, devolverle el valor absoluto y descubrir que todo lo demás es relativo. Eso sólo es posible cuando una luz ha iluminado algo que estaba en la oscuridad para mí, que estaba escondido, velado; y esa luz es la gracia de Dios: la conversión es un don de Dios, una gracia, no un fruto del voluntarismo.

Ciertamente, el esfuerzo es necesario para afianzar y acrecentar la gracia que ha iluminado lo que estaba a oscuras, y que se convierta en virtud, pero el primer movimiento es obra de Dios. Si miramos a María, vemos que Dios siente una gran predisposición para dar su gracia a los humildes, a los que reconocen cómo son, a los que viven en la verdad de sí mismos. Los soberbios juzgan -interna y/o externamente-, pero los humildes aman siempre y a todos, porque todo lo ven amable y, sobre todo, a aquellos que son la imagen de Dios en la tierra. Tienen la mirada de Dios, por eso aman con el corazón de Dios, son felices -aún en medio de las adversidades- y hacen felices a los demás.

Hemos de repetir muchas veces: «Hágase en mí», hazlo Tú en mí. Es necesario que Tú crezcas y que yo mengüe (Jn 3, 30); cura mis ojos, dame tu luz para que pueda mirar a los demás como Tú les miras, no quedándome en la apariencia o en sus obras externas, sino que sea capaz de mirar su corazón y así ser  instrumento tuyo para paliar la necesidad de amor que alberga su corazón. Dame el don de la humildad, destruye mi soberbia y mi amor propio con tu misericordia; arranca mi corazón de piedra y dame un corazón de carne (Ez 36, 26), que no vuelva a hacer daño a los demás. Señor, «muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz» (Cant 2,14). En esta Cuaresma, Señor, conviérteme y me convertiré, porque tú, Señor, eres mi Dios (Jer 31,18).

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