Hora Santa
1ª Parte: Jesús está aquí Presente en el Sagrario.
Lectura: (Beato Manuel Gonzalez)
Seguramente tu corazón se ensancha de alegría, de dulcísima satisfacción, de inefable seguridad, al saber, más todavía, al persuadirnos de que a pesar de nuestras ingratitudes, de nuestros abandonos, hasta de nuestros sacrilegios, El está aquí, sin irse, aunque todos nos vayamos de su lado, y está mirando, exhalando virtud, escuchando, esperando, resucitando, trasfigurando, sembrando y... pon todos los verbos que signifiquen acción buena, que antes acabarás la lista de ellos que de contar lo que está haciendo el Amor del Sagrario.
Amar, perdonar, socorrer, curar, alimentar, dirigir, enseñar, aliviar, consolar, iluminar, fecundar... Busca verbos que expresen acciones buenas ponlos sin miedo junto al estar aquél y verás que bien se unen. Pon cada uno de sus milagros, de sus gotas de sudor, de sangre y de lágrimas, de sus pasos, de sus horas de trabajo..., y después añade: eso está haciendo el Corazón de mi Jesús... en el sagrario.
El Corazón de Jesús en el Sagrario está... amando, perdonando, alimentando... ¡Que cierto es todo eso! ¡Que dulce, qué regalado es eso...! Y todavía más cierto, si añades, al verbo, este adverbio: Siempre... No es un capricho mío, no es un deseo de mi corazón, es una exigencia del Evangelio.
Allí encuentro ese adverbio inseparablemente unido a aquellos verbos que enunciaba antes, siempre amando, siempre perdonando, siempre enseñando, siempre, siempre...
Ven, Evangelio querido; ven, Evangelio de mi Señor Jesucristo, a hablarme un poquito más de Él, a descubrirme ocupaciones de Jesús en el Sagrario... Interesa tanto a mi alma sorprenderlo trabajando en aquel rinconcito de sus soledades...! Me acerca tanto a Él, ensancha y aviva mi fe adivinarlo allí trabajando...! siempre...! por mí...!
El evangelista S. Juan nos dijo que otras muchas cosas hizo Jesús que no se escribieron en el Evangelio. Obras ignoradas y no agradecidas por el mundo! ¡Cuántas de éstas brotarán de cada Sagrario!.
Con tres hechos nos responde el Evangelio.
- El primero es la curación del paralítico de la piscina de Betsaida. (Jn 5, 1-29)
“Después de esto, hubo una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la Probática, una piscina que se llama en hebreo Betesda, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, esperando la agitación del agua. Porque el Ángel del Señor bajaba de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua; y el primero que se metía después de la agitación del agua, quedaba curado de cualquier mal que tuviera. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dice: "¿Quieres curarte?" Le respondió el enfermo: "Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que yo." Jesús le dice: "Levántate, toma tu camilla y anda." Y al instante el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar. Pero era sábado aquel día. Por eso los judíos decían al que había sido curado: "Es sábado y no te está permitido llevar la camilla." Él le respondió: "El que me ha curado me ha dicho: Toma tu camilla y anda." Ellos le preguntaron: "¿Quién es el hombre que te ha dicho: Tómala y anda?" Pero el curado no sabía quién era, pues Jesús había desaparecido porque había mucha gente en aquel lugar. Más tarde Jesús le encuentra en el Templo y le dice: "Mira, estás curado; no peques más, para que no te suceda algo peor." El hombre se fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado. Pero Jesús les replicó: "Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo." Por eso los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios. Jesús, pues, tomando la palabra, les decía: "En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él hace. Y le mostrará obras aún mayores que estas, para que os asombréis. Porque, como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo ha enviado. En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida. En verdad, en verdad os digo: llega la hora (ya estamos en ella), en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán. Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre. No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio”.
Jesús llega a él, lo ve tendido en su camilla, lee en sus ojos la gran angustia de treinta y ocho años de enfermedad y sin preguntarle por su fe, y sin darse a conocer, le manda que se levante, se eche a cuestas su camilla y salga andando... El Corazón de Jesús hace ahí un milagro en favor de quien no le conoce.
- Otro hecho: Pedro corta la oreja del esbirro Malco que viene con cuerdas y palos a prender a quien no le había hecho daño alguno.
San Juan, 18, 10.: Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?» Y San Marco, 22, 51: Pero Jesús dijo: «¡Dejad! ¡Basta ya!» Y tocando la oreja le curó. Y San Mateo, 26, 52: Dícele entonces Jesús (a Pedro): «Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán”.)
Jesús se inclina hasta la tierra, toma entre sus puros dedos aquella sucia oreja, se yergue y la vuelve a pegar a la cara que aún manaba sangre. El Evangelio no dice que aquel hombre se convirtiera ante aquel milagro. No arroja de sus manos la cuerda para amarrar ni el palo para intimidar y pegar al que le estaba devolviendo su oreja y enjugando la sangre de su herida... El Corazón de Jesús hace ahí un milagro en favor de quien lo odia y lo seguirá odiando.
- El tercero: (Jn 6, 1-14)
“Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia él mucha gente, dice a Felipe: "¿Donde vamos a comprar panes para que coman éstos?" Se lo decía para probarle, porque él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: "Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco." Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: "Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?" Dijo Jesús: "Haced que se recueste la gente." Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: "Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda." Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: "Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo."
La muchedumbre había seguido al Maestro tres días sin preocuparse de más comida ni bebida, que oír su palabra y verlo a Él. Era ya hora de que aquellos hombres comieran. Ni los hambrientos oyentes, sin embargo, ni los discípulos lo piden, ni exponen siquiera su hambre. Es Él quien propone la cuestión del hambre y sus amigos no aciertan a resolverla más que con el egoísta “sálvese el que pueda” de las situaciones desesperadas. A ninguno se le ocurre pedir un milagro de pan. El Corazón de Jesús hace ahí un milagro en favor de quien no le pide, aunque lo conozca y lo ame...
Ahora, almas ávidas de Sagrario, meted la luz que arrojan esos tres hechos por entre la puerta del Sagrario vuestro y mirad hacia dentro... mirad, mirad. Ahí está el propio Jesús del Evangelio, haciendo lo mismo que allí; haciendo bien y hasta milagros, cuando éstos son menester, en favor de los que no saben que hay Sagrario, de los que odian y odiarán siempre el Sagrario, y de los que conociéndolo y amándolo, no acaban de aprovecharse de Él ni de contar con Él para todo y para siempre! Mirad bien, y después de mirar, buscad por el mundo a ver si encontráis un corazón más generoso, más desinteresado, más exquisitamente fino que el Corazón aquél de vuestro Sagrario... óNo os parece que esa ocupación tan poco conocida y agradecida del Corazón de Jesús, pide en retorno de vosotros ansias de verlo y de sorprenderlo e ingeniosidades de amor para agradecerlo?
Canto: hay un corazón que late en el sagrario
Silencio: (cinco minutos)
2ª Parte: Jesús siempre tiene algo que decirte.
Lectura: (Beato Manuel Gonzalez)
Jn 1, 1-14)
“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”-
Importa mucho que fijes en tu cabeza y más en tu corazón este anuncio: El Corazón de Jesús en el Sagrario tiene siempre algo que decirte. Como a Simón, el fariseo desatento que lo convidó a comer, te dice a ti: “Tengo algo que decirte”. Y antes de que le respondas, como aquél. “Maestro, dí” quiero y te ruego que te detengas un poco a saborear esas palabras. Dicen tanto al que las medita, que ellas solas calmarían más de una tempestad y disiparía más de una tristeza...!
Fíjate en el afectuoso interés que revela ese tener Él, ósabes quién es Él?, que decirte algo a ti, a ti. óTe conoces un poquito? Él a ti! ¿Puedes medir toda la distancia que hay entre esos dos puntos? ¿No? Pues tampoco podrás apreciar cumplidamente todo el valor de ese interés que tiene Él en hablarte a ti. Él a ti!. Una comparación te dará idea aproximada de lo que significa ese interés. Respóndeme: ¿Hay mucha gente en el mundo que tenga interés en decirte algo?¡Claro! Como es tan reducido el número de los que te conocen, en comparación con los que no te conocen, puedes afirmar que la casi totalidad de los hombres no tienen nada que decirte. Y entre los que te conocen, ósabes si son muchos los que tienen algo que decirte? La experiencia sin duda te habrá enseñado que de los que te conocen quizás no sean pocos los que digan de ti, 4se habla tanto de los demás!, pera a tí, fuera de los mendigos y necesitados, óverdad que son muy pocos los que tienen que decirte algo que te interese, sólo para tí, que te haga bien? ¡Verdaderamente despertamos tan escaso interés en el mundo!
Nosotros tan insignificantes, pese a nuestro orgullo, en el mundo y ante los hombres; nosotros, para quienes ni los reyes, ni los sabios, ni los ricos, ni los poderosos, ni aun casi nadie en el mundo tienen ni una palabra ni un gesto de interés, sabemos, ¡bendito Evangelio que nos lo ha revelado!, que el Rey más sabio, rico, poderoso y alto nos espera a cualquier hora del día y de la noche en su Alcázar del Sagrario para decirnos a cada uno un interés revelador de un cari½o infinito, la palabra que en aquella hora nos hace falta. Y ¡que todavía haya aburridos, tristes, desesperados, despechados, desorientados por el mundo! ¿Qué hacen que no vuelan al Sagrario a recoger su Palabra, la palabra que para esa hora suprema de aflicción y tinieblas les tiene reservada el Maestro bueno que allí mora?.
Y ¿tiene tanto valor esa palabra! ¿No has visto cómo se calma el ansia del enfermo dudoso de la gravedad de su mal al oír al médico la palabra tranquilizadora y anunciadora de pronta mejoría? ¡Y la palabra del médico no cura! ¡La palabra del Sagrario, sí!.
Alma creyente, lee en buena hora libros que te ilustren y alienten, busca predicadores y consejeros que con su palabra te iluminen y preparen el camino de tu santificación; pero más que la palabra del libro y del hombre, busca, busca la Palabra que para ti, ólo oyes?, para ti sólo tiene guardada en su Corazón para cada circunstancia de tu vida el Jesús de tu Sagrario. Ve allí muchas veces para que te dé tu ración, que unas veces será una palabra de la Sagrada Escritura o de los santos que tú conocías, pero con un relieve y un sentido nuevos, otras veces será un soplo, un impulso, una dirección, una firmeza, una rectificación, no tienen más que pronunciar con el alma estas dos palabras: Maestro, dí...
Y sumergida en un gran silencio, no sólo de ruidos exteriores, sino de tus potencias, sentidos y pasiones, espera su respuesta, que te dará, no lo dudes.
En este rato de oración ante el santísimo vamos a meditar una palabra de Jesús “levántate y anda”. ¡Con qué relieve aparece ante mis ojos ésa que después de todo es una verdad de sentido común!: que para andar aunque sea un solo paso es menester levantarse. ¡Cómo despierta en mi alma ese levántate del Maestro tempestades de recuerdos y de remordimientos...!
El levántate que hacía andar a los paralíticos, despertaba a los dormidos y echaba fuera de sus tumbas a los muertos, óqué ha conseguido de mí? Porque es cierto que a mi oído ha llegado más de una vez en los buenos ratos que siguen a una fervorosa Comunión o acompañan a una visita al Sagrario, el “levántate” de aquellos milagros y también es cierto que después he seguido cojeando con una vida de frecuentes caídas y recaídas, o me he vuelto a dormir en el sueño de la tibieza o ¡qué pena! Me he vuelto a morir y me han llevado otra vez a la tumba...
¡Que diferencia, tan deshonrosa para nosotros, entre los curados del Evangelio y los curados del Sagrario allí, al “levántate” de tu misericordia y de tu poder dicho una sola vez, respondían los hombres con el salto de su curación radical y de su vida nueva; aquí, al “levántate” de tu amor paciente repetido tantas veces cuantas horas tienen el día y cuantos hijos tienes en cada Sagrario, respondemos unas veces con el bostezo del perezoso, otras con el encogimiento de hombros del indiferente, cuando no con nuevas ofensas e ingratitudes.
Y sin embargo, sin levantarnos, nada podemos hacer ni en la obra de Dios, que es su gloria, ni en la obra del prójimo y nuestra, que es la santificación.
Almas de fe, que por misericordia del Él estáis de pie y sentís en el alma las santas impaciencias del celo que quiere andar, o los penosos decaimientos de la flaqueza humana que no quiere seguir andando, tomad este consejo: no echéis a andar por ningún camino ni dejéis de andar por el que hayáis comenzado mientras en vuestra Comunión, en el Sagrario no oigáis el anda de Jesús, que el Sagrario sea el punto de partida y el punto de llegada de toda vuestra actividad.
Canto:
Silencio: (cinco minutos)
3ª Parte: Jesús nos dice “Sentaos aquí.”
Lectura: (Beato Manuel Gonzalez)
(Mt 26, 36-46)
“Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: "Sentaos aquí, mientras voy allá a orar." Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: "Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo." Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: "Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú." Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: "¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil." Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: "Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad." Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Viene entonces donde los discípulos y les dice: "Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca."
No siempre es movimiento lo que manda el Corazón de Jesús. El mismo que dice “levántate y Anda” es el que ordena a los suyos: “Sentaos aquí”.
¡Qué interesantes enseñanzas ofrecen estos “Sentaos aquí” del Evangelio y las ocasiones en que se mandaban!.
Unas veces se da esa orden después de un día de muchos milagros; otras, después de grandes ovaciones y exaltaciones, ora a continuación de cansancios y ahogos apostólicos, ora en presencia de persecuciones dolorosas.
¿Qué significa eso? ó ¿Qué enseña ese acudir al descanso antes y después de los grandes triunfos de su misericordia sobre nuestra miseria, de su poder sobre nuestras ingratitudes? ¿Tan misteriosa virtud encierra ese descanso?
Ese “Sentaos aquí” no es el dormir sin cuidado de los discípulos de Getsemaní, ni es tampoco el volver la cara atrás mientras se lleva la mano puesta sobre el arado, de los inconstantes, ni el enterrar el único talento para no tener que explotarlo, de los desconfiados; nada de eso. El “Sentaos aquí” que precede o sigue a las grandes acciones evangélicas es un laborioso descansar, es un dejar quietos los ojos, los oídos, los pies y las manos para reconcentrar la actividad que se quita al cuerpo en el alma y ésta vea, oiga y se entregue más enteramente a su Dios.¡Ah!, y ¡qué bien se ve a Dios con los ojos cerrados, sin ver caras ni de amigos ni de enemigos, sin ver bellezas de tierra que distraen, ni fealdades de acciones que inquietan!, y ¡qué bien se oye a Dios con los oídos tapados para no dejar pasar al alma ruidos ni de alabanzas ni de halagos, ni de perfidias!, y ¡qué bien se siente a Dios en el alma cuando con voluntad firme y entendimiento dócil se dice a sentimientos e ideas, a afectos y a recuerdos, a ilusiones y a sueños: ¡atrás, que ahora está el alma con Dios!
Y, ¡viene tan bien ver, oír y sentir a Dios en el alma con frecuencia!
Y nota que digo a Dios en el alma; porque aquellos Apóstoles a quienes ordenaba descansar, tenían la dicha de ver a Dios, que era Jesús, en cuanto hacían, veían y oían; pero era preciso verlo y oírlo y sentirlo a Él solo, sin turbas de agradecimientos, sin ejercicios de dolientes, sin grupos de perseguidores, a Él solo en la soledad del alma; ése es el “descansad un poco” del Evangelio.
Y ése es el “Sentaos aquí” del Sagrario, almas que por buscarle compañía de amor os afanáis. Bien está que os paséis los días andando caminos, saltando montes, atravesando ríos, visitando pueblos, llamando de puerta en puerta en busca de almas para vuestros sagrarios; bien está que quitéis a vuestras noches de sueño horas y horas para alargar vuestros días de labor; bien está, pero descansad un poco ante vuestro Sagrario antes de empezar vuestro día y después de darle remate.
¡Al Sagrario! Cerrados los ojos y los oídos y la memoria y la imaginación y el pensamiento para todo lo de fuera, ¡a estar con Dios solo!. ¡Ya lo sentiréis llegar...! y si permanecéis quietecitos allí, ya lo oiréis hablar, y si no quiere hablar ya veréis después cuando volváis al trabajo cómo os hizo u os dejó algo.
Por lo menos esos ratos de descanso ante el Sagrario, os servirán para que aprendáis clara y distintamente la parte de Dios y la parte vuestra en vuestro trabajo pendiente, en el afecto dominante, en la idea que halagáis, en el celo, en la virtud, que al parecer os adorna...
Agitad con violencia el aceite y el agua contenidos en un vaso y desaparecerán ante vuestra vista uno y otra. Dejadlos en reposo y veréis cómo poco a poco el agua se precipita al fondo y el aceite vuelve a flotar en la superficie enteramente desprendido del agua. óComprendéis el ejemplo? óComprendéis por qué el Maestro invitaba tantas veces al reposo a sus cooperadores?
¡Es tan fácil que la agitación del trabajo cotidiano y aun del ministerio apostólico nos quite la vista de los que pone Dios y ponemos nosotros en ellos y nos induzca a confusiones y a equivocaciones lamentables!
“Sentaos aquí” Y veréis cómo el reposo precipita al fondo de vuestras conciencia las miserias y torpezas de la parte del hombre y hace flotar las maravillas de misericordia y gracia de la parte de Dios... y óos parece poco ir sabiendo en cada obra que hacemos, en cada beneficio o persecución que recibimos la parte de Dios para agradecerla y secundarla y la parte nuestra para corregirla, si es defectuosa, reforzarla, si es débil, anularla, se es perjudicial , o guardarla perseverante, se es buena?
Canto:
Silencio: (cinco minutos)
4ª Parte: Jesús dice: “Padre perdónales que no saben lo que hacen”
(San Roberto Belarmino)
Hay dos frutos de la consideración de estas palabras de Jesucristo:
- El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Lo que más nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los Efesios: «Y conocer la caridad de Cristo que excede todo conocimiento». Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo la caridad de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente está tan atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su diadema de espinas, como está claramente manifestado en las escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional. Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir, expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía. Todas estas cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo, sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: «Padre, perdónalos». ¿Qué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ¡Oh benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos, como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros. Este es el efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres, considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos que odian la paz.
Esto es lo que es cantado en el Cántico del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: «Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo». Las grandes aguas son los muchos sufrimientos que nuestras miserias espirituales, como tormentas del infierno, cargan sobre Cristo a través de los Judíos y los Gentiles, quienes representaban las pasiones oscuras de nuestro corazón. Aún así, esta inundación de aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el fuego de la caridad que ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad de Cristo fue más grande que este desborde de grandes aguas, y resplandeció brillantemente en su oración: «Padre, perdónalos». Y no sólo fueron estas grandes aguas incapaces de extinguir la caridad de Cristo, sino que ni siquiera luego de años pudieron las tormentas de la persecución sobrepasar la caridad de los miembros de Cristo. Así, la caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San Esteban, no podía ser aplastada por las piedras con las cuales fue martirizado. Estaba viva entonces, y él oró: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». En fin, la perfecta e invencible caridad de Cristo que ha sido propagada en los corazones de mártires y confesores, ha combatido tan tercamente los ataques de perseguidores, visibles e invisibles, que puede decirse con verdad incluso hasta el fin del mundo, que un mar de sufrimiento no podrá extinguir la llama de la caridad.
Pero de la consideración de la Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad. Grande fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos, pero mayor fue la caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y del Espíritu Santo, en el día último, hacia toda la humanidad, que había sido culpable de actos de enemistad hacia su Creador, y, de haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo, clavado a una cruz, y asesinado. ¿Quién puede concebir la caridad que Dios tiene hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los ángeles cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con frecuencia soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a aquellos que se enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no sólo los soporta, sino que también los alimenta y cría, incluso hasta los alienta y sostiene, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos», como dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Señor nos dice en el Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Señor meramente alimenta y cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente acumula sus favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos honorables, y los eleva a tronos temporales, mientras que Él aguarda pacientemente su regreso de la senda de la iniquidad y perdición.
Y para sobrepasar varias de las características de la caridad que Dios siente hacia los hombres malvados, los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría un volumen si tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a aquella singular bondad de Cristo de la que estamos tratando. ¿«Pues amó Dios tanto al mundo que dio su único hijo»?. El mundo es el enemigo de Dios, pues «el mundo entero yace en poder del maligno», como nos dice San Juan. Y «si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él», como vuelve a decir en otro lugar. Santiago escribe: «Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» y «la amistad con el mundo es enemistad con Dios». Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su Hijo, «Príncipe de la Paz», para que por medio suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al nacer Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz». Así ha amado Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la paz, dando a su Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena debida a su enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa, se rebeló frente al único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador devolver bien por mal orando por sus perseguidores. Oró y «fue escuchado por su reverencia». Dios esperó pacientemente qué progreso harían los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos que hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se arrepintieron luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados por el juicio final de Dios. Por tanto, de esta primera palabra de Cristo aprendemos en verdad que la caridad de Dios Padre, que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna», sobrepasa todo conocimiento.
- El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Si los hombres aprendiesen a perdonar las injurias que reciben sin murmurar, y así forzar a sus enemigos a convertirse en sus amigos, aprenderíamos una segunda y muy saludable lección al meditar la primera palabra. El ejemplo de Cristo y la Santísima Trinidad han de ser un poderoso argumento para persuadirnos en esto. Pues si Cristo perdonó y oró por sus verdugos, ¿qué razón puede ser alegada para que un cristiano no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios, nuestro Creador, el Señor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su poder el tomar venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa de perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, ¿por qué una creatura no podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el perdón de una ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia de San Engelberto, Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos que lo estaban esperando, que en el momento de su muerte oró por ellos con las palabras de Nuestro Señor, «Padre, perdónalos», y fue revelado que esta acción fue tan agradable a Dios, que su alma fue llevada al cielo por manos de los ángeles, y puesta en medio del coro de los mártires, donde recibió la corona y la palma del martirio, y su tumba fue hecha famosa por el obrar de muchos milagros.
Oh, si los cristianos aprendiesen cuán fácilmente pueden, si quieren, adquirir tesoros inagotables, y obtener notables grados de honor y gloria al ganar el señorío sobre las varias agitaciones de sus almas, y despreciando magnánimamente los pequeños y triviales insultos, ciertamente no serían tan duros de corazón y obstinadamente en contra del indulto y el perdón. Argumentan que actuarían en contra de la naturaleza si se permitiesen ser injustamente rechazados con desprecio o ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que meramente siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus enemigos en el momento que los ven, matándolos con sus garras o dientes, así nosotros, a la vista de nuestro enemigo, sentimos que nuestra sangre empieza a hervir, y nuestro deseo de venganza aflora. Tal razonamiento es falso. No hace la distinción entre la defensa propia, que es válida, y el espíritu de venganza, que es inválido.
Nadie puede hallar falta en un hombre que se defiende por una causa justa, y la naturaleza nos enseña rechazar la fuerza con la fuerza, pero no nos enseña a tomar venganza nosotros mismos por una injuria que hayamos recibido.
Nadie nos impide tomar las precauciones necesarias para prepararnos para un ataque, pero la ley de Dios nos prohíbe ser vengativos. El castigar una injusticia pertenece no al individuo privado, sino al magistrado público, y porque Dios es el Rey de reyes, por eso Él clama y dice: «Mía es la venganza, yo daré el pago merecido».
En cuanto al argumento de que un animal es arrastrado por su propia naturaleza para atacar al animal que es enemigo de su especie, respondo que esto es el resultado de ser animales irracionales, que no pueden distinguir entre la naturaleza y lo que es vicioso en la naturaleza. Pero los hombres, dotados de razón, han de trazar una línea entre la naturaleza o la persona que ha sido creada por Dios y es buena, y el vicio o el pecado que es malo y no procede de Dios. De la misma manera, cuando un hombre ha sido insultado, él ha de amar a la persona de su enemigo y odiar el insulto, y debe más aún compadecerse de él que molestarse con él, así como un doctor ama a sus pacientes y prescribe para ellos con el necesario cuidado, pero odia la enfermedad y lucha con todos los recursos a sus disposición para alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto es lo que el Maestro y Doctor de nuestras almas, Cristo nuestro Señor, enseña cuando dice: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a aquellos que os odian, y rogad por los que os persiguen y calumnian». Cristo nuestro Maestro no es como los Escribas y Fariseos que se sentaban en la silla de Moisés y enseñaban, pero no llevaban su enseñanza a la práctica. Cuando ascendió al púlpito de la Cruz, Él practicó lo que enseñó, al orar por los enemigos que amaba: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Ahora, la razón por la que la vista de un enemigo hace que en algunas personas la sangre hierva en las mismas venas es esta: que son animales que no han aprendido a tener las mociones de la parte inferior del alma, común tanto a la raza humana como a la creación salvaje, bajo el dominio de la razón, mientras que los hombres espirituales no son sujetos a estos movimientos de la carne, pero saben como mantenerlas controlados, no se molestan con aquellos que los han injuriado, sino que, por el contrario, se compadecen, y al mostrarles actos de bondad se esfuerzan por llevarlos a la paz y unidad.
Se objeta que esto es una prueba demasiado difícil y severa para hombres de noble nacimiento, que han de ser diligentes por su honor. No es así sin embargo. La tarea es fácil, pues, como atestigua el Evangelista; «el yugo» de Cristo, que ha dado esta ley para la guía de sus seguidores, «es suave, y su carga ligera»; y sus «mandamientos no son pesados», como afirma San Juan. Y si parecen difíciles y severos, parecen así por el poco o nada amor que tenemos por Dios, pues nada es difícil para aquel que ama, de acuerdo a lo dicho por el Apóstol: «la caridad es paciente, es servicial, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Ni es Cristo el único que ha amado a sus enemigos, aunque en la perfección con la que practicó la virtud ha sobrepasado a todos los demás, pues al Santo Patriarca José amó con amor especial a sus hermanos que lo habían vendido a la esclavitud. Y en la Sagrada Escritura leemos cómo David con mucha paciencia sobrellevó las persecuciones de su enemigo Saúl, quien por largo tiempo buscó su muerte, y cuando estuvo en las manos de David quitarle la vida a Saúl, no lo mató. Y bajo la ley de la gracia el proto-mártir, San Esteban, imitó el ejemplo de Cristo al hacer esta oración mientras era apedreado a muerte: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Y Santiago Apóstol, Obispo de Jerusalén, que fue arrojado de cabeza desde la cornisa del Templo, clamó al cielo en el momento de su muerte: «Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y San Pablo escribe de sí mismo y de sus compañeros apóstoles: «Nos insultan y bendecimos, nos persiguen y lo soportamos, nos difaman y respondemos con bondad». En fin, muchos mártires e innumerables otros, luego del ejemplo de Cristo, no han encontrado ninguna dificultad en cumplir este mandamiento. Pero pueden haber algunos que continuaran argumentando: no niego que debemos perdonar a nuestros enemigos, pero escogeré el tiempo que desee para hacerlo, cuando en realidad haya casi olvidado la injusticia que me ha sido hecha, y me haya calmado luego de haber pasado el primer arrebato de indignación. Pero cuáles serán los pensamientos de estas personas si durante este tiempo fuesen llamado a dar su cuenta final, y fuesen encontrados sin el traje de la caridad, y fuesen preguntados: «¿Cómo has entrado aquí sin traje de boda?». No estarían acaso aturdidos de asombro mientras Nuestro Señor pronuncia la sentencia sobre ellos: «Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes». Actúa mejor con prudencia ahora, e imita la conducta de Cristo, quien oró a su Padre «Padre, perdónalos» en el momento cuando era objeto de sus burlas, cuando la sangre le chorreaba gota a gota de sus manos y pies, y su cuerpo entero era presa de dolorosas torturas. El es el verdadero y único Maestro, a cuya voz todos deben escuchar quienes no serán guiados al error: a Él se refirió el Padre Eterno cuando una voz fue escuchada del cielo diciendo: «Escuchadle». En Él están «todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» de Dios. Si pudieras preguntar la opinión de Salomón en cualquier punto, podrías con seguridad haber seguido su consejo, pero «aquí hay algo más que Salomón».
Aún sigo escuchando más objeciones. Si decidimos devolver bien por mal, la bondad por el insulto, una bendición por una maldición, los malvados se harán insolentes, los canallas se harán más aplomados, los justo serán oprimidos, y la virtud será pisoteada bajo sus pies. Este resultado no se dará, pues a menudo, como dice el Hombre Sabio, «Una respuesta suave calma el furor». Además, la paciencia de un hombre justo no pocas veces llena de admiración a su opresor, y lo persuade de ofrecer la mano de la amistad. Más aún, olvidamos que el Estado nombra magistrados, reyes y príncipes, cuyo deber es hacer que los malvados sientan la severidad de la ley, y proveer medios para que los hombres honestos vivan una vida tranquila y pacífica. Y si en algunos casos la justicia humana es tardía, la Providencia de Dios, que nunca permite que un acto malévolo pase sin castigo o un acto bueno sin recompensa, está continuamente observándonos, y está cuidando de una manera imprevista que las ocurrencias con las cuales los malvados creen que los aplastarán, conducirá a la exaltación y el honor de los virtuosos. Por lo menos así lo dice San León: «Has estado furioso, oh perseguidor de la Iglesia de Dios, has estado furioso con el mártir, y has aumentado su gloria al incrementar su dolor. Pues ¿qué ha ideado tu ingenuidad que se haya vuelto para su honor, cuando incluso los mismo instrumentos de su tortura han sido tomados en triunfo?». Lo mismo debe ser dicho de todos los mártires, así como los santos de la antigua ley. ¿Pues qué trajo más renombre y gloria al patriarca José que la persecución de sus hermanos? El haberlo vendido por envidia a los ismaelitas fue la ocasión de que se convirtiera en señor de todo Egipto y príncipe de todos sus hermanos.
Pero omitiendo estas consideraciones, pasaremos revista a los muchos y grandes inconveniencias que sufren aquellos hombres que, para escapar meramente de una sombra de deshonra frente a los hombres, están obstinadamente determinados a tomar su venganza sobre aquellos que les han hecho cualquier mal. En primer lugar, hacen la parte de tontos al preferir un mayor mal que uno menor. Pues es un principio aceptado en todo lugar, y declarado a nosotros por el Apóstol en estas palabras: «no hagamos el mal para que venga el bien». Se sigue que en consecuencia un mayor mal no ha de ser cometido para poder obtener alguna compensación por uno menor. Aquel que recibe la injuria recibe lo que es llamado el mal de la injuria: aquel que se venga de una injuria es culpable de lo que es llamado el mal del crimen. Ahora bien, sin duda, la desgracia de cometer un crimen es mayor que la desgracia de tener que soportar la injuria, pues aunque la ofensa puede hacer a un hombre miserable, no necesariamente lo hace malo. Un crimen, sin embargo, lo hace tanto miserable y malvado. La injuria priva al hombre del bien temporal, un crimen lo priva tanto del bien temporal y eterno. Así, un hombre que remedia el mal de una injuria cometiendo un crimen es como un hombre que se corta una parte de sus pies para que le entren un par de zapatos más pequeños, lo cual sería un completo acto de locura. Nadie es culpable de tal insensatez en sus preocupaciones temporales, pero sin embargo hay algunos hombres tan ciegos a sus intereses reales que no temen ofender mortalmente a Dios para poder escapar aquello que tiene la apariencia de desgracia, y mantienen un honorable semblante a los ojos de los hombres. Pues ellos caen bajo el desagrado y la ira de Dios, y a menos que se corrijan a tiempo y hagan penitencia, tendrán que soportar la desgracia y el tormento eternos, y perderán el interminable honor de ser ciudadanos del cielo. Añádase a esto que realizan un acto de lo más agradable para el diablo y sus ángeles, que urgen a este hombre a hacer una cosa injusta a aquel hombre con el propósito de sembrar la discordia y la enemistad en el mundo. Y cada uno debe reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo más fiero de la raza humana, y desagradar a Cristo. Además, ocasionalmente sucede que el hombre injuriado que anhela venganza hiere mortalmente a su enemigo y lo mata, por lo que es ignominiosamente ejecutado por asesinato, y toda su propiedad es confiscada por el Estado, o por lo menos es forzado al exilio, y tanto él como su familia viven una miserable existencia. Así es como el diablo juega y se burla de aquellos que escogen aprisionarse con las ataduras del falso honor, más que hacerse siervos y amigos de Cristo, el mejor de los Reyes, y ser reconocidos como herederos del reino más vasto y más durable. Por lo tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del mandamiento de Cristo, se niega a reconciliarse con sus enemigos, se expone al desastre total, todos los que son sabios escucharán la doctrina que Cristo, el Señor de todo, nos ha enseñado en el Evangelio con sus palabras, y en la Cruz con sus obras.
Canto:
Silencio:
Despedida:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.