Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares
La presente obra ha sido traducida del opúsculo original “NEL IV CENTENARIO DEL VEN. CARD. CESARE BARONIO DISCEPOLO E PRIMO SUCCESORE DI S. FILIPPO NERI”, escrita por el P. Edoardo Aldo Cerrato, C.O. Con el fin de conservar la agilidad de la obra, han sido eliminadas las referencias a las fuentes documentales así como las notas aclaratorias que aparecen a pie de página en el texto original. Este folleto se publica con el consentimiento del autor, y con el deseo de que este brillante hijo, discípulo y sucesor de S. Felipe Neri nos ayude a alcanzar la fuente de alegría eterna. 

     ¿Se silencia la figura de Baronio?
     “Con Belarmino se llegó a la canonización y al doctorado; sobre Baronio se calla, se calla y quizás aún por más tiempo se callará” escribía en 1961 D. José de Luca en la presentación de la reedición de una conferencia que el joven sacerdote Ángel Roncali, el futuro Beato Juan XXIII, ofreció en el Seminario de Bérgamo con ocasión del III centenario de la muerte del gran Cardenal oratoriano. 
     Hoy – aunque no se pueda decir que la figura y la obra de Baronio tengan toda la atención que merecen - D. De Luca atenuaría probablemente su afirmación. De hecho, después de 1961 han visto la luz valiosas publicaciones entre las cuales, citando las principales, recordamos las siguientes:
  • “A César Baronio. Escritos varios” (Sora, 1963);
  • Los dos voluminosos tomos del Centro de Estudios Sorianos que contienen las Actas de los Convenios internacionales desarrollados en Sora en 1979 y en 1984: “Baronio historiador y la Contrarreforma” (1982) y “Baronio y el arte” (1986);
  • La monografía de A. Pincherle en el “Diccionario Biográfico de los Italianos” (Vol. VI);
  • Las publicaciones de M. Borrelli, C.O.;
  • La biografía “César Baronio” de V. Pullapilly (Notre Dame, Londres, 1975), la primera de una larga lista después de aquella clásica de Calenzio;
  • La monografía “El Cardenal César Baronio” (Morcelliana, Brescia, 1982) con la que H. Jedin sellaba su larga y meritoria obra historiográfica;
  • Las interesantes contribuciones de M. T. Bonadonna Russo: “Baronio oratoriano” (“Memorias Oratorianas”, 14, 1984)
  • A. Cistellini, C.O.: “César Baronio, Siervo de María” (Memorias Oratorianas 18, 1977),
  • La recientísima publicación de José Finocchiaro: “César Baronio y la Imprenta del Oratorio. Obra e ideología” (Olschki, Florencia, 2005).
   Es nuestro gran deseo –y empeño- que el IV centenario de la muerte del Ven. César Baronio suscite en la Iglesia y en el mundo de la cultura un nuevo interés por aquel que fue renovador de los estudios históricos, “el hombre que ha provocado –escribía Hubert Jedin en la Introducción a la obra citada- el inicio de la historiografía eclesiástica católica de la época moderna”; hacia el restaurador de lugares sagrados, actividad de la que Ángel Roncalli afirmaba: “obra ejecutada con tan delicado criterio estético y con tal respeto a la tradición y a la historia, como para recomendar aún hoy a Baronio a la admiración y a la gratitud de los promotores de la arqueología sacra”; hacia el hombre sensible al arte, que tuvo relaciones con artistas en activo en la Chiesa Nuova [Iglesia Nueva]: Pomarancio, Rubens, Caravaggio, el cual –si es verdadera la intuición de De Maio- habría dado el rostro robusto y marcado de César Baronio a la figura del hombre fascinado en un abrazo de amor y de piedad a las piernas de Cristo, en el célebre Descendimiento de la Cruz pintado para la Vallicella; hacia el Prelado que tanta participación tuvo en la Iglesia de la Reforma derivada del Concilio de Trento. 

    César Baronio del Oratorio a la Congregación
   
    El Ven. César Baronio, que empezó a ser discípulo de S. Felipe Neri cuando aún no tenía veinte años y que lo fue durante toda su vida, con una humildad y una convicción conmovedora, es piedra angular en la fundación de la Congregación del Oratorio, y es aquel a quien Padre Felipe -dos años antes de morir- eligió como su primer sucesor, además de como su confesor.
    El Santo siempre rechazó ser llamado fundador de la Congregación: en la base de este rechazo estaba, ciertamente, la humildad en la que se ejercitó toda la vida, pero estaba también el reconocimiento de un hecho evidente: la Congregación había nacido espontáneamente, sin que él hubiese programado instituirla.
   La vocación de algunos discípulos a la vida sacerdotal floreció en la relación filial con él, y en ellos fue espontáneo el deseo de dedicarse al servicio de la Iglesia dentro de aquel “movimiento” que Dios había suscitado a través de Felipe Neri. Inclinado por naturaleza y por planteamiento espiritual a no organizar, sino a confiarse al Espíritu Santo, Padre Felipe -que había orientado a otros muchos discípulos hacia antiguas Órdenes y nuevos Institutos- acogió aquellas vocaciones y las envió a la Iglesia nacional de los Florentinos, de la cual había tenido que aceptar, por presiones de las autoridades, el cuidado parroquial.
    Corría el año 1564, al que los historiadores definen como el primer año de la Iglesia post-tridentina. El 26 de enero se promulga la Bula de aprobación de las Constituciones y de los Decretos conciliares; Carlos Borromeo es distinguido con el Palio arzobispal de Milán e inicia decididamente su nuevo itinerario espiritual; Roma anuncia la fundación del Seminario Romano; comienza la reforma de las Órdenes religiosas y son redactadas las primeras disposiciones para la Visitas a las Diócesis; el 13 de noviembre se promulga la Bula sobre la Profesión de Fe.
   No es ajeno a este ferviente clima de renovación el deseo de los florentinos de la urbe de conceder a su comunidad parroquial un sacerdote, un compatriota ya conocido en Roma por su santidad de vida y por el ardor apostólico. Padre Felipe aceptó a regañadientes, debemos decirlo: el apostolado parroquial no era connatural a su espíritu ni a la particular vocación que le animaba; en el convictorio de S. Jerónimo había renunciado sin más a los estipendios para poder servir a la Iglesia de la Confraternidad con total dedicación, pero con la libertad de plantear de forma personal su apostolado. Aceptando el nuevo oficio se quedó en S. Jerónimo y envió a San Juan de los Florentinos a aquellos primeros discípulos que en la tradición oratoriana serán llamados los “mayores”: entre ellos, el veinteañero César Baronio, ordenado sacerdote el 27 de mayo de aquel mismo año. La decisión de unirse al Padre Felipe en el Oratorio había sido para todos un paso de decidida conversión: “nos habíamos convertido en desertores, pero sin deshonra –escribirá Baronio- y tránsfugas, pero con honor”; ya habían sido elegidos por el Padre -por su ministerio- como el grupo más fiel, la parte más genuina y disponible del Oratorio.
    Atendiendo a la parroquia, según la disponibilidad de cada uno, continuaban participando de las actividades del Oratorio en San Jerónimo, donde iban tres veces al día para un coloquio con el Padre. Vivían comunitariamente en S. Juan, donde el Padre Felipe seguía enviando a otros hombres, quizás sin pensar en una institución particular y contentándose probablemente con una “familia” de sacerdotes seculares auténticamente “espirituales”, que convivían de una forma libre, a la manera de los Padres de San Jerónimo; sin embargo, vivían ya sujetos a una regla general de convivencia y unidos, sobre todo, por un profundo vínculo espiritual con aquel que entre ellos era considerado el Padre espiritual, el pater familias de una ordenada comunión.
     Algunas cartas nos transmiten bellos aspectos sobre el modo de vida adoptado por aquella comunidad “filipense” –donde Baronio escribió, con un carbón, sobre la chimenea de la casa: “Caesar Baronius, coquus perpetuus” [“César Baronio, cocinero perpetuo”]- que ambicionaba reproducir, en un clima de familia fervoroso y al mismo tiempo festivo, la comunidad cristiana ideal descrita en los Hechos de los Apóstoles. La caridad fraterna era la regla esencial, y se vivía bajo la guía de Felipe, jefe indiscutido y único moderador.
     No sin algunas dificultades por parte de quienes miraban con cierta sospecha la singularidad de la nueva convivencia y la originalidad del método oratoriano, la comunidad crecía. El paso más significativo en la fundación de la Congregación fue la resolución tomada en 1574 de construir un nuevo edificio para el Oratorio junto a San Juan de los Florentinos, resolución seguramente aprobada por el P. Felipe, ya que es impensable que cualquier cosa -aunque fuese de la menor importancia- se hiciese sin su consentimiento. En un denso artículo publicado cuando avanzaba la preparación de su mayor obra, el P. Cistellini se preguntaba: “¿Fueron conscientes y promotores de la empresa, e incluso del alcance y de las consecuencias de tales obras? En realidad, estas manifestaban una cierta intuición en sus miembros de conformar una realidad autónoma y orgánica que no estaba unida al Oratorio, quizás repitiendo por ello sus orígenes y reafirmando en ello su justificación.
     Se sigue la separación efectiva de S. Jerónimo e incluso de S. Juan, donde los ejercicios oratorianos no habían recibido más que hospitalidad, […] y la reglamentación comunitaria de entonces irá separándose cada vez más del sistema paternalista del principio. En el corazón del Año Santo de 1575, Gregorio XIII, a petición de los miembros de la comunidad, promulgó la Bula Copiosus in misericordia el 15 de julio, que asignaba a “Felipe Neri, Sacerdote Florentino y Prepósito de algunos sacerdotes y clérigos” la iglesia parroquial de Santa Mª in Vallicella y erigía, al mismo tiempo, “en la susodicha iglesia una Congregación de Sacerdotes seculares que se deben llamar del Oratorio”.
    Padre Felipe es de pleno título el “fundador” de la nueva Congregación: ella nace, de hecho, del regazo del Oratorio, que es obra suya; son sus mismos discípulos quienes se estrechan a su alrededor y constituyen aquella familia; bajo su autoridad se dan los pasos que conducen al reconocimiento canónico, aunque es evidente -junto a la acción del Fundador- la intervención de otros Padres que colaboran con él en dar forma a la Congregación. Entre ellos, ciertamente no es de poca importancia César Baronio.
     “Felipe Neri es el maestro de Baronio, es la vida de nuestro historiador, el sarmiento más fiel” escribe el P. de Libero. Y el mismo Baronio, en el “Agradecimiento” que escribió al “P. Felipe Neri, Fundador de la Congregación del Oratorio” en el tomo VIII de los Anales, afirma: “Qué diré de aquel Padre que habiendo estado a mi lado y habiéndome ayudado en todas las cosas, me ha parido tantas veces con el espíritu apostólico, que […] me ha sujetado de la facilidad de resbalar en la edad juvenil, tan inclinada al mal, y, tornando obediente a la Ley Divina al indómito potrillo de mi juventud, me ha hecho ser representante de Cristo? […] Estaba constantemente pendiente de mí, me animaba con su presencia, me apremiaba con las palabras, siempre exigente hacedor (perdóname si lo digo) de aquello que quería de mí.” 
     
     Su vida y su obra
     
César Barone –Baronio, según la difundida latinización del apellido- nació en Sora el 30 de octubre de 1538; vivió en Roma tras haber realizado en Veroli los primeros estudios y después de haber iniciado los jurídicos en Nápoles. Abandonada bien pronto la capital del Reino, por la preocupante perspectiva de una guerra entre españoles y franceses, aunque también por la atracción ejercida por la urbe, había comenzado su período romano viviendo con un compañero de estudios en la plaza del Duque (la actual plaza Farnese), a un par de pasos de San Jerónimo, donde vivía el Padre Felipe; frecuentaba la Sapienza, escuela del gran jurista César Costa.
     Encontró en nuestro Santo, recientemente ordenado sacerdote, al verdadero maestro de su alma, como él mismo contará recordando la impresión que le hizo el Padre tras la primera vez que -con veinte años- lo encontró, y se quedó tan impresionado por su dulce caridad y por sus santas palabras que decidió no dejarle nunca más. “En cuanto comenzó a dirigirse con el Santo –escribe Primo Vannutelli- Dios le comunicó tan gran abundancia de espíritu y desprecio de esta tierra que, si Felipe no le hubiese mandado por obediencia continuar los estudios jurídicos, habría dejado el mundo y se habría retirado a cualquier orden religiosa estricta para servir más perfectamente a Dios […] Pero el Santo Padre no le quiso dar nunca licencia, diciéndole que el Señor quería otra cosa de él”.
     La víspera de la fiesta de la Epifanía del Señor de 1558, en la habitación del Padre Felipe -llena de personas- el Padre le mandó decir algo improvisado sobre la próxima fiesta. César, que nunca había hablado en público, cayó en la cuenta de que el Padre Felipe empezó en aquel mismo momento a cuidar intensamente la vida espiritual del discípulo, ocupándose sobre todo de su humildad y sometiéndole a arduos ejercicios de mortificación interior, a los que Baronio se obligó con gran libertad de espíritu.
     Sus intervenciones en el Oratorio mostraban una particular predilección por los temas de la muerte y del más allá: Padre Felipe, con una de sus extraordinarias intuiciones, quiso que se dedicase a estudiar la historia de la Iglesia. César lo hará durante treinta años, retomando desde el principio, cada cuatro años, su exposición, uniendo al estudio serio de los documentos un intenso y filial amor por el “Cuerpo del Señor” que es la Iglesia sobre la tierra.
     El 16 de diciembre de 1560 informó a su familia de la decisión de recibir las Sagradas Órdenes y en los siguientes días fue ordenado subdiácono. En una carta del 21 de mayo de 1561 anunciaba a su padre: “Ayer por la tarde, por la gracia del Señor, cumplí mi deber y he satisfecho vuestro deseo: he sido doctorado en civil y en canónico”, omitiendo decirle, sin embargo, que había rasgado el título doctoral y destruido el libro de poesía que había escrito. El primero entre los discípulos de Felipe será ordenado sacerdote el 27 de mayo de 1564 para la Iglesia de San Juan de los Florentinos, habiendo renunciado a la buena canongía que la diócesis de Sora le ofrecía; desde entonces, su vida estará totalmente entrelazada con el florecimiento y desarrollo de la Congregación.
     En abril de 1577, con los hermanos que habitaban en S. Juan de los Florentinos, se traslada a la nueva sede: mientras pronuncia el último sermón, una misteriosa paloma que había entrado en el Oratorio, espera la conclusión; después, vuela hacia la nueva morada de los Padres.
     A partir de 1588, por decisión de la Congregación, inicia la publicación de los Anales Eclesiásticos, fruto del meticuloso estudio con el que el P. César preparaba los sermones del Oratorio.
     Ya había sido acogido, con unánime agradecimiento, el Martirologio, a cuya revisión Baronio se dedicó con arduo estudio desde 1580 por encargo de Gregorio XIII, y que vio la luz en 1584; dos años después, aparecería un gran volumen con las Nota”. “Más preciosos que el oro y el topacio” escribió San Francisco de Sales a Baronio agradeciéndole los Anales. Y Justo Calvino, pariente del homónimo ginebrino, que por la lectura de los Anales comprendió las mentiras de la propaganda protestante, volviendo a la Iglesia Católica quiso cambiar su nombre por el de Justo Baronio en reconocimiento de aquel.
     P. Baronio se había convertido en objeto de asombro por los visitantes de Roma, algunos de los cuales no se iban de la ciudad sin haberle conocido y haberse firmado ante un notario –lo atestigua el P. Pateri- acta autentificada de aquella visita. Su fama crecía, por esto, Padre Felipe no dejaba de ejercitarle en todo tipo de pruebas de humildad. En la misma medida crecía en el piadoso sacerdote el anhelo de un camino de perfección siempre más intenso: el espíritu de oración y penitencia, el ejercicio de las virtudes (humildad y caridad, en primer lugar), las fatigas apostólicas -sufridas incluso tras un constante trabajo intelectual y diversas enfermedades- están acompañadas de dones sobrenaturales que honran al Padre César con un inmenso valor. De algunas enfermedades fue milagrosamente curado por obra de Padre Felipe: como aquella de 1572, por ejemplo, de la que César salió por la fervorosa oración del Santo, que dijo a Dios con humilde resolución: “¡Restitúyemelo, lo quiero!”.
    En 1593, tras la partida de Tarugi nombrado arzobispo de Aviñón, Padre Felipe le eligió como su sucesor y, en julio del siguiente año, por expresa voluntad de Baronio, tal nombramiento fue sometido a la elección de la Congregación que, por unanimidad, lo eligió Prepósito.
     El Papa Clemente VIII, que lo apreciaba en gran medida, quiso conferirle una dignidad eclesiástica, pero Baronio, arrojándose a los pies del Padre Felipe, obtuvo el ser eximido; sin embargo, no pudo rehusar a ser nombrado confesor del Papa, ya que el mismo Padre Felipe le pidió que aceptara, intuyendo el beneficioso influjo que Baronio habría podido ejercer sobre las decisiones del Pontífice, como la reconciliación de Enrique IV de Francia con la Iglesia.
     Padre Felipe había llegado ya al final de sus días terrenos; será el Padre César quien pida al Santo la última bendición sobre la familia oratoriana.
     Privado de las autorizadas intervenciones que Felipe podía ejercer sobre el Pontífice, César fue obligado bien pronto por orden del Papa a aceptar el nombramiento de Protonotario Apostólico, habiendo conseguido ya rehusar por tres veces varios episcopados; en 1596, apenas reelegido Prepósito para un segundo mandato, tuvo que aceptar por obediencia al Papa, que le conminaba a la excomunión si hubiese rehusado la Sagrada Púrpura, recibiendo como título cardenalicio la Basílica de los santos Nereo y Aquiles –el antiguo y venerable Titulus Fasciolae [Título Cardenalicio de Fasciolae (“la Cinta”)] verdaderamente elegida por él ya que extenuante y necesitada de restauración, era rechazada por todos los demás Cardenales.
     Nombrado bibliotecario de la Santa Iglesia Romana, vivió austeramente en el Vaticano, conservando en el bolsillo la llave de su habitación en la Vallicella, “amado nido” donde, cada quince días acudía a decir sus sermones al Oratorio.
     El Año Santo de 1600 se le ve como humilde siervo de los peregrinos pobres a los que abre su casa, arrastrando con su ejemplo a los más altos dignatarios eclesiásticos.
     Al morir el Papa Clemente, estuvo bastante cerca de ser elegido Papa en el cónclave de 1605, pero fueron a recaer los veintiocho votos sobre el amigo “filipense” Card. Alejandro de Medici, quien durante pocos días –como le había predicho Padre Felipe- fue Papa con el nombre de León XI. También durante el cónclave, del que salió elegido el Cardenal Camilo Borghese con el nombre de Pablo V, Baronio convenció a los demás cardenales a que renunciasen a elegirle.
     La meditación sobre la muerte fue constante en el Siervo de Dios, quien muchas veces se preparó para ella con gran compunción. Agravándose la enfermedad del estómago que sufrió durante muchos años, fue llevado a Frascati, a la modesta casa que poseía –“Morituro satis” [“el que va a morir satisfecho”] había hecho escribir sobre la puerta- pero, sintiéndose cercano a la muerte, hizo que le llevasen a Roma, a la Vallicella, diciendo: “Vamos a morir a Roma para que “non decet Cardinalem mori in agro” [no se diga que un cardenal ha muerto en el campo]: vamos, no deseo otra cosa que morir en mi Congregación, en las manos de mis Padres”.
    Llegó a Roma el 19 de junio por la noche, en una camilla, y se le llevó el Santísimo Sacramento a la habitación. Despertándose sobre la media noche y preguntado sobre si querría recibir la Stma. Eucaristía, respondió: “¿Dónde está, dónde está? ¡Vamos, deprisa, traédmela!”. Con gran humildad pidió perdón de sus pecados, renovó “como habitualmente” las promesas bautismales y comulgó con gran devoción. Después, cantó alternativamente con el sacerdote el “Nunc dimittis” y se quedó absorto en oración. Por la mañana quiso que le llevaran a la capilla para asistir a la Santa Misa, y que se celebrase todos los días en su presencia. Llamó a Camilo Bandini, su pariente, a quien dio sabios consejos sobre la pobreza y sobre las virtudes cristianas, especialmente sobre la humildad y el desprecio del mundo. A los Padres y Hermanos del Oratorio les contó las penas y el agotamiento que le ocasionó el cardenalato, que se consideraba indigno de ser un simple sacerdote y les recomendó a todos buscar siempre a Dios. Al día siguiente también comulgó entre las lágrimas de los presentes, mientras en la Iglesia se exponía el Santísimo Sacramento. Sufría atroces dolores del estómago, pero bendecía a Dios, se encomendaba a la oración de todos y pedía la Bendición Papal. A todos manifestaba sentimientos de humildad y desprecio de sí mismo. Cuando fue a visitarle el Cardenal Roberto Belarmino, le pidió: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
     Recibió la Unción de los Enfermos dos días antes de su muerte, de manos del P. Flaminio Ricci y se hizo traer las imágenes de Jesús y de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, quedando largo rato en oración. Sus últimas palabras fueron: “¡He aquí! ¡Aquí está el momento tan esperado del gozo!: ¡muramos!”. Besó la imagen de la Virgen y las reliquias de los Santos, respondiendo a las preces como mejor podía. Rodeado de sus hermanos de comunidad expiró a las 14 h. un sábado, 30 de junio de 1607. Tenía 69 años, la edad que le fue misteriosamente revelada como la de su muerte, en una visión de 1572 narrada por el P. Sirmond, quien la supo por el mismo Baronio.
     El número LXIX [69] encerrado en un rectángulo y sobre él una cruz, fue puesto a menudo por el mismo Baronio en la primera página de los libros de su propiedad; por ejemplo, en una Biblia latina, editada en Venecia en 1588, lo encontramos encolado en la primera tabla; abajo, una explicación a mano: “Aetas Card. Baronii ab ipsomet per multos annos ante suum obitum multis in libris notate” [Edad del Card. Baronio muchas veces reflejada por sí mismo en sus libros muchos años antes de su muerte].
     Sor Mª Francisca Checchi, del monasterio de la Purificación, cuenta que, apenas había expirado, se le apareció “vestido con un traje riquísimo”. Su rostro tras la muerte se volvió bello y sereno, las manos y las demás partes del cuerpo blancas. Llevado a la Iglesia, treinta cardenales celebraron sus exequias y una cantidad inmensa de fieles que le estropeó los vestidos y el cabello, como “suele ocurrir en la muerte de una gran siervo de Dios”. Descansa en la cripta de la Chiesa Nuova, en la humildad más absoluta, sin otro monumento que una lápida en el lateral derecho del presbiterio: sencillísima en su elegancia, recuerda que reposan uno junto a otro en el sepulcro de la Congregación, César Baronio y Francisco Mª Tarugi, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, esperando la resurrección en aquella comunión fraterna que vivieron en la escuela del P. Felipe: “Ne corpora disiungerentur in norte quórum animi, divinis virtutibus insignes, in vita coniunctissimi fuerant” [No serán separados los cuerpos de aquellas almas, inflamadas en virtudes divinas, que íntimamente unidas estuvieron en vida]

     Penitente de S. Felipe Neri

     “Llegué a Roma el año 1557, y en aquel mismo año me comencé a confesar con el P. Felipe Neri en San Jerónimo de la Caridad” atestigua Baronio al comienzo de la primera de las tres declaraciones que realizó en el Proceso para la canonización del Padre Felipe, el 1 de septiembre de 1595.
     Los años de la incipiente experiencia romana del joven César se sitúan en el tiempo en que el Concilio de Trento está llegando a su fin; su ordenación sacerdotal será cinco meses después de la conclusión del Concilio Tridentino.
     El compromiso por la salvación de las almas, motor de toda la actividad apostólica de la Iglesia, volvía a resplandecer con nueva luz, como escribe Jedin: “El concepto nuevo era que la salus animarum [salvación de las almas] fuese concebida como idea central de la Iglesia, como la principal ley no escrita. Se vio que era necesario encontrar guías y médicos de almas para el pueblo católico”.
     Padre Felipe era un ejemplo clarísimo: se sentaba en el confesonario y su actividad apostólica se ajustaba en su máxima expresión a la obra reformadora, un componente de aquel vasto diseño de reforma que la Iglesia estaba persiguiendo con determinación.
     Entre los que frecuentaban el Oratorio había humildes artesanos y hombres ilustres, por cultura y por posición social: a unos y otros el P. Felipe les conducía por el camino del Espíritu, dedicando al Ministerio de la Reconciliación horas del día y de la noche, hasta el último día de su vida terrena. La originalidad que el Padre demostraba en el arte de confesar y de guiar espiritualmente estaba en la dulzura con que atraía hacia el bien: los penitentes se sentían amados como personas en su propia situación, y tratados con una paciencia que era auténtica caridad. Todos percibían que P. Felipe era “para” ellos; y la propuesta a seguir de camino espiritual que cada uno recibía no nacía de un abstracto sistema moral sino del encuentro cálido y humano, de la comunicación de un don que pasaba de corazón a corazón.
     César Baronio fue llevado al P. Felipe por un cierto Marco, proveniente de Sora lo mismo que él, cuya piedad al principio brillaba pero que “después no perseveró en el propósito”, escribe Barnabei. Con la humanidad y la alegría que le caracterizaba, Felipe abrazó a César, dejándole la sensación de que aquel singular sacerdote era el padre que él buscaba para su alma. Tras los primeros sermones de Baronio en el Oratorio, Padre Felipe comenzó a cuidar del alma del discípulo, como ampliamente demuestran los testimonios del Proceso canónico de San Felipe Neri. Entre muchos otros, elijo un episodio que revela la pedagogía de San Felipe confesor, el cual, para formar a las almas no se limitaba a exhortaciones verbales, sino que a menudo educaba con gestos concretos:
     “Un domingo por la tarde –testimonia Baronio- yendo a San Jerónimo a confesarme, el padre, sin quererme escuchar dijo: - Id al “Espíritu Santo”, a aquellos enfermos; y replicando yo que ya había pasado la hora de comer y que allí no había nada que hacer, él me replicó que fuese a hacer lo mandado. Fui al Espíritu Santo y no sabiendo qué obras hacer, fui donde estaba el Crucifijo con la lámpara que se suele colocar junto a los moribundos que han recibido los Santos Óleos. Aquel individuo había llegado al hospital el día antes, fuera de hora, y seguro que le habrían metido en la cama en seguida sin confesar, como era costumbre; en efecto, supe que se les había olvidado confesarle y darle la comunión, pero viéndole moribundo le dieron el Óleo Santo. Entonces, me acerqué a aquel pobre preguntándole sobre su estado y, viendo que no había confesado ni comulgado, en seguida le ayudé a confesar y comulgar; después de haberlo hecho entregó su alma a Dios. Volviendo al Padre le conté el suceso y me dijo: - Aprende a obedecer sin replicar.
     “Aprende a obedecer sin replicar”: obediencia y humilde reconocimiento de sí son, para el P. Felipe, la base de un verdadero camino de vida espiritual. Baronio fue moldeado en esta disponibilidad que realmente deseaba pero que fatigaba cuando se asumía. Había en Baronio una adhesión a la propia voluntad que llegará a desaparecer con el tiempo; en su fuerte carácter tendrá lugar la altivez sólo en defensa de la verdad, como ocurrió –cito sólo uno entre los numerosos ejemplos- cuando el Cardenal Aldobrandini, sobrino de Clemente VIII, disgustado por la franqueza con la que Baronio le reprochaba sus omisiones, le recordó sus deberes para con su Familia Purpurada; Baronio respondió: “Yo nunca he buscado ni deseado la dignidad cardenalicia; por eso, sin dolor dejaré aquello que sin amor poseo. Tome su Púrpura; voluntariamente me revisto de mis pobres hábitos: nada deseo más que volver a mis hermanos y a mi celda, de la cual aún llevo conmigo la llave; quedaos para Vos vuestros honores; a mí me basta la conciencia tranquila”. Aún a punto de morir dirá al P. Ángel Saluzzi que le asistía: “No he tenido nunca en esta vida cosa que me haya producido más grandes molestias y dolores que el cardenalato: anótelo bien y hágalo manifiesto a todo el mundo. Verus honor est serviré Deo cum omni humilitate. Quaerite Deum, quaerite Deum [Es un verdadero honor servir a Dios con toda humildad. Buscad a Dios, buscad a Dios]”.
     “Fue obedientísimo a su Padre San Felipe –escribe Ricci- a la obediencia a aquel a quien se había ligado con voto, siguiendo siempre sus indicaciones en todas las cosas, incluso en las más arduas y mortificadoras, en las cuales el Santo Padre, para su propio provecho le ejercitaba a menudo, y experimentando la utilidad que le producía la abnegación continua de sí mismo, decía: «Quien más se mortifica, más gana, no hay cosa más agradable a Dios que el negar la propia voluntad».
     Padre Felipe, como confesor, debió someter al joven César al discernimiento sobre el estado de vida al que Dios le llamaba. Él se sentía inclinado a la vida retirada del claustro, creía saberse llamado a una orden religiosa de estricta observancia, e insistía tenazmente. Padre Felipe comprendía la sinceridad de aquellas intenciones, pero veía claramente que el joven tenía necesidad de crecer antes que nada en la pura sencillez del Evangelio. Es el mismo Baronio, en la citada declaración, quien cuenta la obra del Padre Felipe en este campo:
     “Habiendo querido muchas veces hacerme religioso, capuchino, teatino, y de otras órdenes reformadas e insistiendo pertinazmente, nunca me quiso dar licencia: de tal forma que muchas personas religiosas se escandalizaron del Padre, diciendo que retenía a los hombres para que no fuesen a las órdenes religiosas; y eso era porque no veían lo que Dios mostraba a dicho padre”.
     Durante tres años –recuerda Ricci- estuvo César “con agitación de ánimo” con respecto a este tema. Padre Felipe, que no se sentía propietario de las almas, decidió mandar a Baronio a recibir el consejo de Constanzo Tassoni, “sacerdote de mucho espíritu”. También él “sopesó el juicio durante muchos meses y maduró el asunto con mucha oración, hasta que […] le dijo con resolución que Dios no quería de él el estado religioso, pero sí que fuese sacerdote y se entregase a la ayuda del prójimo”. Baronio “se calmó” concluye Ricci, y añade un detalle con el que no deja de subrayar su excelencia: “Para satisfacer de cualquier modo el deseo que tenía del estado religioso, César se quiso obligar a su Divina Majestad (cosa no acostumbrada en la Congregación del Oratorio) con cuatro votos: de castidad, de pobreza, de obediencia y de humildad; entendiendo la obediencia bajo la dirección de S. Felipe”.
     Lo mucho que este discípulo amó de corazón al P. Felipe es evidente, lo mismo que el afecto con el que el padre se preocupaba de su salud, teniendo con él gestos de conmovedora atención. Cuenta Ricci: “En la mesa, a César nunca se le quitaba el hambre; así pues, después de que él había acabado, a menudo S. Felipe le mandaba cenar por segunda vez; […] aunque estaba ocupadísimo, no se dejó nunca persuadir de dejarse ayudar en las necesidades de la habitación, excepto cuando San Felipe –con caritativo engaño- mandó hacer una segunda llave de su celda y se la dio a un joven de la Congregación, que era el P. Juan Mateo Juvenal Ancina, de santa memoria, para que ocultamente entrase en ella y la barriese”.
     El mismo afecto manifestó P. Felipe a Baronio también con ocasión de diversas enfermedades, durante las que siempre estuvo cerca de él, visitándolo y orando por él, a menudo obteniendo una imprevista curación. Es hermoso el relato de un episodio famoso, testimoniado por el mismo Baronio en la citada declaración y por el P. Germánico Fedeli. Ricci lo narra en estos términos: “Mientras que con gran utilidad, propia y para otros, trabajaba en la Viña del Señor, [César] fue visitado por su Divina Majestad con diversas y graves enfermedades. Solía el buen sacerdote, en las calamidades públicas de la Iglesia, multiplicar sus penitencias; y por eso, en los movimientos de tropas que hizo Solimán en perjuicio de Malta, con el consiguiente terror de toda la cristiandad, consumía las noches casi enteras en oración y lágrimas: se afligía sobre sí con vigilias, con ayunos, con disciplinas, con cilicios y con todo aquello que hubiese podido aplacar la Justicia divina: así, su pobre naturaleza cayó gravemente enferma, con gran peligro para su vida”. Estaban a punto de darle la Extremaunción, cuando S. Felipe, lleno de fe pidió a Dios por la vida de César y fue escuchado. Y el modo de su impetración fue mostrado al mismo moribundo, quien imprevistamente deprisa [el P. Germánico Fedeli precisa en su declaración: “mientras el Santo Padre hacía oración por él se adormeció”] pareció ver a Nuestro Señor en su trono de Majestad y a su derecha la Santísima Virgen y a sus pies Felipe, el cual pedía en ese momento: Da mihi Cesarem, Domine; Cesarem, redde: sic cupio, sic volo, Domine [Dame a César, Señor; salva a César: lo deseo, lo quiero, Señor]. Y le pareció que la gracia no le fuese concedida; pero volviendo Felipe su oración a la Madre, ella lo obtuviese del Hijo. Se despierta del sueño el enfermo, viendo recuperada su salud y refiere el suceso a Felipe; Felipe le regaña, diciéndole que no crea a los sueños pero que esté siempre dispuesto a todo lo que agrada a Dios, y que no busque ninguna otra cosa. Así César se encontró curado con el asombro de los médicos, que reconocieron la milagrosa curación por el Santo”. El don de la previsión le hacía conocer a P. Felipe la fama que Baronio habría tenido por las publicaciones de sus estudios, así como el nombramiento cardenalicio y, de forma solapada, se lo predice a Baronio no sólo una vez; por ejemplo, testimonia, Marcelo Ferro: “Estando yo en la habitación del P. Felipe y discurriendo con dicho padre, me dijo: -Mira la birreta cardenalicia que ha llevado el Papa Gregorio XIII, quien me la envió para hacerme Cardenal y yo la acepté con esta condición, que yo le diría cuándo querría ser Cardenal, y así el Papa quedó contento y yo me quiero hacer un trapo para la barriga-. Sabiendo después que dicha birreta sería puesta en la cabeza del P. César Baronio más veces”. El afecto que el Padre tenía por el discípulo no le impedía, precisamente por este motivo, someterlo a distintas humillaciones a lo largo de toda su vida -algunas ciertamente pesadas- como no sufrió en igual medida ningún otro discípulo: por ejemplo, aquella en que le obliga a cantar “Il Miserere per Allegrezza” en un banquete de bodas; el someterlo a bromas e ironías sobre su estilo poco refinado (le llamaba en público “bárbaro”); el mandarlo al vendedor de vino con una enorme garrafa para comprar “una pequeña cantidad” de vino, para pagar con un billete grande; el obligarle a ocuparse constantemente de la gata que se quedó en San Jerónimo; el imponerle, como premio por la publicación de cada volumen de los Anales, servir treinta misas; el someterlo a las críticas pesadas del P. Gallonio, encargado expresamente de denunciar en los “Anales” errores inaceptables… la lista de ejemplos como estos es extensísima y podría continuar. Quien no tiene tiempo u oportunidad para leer el gran volumen del P. Generoso Calenzio, lo puede constatar en el sencillo libro de Renzo Chiozzotto. Pablo VI –así lo atestiguan los Padres del Oratorio presentes en una Audiencia privada concedida a ellos- reconoció que Baronio habría podido ser canonizado por el solo hecho de haber soportado con tanta paciencia y humildad las bromas curiosas y extravagantes de su santo padre Felipe. Sin embargo, parte integrante de la obra educativa en lo referente al discípulo era también la voluntad del P. Felipe de no sobrecargarlo con ninguna responsabilidad, considerando el inmenso trabajo que Baronio desarrollaba en la investigación y en el estudio: “Trabajaba mucho en la ardua y vasta tarea de los Anales Eclesiásticos –escribe Ricci- […] Y era algo asombroso cómo aquel digno sacerdote pudiese respirar soportando tal cantidad de estudio […] y todo sin ninguna ayuda […] Con todo esto, S. Felipe quería que al mismo tiempo tuviese el encargo de la parroquia, que ejerciese el ministerio de la confesión como los demás de la Congregación, que hiciese en la Iglesia los acostumbrados discursos al pueblo tres veces a la semana, que fuese Prepósito de la Congregación y que dirigiese puntualmente a todo el Instituto; suplicando él poder decir Misa a aquella hora que le fuese más cómoda, el Santo sólo le concedió que eligiese la hora, pero con la condición de no poderla cambiar nunca más, encargando a los sacristanes que siempre, con todo rigor, le llamasen a la hora prescrita”. Son actitudes que pueden parecer hasta crueles, pero Padre Felipe conocía la razón de aquel rigor. “Viéndolo ya de avanzada edad pero con la sencillez y humildad de un muchacho –escribe Ricci- solía decir de él: Aquí está mi novicio; y a continuación le daba un cachete, con el que Baronio se sentía lleno de divina consolación”. ¡Misterioso camino de grandes almas!, la decisión por la que Padre Felipe eligió a este discípulo entre los Padres de la Congregación para ser su confesor no es ciertamente ajena al camino de humildad recorrido por el gran Baronio.  Baronio confesor “Poco antes de morir, siendo yo su confesor –asegura Baronio en el testimonio del que partimos para presentarlo como penitente de S. Felipe- hablando conmigo, [el Padre] siempre se lamentaba de que la gente le apreciase más de lo que él era; de lo cual sentía amarguísimo arrepentimiento, considerándose grandísimo pecador”. P. Felipe le había elegido en 1593, el mismo año en que, renunciando al cargo de Prepósito, había querido que fuese Baronio su sucesor en el gobierno de la Congregación: “Teniendo el Padre Felipe muchos hijos similares a él por virtud y santidad de costumbres en la Congregación –afirma Barnabei- eligió sólo a Baronio para abrir su conciencia y para pedir el perdón de Dios”. Al mismo P. Felipe habían asistido para que Baronio, obedeciendo el mandato del Pontífice, aceptase el encargo de confesor del Papa Clemente VIII. Además de los testimonios sobre el encargo desarrollado por Baronio como confesor del Papa, en el proceso de San Felipe Neri, encontramos también referidos los nombres de otros penitentes de Baronio llamados como testigos: Juan Atrina, Pablo Maggi, Pedro Ruiz, Virginia Ruiz Crivelli, Artemisia Cheli, Curzio Massimo, Mateo Guerra, Constanza Crescenzi del Drago, Claudio Rangoni, Fiammetta Cannoni, Fenizia de Domino. Sin embargo, es lógico pensar en muchos otros hombres y mujeres –que no comparecieron en el Proceso- con los que el P. César había ejercido el ministerio de confesor, que él mismo pudo confesar en una carta a su padre: “discúlpeme si al regreso dejo de responderle; porque me lo impide el confesonario, y tan a menudo soy tanto de los otros que me falto a mí mismo”. La dedicación a confesar, quitándole tiempo a los indispensables estudios para la realización de los Anales, le era ciertamente gravoso. Padre Felipe no dejó de “fastidiarle” también a este respecto. Lo hizo hasta en unas memorias dirigidas al Papa Clemente VIII, el cual, preocupado por la salud de Felipe –a quien tanto amaba y estimaba- le había invitado a cuidarse y le había mandado no bajar más a la Iglesia a confesar. Pidiendo el Papa quererle rehabilitar para confesar en la iglesia, el Padre, jocosamente como de costumbre, escribió que no le quedaban más “que cuatro mujercitas y hombres de poco talento, ya que Mons. César le había quitado la superioridad, Mons. Panfilio y el abad Maffa” y añadía: “Y los Sres. Cardenales le habrían confesado en el lecho, si no me hubiese sido robado por ellos mismos”. ¿Cómo ejerció el ministerio de la confesión el P. César con su Padre amado? No sabemos nada porque él, obviamente, no nos ha dejado ni una palabra. Sin embargo, tenemos esa significativa declaración en el Proceso: “…hablando conmigo, [el Padre] siempre se lamentaba de que la gente le apreciase más de lo que él era; de lo cual sentía amarguísimo arrepentimiento, considerándose grandísimo pecador…”, incluso revestido de confesor, el P. César no podía más que sentirse humilde discípulo en la escuela de aquel que le había modelado.  Pax et oboedientia. Oboedientia et pax “Cada día –escribe De Libero en la obra citada- iba hasta la gran estatua de San Pedro, en verano y en invierno, colocaba la cabeza sobre el pie del Apóstol y decía en latín “Paz y obediencia”. Luego confesaba: “Creo en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólic”, y se quedaba de rodillas ante el sepulcro del Apóstol. Desde entonces, millones y millones de fieles renuevan el gesto sublime de fidelidad, y aquel pie se ha ido desgastando. Hay quien ha dicho que no ha sido Baronio el primero que introdujo la pía y simbólica práctica, aunque si es cierto -como no parece- se trataba, en todo caso, de un acto de devoción personal y no de una costumbre general y significativa”. Para su escudo episcopal y después como Papa, Ángel José Roncalli asumió el lema de Baronio Oboedientia et pax. No fue una elección casual, sino una expresión de la devota admiración con que, desde los años de la juventud sacerdotal, Roncalli se había alimentado en la imitación del autor de los Anales testimoniada con numerosos gestos hasta llegar al umbral del Cónclave, cuando con toda sencillez, se acercó a la Chiesa Nuova para visitar la tumba de Baronio, o cuando en los primeros días de Pontificado, volviendo de la toma de posesión de la Catedral de Roma, se quitó respetuosamente el capelo ante la Iglesia afirmando: “Estamos ante la tumba de S. Felipe y de Baronio”. Algunos años después, el 26 de mayo de 1960, quiso visitar de forma imprevista a estos personajes queridos por él –con la alegre sorpresa de los Padres- mientras se encontraba de paso ante la Chiesa Nuova. Con respecto al primero, es de gran belleza la declaración referida en la conferencia de 1907, donde no faltan observaciones personales que, examinadas a la luz de la historia posterior, contienen en germen y revelan el secreto de todo el Pontificado de Juan XXIII: “No olvidemos nunca el lema de Baronio. El gran Baronio nos mira. Repitamos con el corazón y los labios: oboedientia et pax. Qué grandeza sería un día también la nuestra: por el camino de la obediencia, salir exultantes a la gloriosa conquista de la paz”. Con respecto al segundo, es adorable en Diario de un alma la espontánea invocación salida del corazón del Papa que, desde joven monseñor, se inscribió como hermano en el Oratorio Seglar de Roma: “¡Oh mi buen Padre Felipe, sin hablaros me entendéis! El tiempo se acerca; ¿dónde está vuestra imagen en mí? Haz que yo entienda los auténticos principios de vuestra escuela mística para cultivar el espíritu, y los aproveche: humildad y amor. Sensatez, sensatez San Felipe, y santa alegría, purísima, y empuje fecundo de grandes obras. Beato Felipe, ayúdame a preparar la casa, apoya mi gélido pecho sobre el vuestro, ardiente de amor, de Espíritu Santo. Fac ut ardeat cor meum [Haz que arda mi corazón]. Amén”. Así mismo, la decisión de conceder a Don De Luca la facultad de reeditar la conferencia de los años de juventud se coloca en el ámbito de la admirada veneración de Ángel José Roncalli por Baronio y por San Felipe. En la Introducción a la reedición, D. De Luca aclara que aquel texto juvenil, lejos de verse superado a causa del tiempo transcurrido o del contenido expresado por la conmemoración, esboza, a través de la lectura atenta de la obra baroniana y del examen de la actividad sacerdotal del discípulo de San Felipe, un retrato general pero real, que evidencia la unidad entre el hombre Baronio –visto en su tiempo- y el Baronio escritor, autor fundamental de la historiografía eclesiástica. De hecho, escribía Roncalli: “Su vida en Roma, como sacerdote y cardenal, fue un reclamo para todos de una conducta menos mundana, más cristiana; tuvo un significado de reproche y de enérgica reacción contra el lujo de aquel tiempo; fue un signo de retorno a la pureza de los principios evangélicos. Su obra de escritor, su obra inmortal – los Anales eclesiásticos - fueron una batalla admirablemente dirigida, ganada triunfalmente contra los enemigos de la Iglesia y aún hoy, ante el fin de muchas obras que no se recordarán más, queda ella como un monumento”. Baronio –afirma el joven estudioso, con una definición que tiene el valor de una poderosa síntesis- fue “el profeta bíblico que por primera vez lanzó el solemne grito de resurrección, pues puso los documentos de la historia al servicio de la verdad”.  Contemplando su rostro… “César Baronio era alto y una persona bien parecida, grave y majestuoso en el semblante, de formas distinguidas y delicadas. Los ojos, cerúleos de celeste luz centelleante y casi siempre entrecerrados, advierten de una modestia virginal y un alma recogida en meditación. Tenía la frente amplia y rugosa, la nariz larga y aguileña, cejas densas, las orejas pequeñas, el pelo negro y encrespado, y también la barba; sin embargo, cuando llegó a la madurez, se tornó densa y blanca. Se quedó estupefacto quien al verle con el traje pontifical tuvo la sensación de reconocer a Basilio, al Crisóstomo, a Ambrosio; tal era el áurea celeste que difundía a su alrededor” (Jerónimo Barnabei, 1651). Recuerdo una imagen del Cardenal que tuve la sorpresa de ver en Goa, en la entrada del Seminario Patriarcal de Rachol. El fresco –debido probablemente a la iniciativa de los Padres del Oratorio goano, que por dos veces en el siglo XVIII se encargaron de la dirección del Seminario- presenta un Baronio que se reconoce sólo por la inscripción “Em.mus Card. Caesar Baronius” situada al lado del personaje… La fisonomía del Cardenal está bastante alejada de aquella que la no escasa iconografía baroniana nos ha transmitido; el rostro oscuro se asemeja más al de un indio que al de un europeo. El pintor local, sin embargo, no dejó de caracterizar al personaje con dos elementos que muy a menudo acompañan las representaciones de Baronio: la pluma y el libro, instrumento y resultado de la inmaculada obra compuesta por Baronio al servicio de la verdad. Que el Cardenal esté representado en aquellas tierras lejanas testimonia la difusión de la fama que, desde el principio, incluso fuera de Italia, acompañó al autor de los Anales, cuya santa vida ha contribuido no poco al renacimiento de la Iglesia en el tumultuoso período del post Concilio Tridentino. En las dependencias de la Chiesa Nuova, podemos contemplar a Baronio en algunos hermosos retratos; por ejemplo, aquel que adorna la sala llamada “de los Cardenales”, puesto que están representados Cardenales y personajes ilustres. En esta bella tela, el desconocido autor del siglo XVII plasma a Baronio en recogimiento: postura escultural, barba fluida, frente reveladora de los altos pensamientos que ocupan la mente. En la mano izquierda un libro que apoya sobre la rodilla; entre el pulgar y el índice de la otra mano, casi abandonada sobre el brazo de la silla, una pluma.
     El rostro hierático y austero, como el de un maestro que ha buscado el secreto del pasado y sabe que puede proponerlo también en el presente. Pero el retrato más interesante de Baronio es el conservado en la “sala roja” de los recuerdos de San Felipe. Pintado en 1605 –cuando Baronio tenía 67 años- por el sienés Francisco Vanni (1563-1619), seguidor del Barroco, fue donado por el hijo de éste al P. Mariano Sozzini; este cuadro es la base de los retratos de Baronio como aquel que ha transmitido a los artistas la verdadera efigie del Cardenal. El pintor, que conocía a Baronio, no tuvo dificultad en verlo más veces sentado en su escritorio o en otras circunstancias. En el octógono de Vanni, el Cardenal está retratado en la madurez de los años y del pensamiento: la frente está surcada de arrugas que esconden una voluntad tenaz; los ojos son los de quien está habituado a la meditación; pero la mirada manifiesta la intensidad de quien posee una visión amplia y segura. Observando aquel rostro vienen a la mente las palabras del biógrafo Barnabei: “Se quedó estupefacto quien al verle con el traje pontifical tuvo la sensación de reconocer a Basilio, al Crisóstomo, a Ambrosio…”. 


Causa de Beatificación del Venerable César Baronio

Oración

¡Oh Dios, que has prometido exaltar a los humildes, dígnate escuchar las plegarias que te dirijo para la glorificación del venerable cardenal César Baronio, ferviente defensor de la Iglesia y de la Verdad en el campo de los estudios históricos. Haz que, imitando su virtud, yo vea a Jesús en el rostro de los hermanos, viva a la luz del Evangelio y me sea concedida, por su intercesión, la gracia que humildemente te pido (…). Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén. * * *


Para comunicar las gracias recibidas, solicitar información, material divulgativo y ofrendas para la Causa, dirigirse a: PROCURA GENERAL DEL ORATORIO Via di Parione, 33 00186 ROMA C.C.P. 73040966 Tel.: 06.689.25.37 e-mail: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. página web: www.oratoriosanfilippo.org