Homilía, 1–IX–2019
Oratorio de san Felipe Neri

«El Señor es glorificado por los humildes»
(Si 3,20)

San Lucas nos dice que Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y que ellos lo estaban espiando. Lo habían invitado, por lo que parece, para escudriñar sus palabras y sus gestos, con mala intención. Ojalá también nosotros prestemos ahora atención a lo que dice y hace Jesús, no como aquellos fariseos, sino con la intención de aprender de él y de conocer mejor a quien nos ama, a quien también nosotros amamos.
 
Entra Jesús en la casa del fariseo y observa que los convidados escogen los puestos más importantes. Es una escena habitual: unos y otros buscando disimuladamente los mejores puestos. A Jesús le sirve para proponer una parábola: «Cuando seas convidado a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado otro más distinguido que tú, y venga el que os convidó a los dos y te diga: “Deja el sitio a este”. Entonces, avergonzado, tendrás que buscar un lugar en los últimos puestos» —Es fácil imaginar la escena un tanto humillante—. «Al contrario, —sigue Jesús— cuando seas convidado, ve a sentarte en el último puesto…» (Lc 14, 8-10). Y la conclusión de la parábola: «el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido». Es mucho más inteligente mostrarse humilde, porque, tal como decía el libro del Eclesiástico: «al humilde se le quiere más que al generoso».
Pero la intención de Jesús no es evitar que nuestro amor propio se vea golpeado o darnos reglas para caer bien. Busca enseñarnos una importantísima lección sobre la humildad por dos motivos: porque Dios es humilde; y porque solo los humildes pueden acercarse y gozar de Dios. Veamos esto.

La prueba de la humildad de Dios es que nos ha amado a nosotros. Decía Aristóteles que el amor verdadero entre los hombres —habla en realidad de la amistad— solo puede darse entre iguales, entre hombres de la misma condición moral. Decía que no es posible que el inferior ame al que es mejor que él —mejor en el sentido moral—, y que tampoco es posible que el superior ame al que es inferior: ¿cómo un hombre generoso puede amar al tacaño?, ¿cómo el trabajador puede amar al perezoso?, ¿cómo el de corazón puro y noble puede amar al lascivo y al retorcido? Sin embargo, Dios nos ha amado. El Hijo de Dios «no retuvo ávidamente su vida divina, se despojó de su gloria y tomó esta condición servil nuestra, se hizo hombre. No contento con eso, se humilló hasta la muerte y una muerte de cruz». Veis: Cristo entró en el mundo que él había creado para encontrarse con el hombre, como en un gran banquete de bodas, y él, que era el Señor, buscó el último puesto. Tomó el pecado de todos hasta que el pecado de todos lo desfiguró, hasta que apareció como un hombre vil. «Por eso Dios lo levantó sobre todo y le dio el Nombre-sobre-todo-nombre, de modo que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo». A la luz de la vida de Jesús esta parábola cobra un sentido nuevo: Dios es humilde, guiado de un amor desconocido se hace pequeño por amor a los que somos pequeños; y, al mismo tiempo, nos enseña el camino para ser verdaderamente grandes, el camino de una humildad que ama. No es la humildad quejumbrosa y triste de quien ha sido derrotado, sino la de quien se hace pequeño por amor. No es la humildad táctica de quien quiere caer bien, sino la de quien vive en la verdad: la verdad es que no merece a Dios; la verdad es que Cristo nos ha amado; la verdad es pegarse a Cristo y caminar con él el camino hermoso, aunque doloroso, del amor.
 
Volvamos a la escena de la casa donde Jesús había entrado, invitado, para comer. Os podéis imaginar la cara de los que habían estado buscando los primeros puestos, cuando Jesús contó la parábola. Seguramente el fariseo que lo había invitado pudo esbozar una sonrisa maliciosa. Sin embargo, Jesús se dirigió a él —¡cuánta santa libertad la de Jesús!— y le dijo: «Cuando des una comida… no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos». Con estas palabras Jesús nos propone la novedad del amor que él ha inaugurado y que podemos ver hoy ante nuestros ojos: Jesús resucitado da un banquete e invita a todos, pero ninguno es digno de él. ¿Quién hay aquí que no necesite confesar que es un tacaño, o un perezoso, o un lujurioso, o un hombre de dobles intenciones? Hemos sido invitados por quien es infinitamente mejor que nosotros, a quien no podemos pagar. «¡Cómo pagaré todo el bien que me ha hecho!». Es como si hoy nos volviese a decir el Señor: «¡Mira lo que hago contigo! ¡Haz tú lo mismo!». O mejor: «Únete a mí, toma de lo que te doy y, tomando de lo mío, que no mereces, dalo conmigo». ¡Es la lógica de la Eucaristía!
 
La humildad no es una pose, «Humilitas est veritas», decía santo Tomás de Aquino, la humildad es la verdad. Y la verdad es que no valemos gran cosa; que Cristo nos ha amado gratuitamente haciéndose el último de nosotros hasta entregarse por nosotros; la verdad es que unirnos a él y recorrer su camino, el camino de la humildad que ama, es la única vía para alcanzar a Dios y ser también nosotros realmente grandes. Solo el que se hace humilde con Cristo se hace lo suficientemente grande como para dar gloria a Dios. Así Jesús y así también María.

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

Enrique Santayana C.O.
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Homilía del dom XXII TO C
en la iglesia del Oratorio de san Felipe Neri, de Alcalá de Henares
1 sep 2019
Autor-1488;P. Enrique Santayana
Fecha-1488Domingo, 01 Septiembre 2019 17:04
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