XXVII Dom. C
5-X-2025

«El justo vivirá de fe» (Hab 2,4)

 

Habacuc, uno de los profetas, se dirige a Dios pidiéndole cuentas. La situación es que Israel, empezando por los jefes, ha olvidado a su Dios, ha olvidado la ley: injusticias, crímenes, abusos, destrucción… ¡Qué fácil sería aplicar estas palabras al presente de nuestra nación, de las viejas naciones cristianas y de la Iglesia misma! Habacuc ha predicado llamando a su pueblo a la conversión, pero nadie le hace caso. Ha pedido a Dios que corrija a su pueblo, pero tampoco él parece escucharle. Y se queja desde lo hondo del alma: «¿Hasta cuándo, pediré auxilio sin que me oigas? ¿Hasta cuándo te gritaré: ¡Violencia! [hasta cuándo te mostraré la violencia que me rodea], sin que me salves?». El profeta está atormentado por la ruina moral y religiosa de su pueblo, por el fracaso de su misión, por el silencio de Dios. El pecado parece impune, los malvados prosperan, los inocentes son pisoteados, los soberbios se ríen de la ley divina. «¿Por qué lo permites? ¡No me escuchas!».
Pero, aunque parezca lo contrario, Dios no es indiferente a la ruina moral del pueblo, ni al tormento de Habacuc. Tiene un plan de salvación y se lo comunica al profeta en una visión. Más aún, Dios quiere que todos conozcan el contenido de esta visión y le manda escribirla en una tablilla, que se puede exponer ante los ojos de todos, para que todo quede claro y manifiesto. La visión habla de un castigo purificador. Será una criba que hará caer a los soberbios: «el altanero no triunfará». No pasará la prueba el que se ensoberbece ante la ley de Dios. ¿Quién pasará la prueba? El justo, el justo que vive de fe. Es decir, el que espera en la omnipotencia del amor de Dios, aun cuando parece que todo se desmorona.
Quiero que penséis un momento en la cruz y en Jesús. También allí Jesús se dirige con las palabras del salmo a Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Todo parece fracasar en la cruz. Sin embargo, Cristo, hasta un límite inimaginable, mantiene su confianza radical en Dios, dejando que el plan salvífico de Dios se cumpla en su propia pasión, «todo está cumplido», y entregándose del todo en manos de su Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». En ningún sitio encajan mejor las palabras dichas a Habacuc que aquí: «el justo vivirá de fe». Por esta fe, el Hijo eterno hecho hombre obedece hasta el final, se sumerge en la muerte del hombre, y va más allá de todos los límites de la creación hasta vencer la muerte, resucitar, ascender a los cielos y adentrarse en la vida divina. Sí, «el justo vivirá de fe».
Solo la fe nos guía en este mundo de sombras y apariencias, solo ella nos da luz y conocimiento cierto de Dios y de su amor. Solo la fe nos sostiene en la enfermedad, en el dolor, en la injusticia, en el sacrificio que exige el amor, solo la fe fortalece en la hora de la prueba, solo ella nos permite afrontar la muerte y vencerla hasta alcanzar con Cristo la vida de Dios. Así que la petición que inicia el evangelio de hoy es una petición muy necesaria: «Auméntanos la fe».
La fe nos da el conocimiento cierto de Dios y, además, es un vínculo invisible pero real con él, nos une a él. El impío, el hombre sin Dios, está solo, no le queda más que confiar en sus propias fuerzas o rendirse ante el dolor y la muerte; no puede sino tener el alma hinchada y ser altanero, o rendirse ante la vida, lo que los clásicos llamaban el fatum, la fatalidad de la vida. El justo tiene a Dios, la fe le da a Dios, con eso enfrenta la vida. La enfrenta como un niño que se agarra a la mano de su padre.
«Señor, auméntanos la fe»: danos luz para conocer el plan de Dios y abrazar lo bueno que él realiza ocultamente, en medio del mal que se levanta a nuestro alrededor y también dentro de nosotros. Danos luz para que podamos ver a Dios con los ojos del alma, y adherirnos a él.
Jesús entiende que es la petición más que justa, y hace un elogio de la fe. Por pequeña y vacilante que parezca, la fe tiene el poder de hacer cosas que ni siquiera hubiéramos podido imaginar: que el hombre, mortal y miserable, pueda alcanzar a Dios; que pueda ir más allá de todo lo creado, superar la muerte y plantarse en Dios. Esto es lo que hace la fe: toma un árbol y lo planta en el mar; nos arranca de este mundo y nos planta en el corazón de Dios. Lo hace no evitando el dolor, la injusticia de los hombres, la guerra… sino tomando la mano a Dios, para que él nos lleve, como un padre a su hijo pequeño y querido. La fe nos enseña a ser hijos y a vivir como hijos, pendientes de Dios, con su nombre constantemente en nuestros labios: «Padre nuestro».
Eso enlaza con la segunda parte del evangelio. El hombre de fe, vive de Dios, agarrado a su mano, y sabe que sin él no es nada. Por eso se hace humilde. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, los apóstoles van a protagonizar un milagro inimaginable: van a arrancar a los hombres del mundo y los van a plantar en Dios. Por la predicación del Evangelio y por los sacramentos van a llenar el seno de Dios de hombres, mujeres, niños… Pero tienen que saber que no hacen más que lo que deben. Han de mantenerse humildes y, después de cumplir el trabajo encomendado, con éxito o con fracaso, decir: «somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer».
También nosotros debemos pedir a Cristo que nos aumente la fe que nos permite vivir unidos a él y alcanzar la vida eterna. Esa fe nos da a nosotros, como antes a los apóstoles, hoy, igual que hace dos mil años, el poder de plantar a Cristo en el corazón de los hombres, darles la vida divina. Podemos y debemos dar esta vida a nuestros hijos, a nuestros amigos, a los que nos rodean y viven sin Dios, sin verdad, sin esperanza. Y, sin embargo, debemos entender que esta obra inmensa, ¡dar a los hombres la vida de Dios!, es solo nuestra obligación, que nunca la hacemos del todo bien, que, en último término, es una obra divina. Debemos mantenernos humildes. Si vemos que nuestras palabras y el ejemplo que damos a nuestros hijos son eficaces y también ellos se mantienen en el camino de la fe, no creamos que es un gran mérito: hemos hecho lo que teníamos que hacer. Y si vemos que, por el contrario, fracasamos, entendamos que eso es lo normal, porque nosotros no somos nada para una obra tan grande; pidamos entonces a Dios, que sea él quien lleve a buen puerto la educación en la fe de nuestros hijos. En el éxito o en el fracaso, como padres, como amigos, como predicadores de la verdad, que podamos decir: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.
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Homilía del domingo 5 de octubre, de 2025, XXVII del TO, ciclo C
En el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
Autor-1676;P. Enrique Santayana C.O.
Fecha-1676Lunes, 06 Octubre 2025 05:48
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