XXX Dom. C
26-X-2025
«Todo el que se enaltece será humillado,
y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14)
Jesús, con una parábola, nos habla del modo de hacer oración, y, en último término, del modo de situarnos vitalmente ante Dios. El inicio del relato evangélico nos muestra por qué Jesús nos habla de este asunto: «Dijo esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás». El Señor observa, seguramente en el Templo de Jerusalén, cómo se comportan algunos despreciando a otros; se percata también de su actitud ante Dios: seguros de sí mismos; y ve el corazón y allí la causa de todo: se creen justos.
Tenemos que explicar qué es la justicia según la Biblia, y qué es eso de «considerarse justos». La justicia es dar a Dios lo que se le debe a Dios y al hombre lo que se le debe al hombre. ¿Qué se le debe a Dios? El Antiguo Testamento lo resume así: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (Dt 6,4). ¿Qué se le debe al prójimo?: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). Pero, qué difícil resulta entender bien esto ¡en la práctica! Con respecto a Dios. Cuando pensamos en el amor de Dios hacia nosotros, imaginamos que él tiene la obligación de servirnos en las mil circunstancias de la vida; pero cuando pensamos en el amor que le debemos nosotros a Dios, nos imaginamos que casi por el mero hecho de respirar ya hemos cumplido. Pero solo son ¡imaginaciones! ¡Imaginamos que amamos a Dios! Solo eso. Casi nadie —y esto es un hecho— se confiesa de no amar a Dios como él merece ser amado, no solo con un pensamiento fugaz a lo largo del día, sino con las obras diarias, con una vida ordenada a él. ¿Amas tú a Dios con todo el corazón, con toda el alma…? ¿Qué dirías? Dime en qué se traduce ese amor. Si miras al Crucificado, verás en qué se traduce su amor por ti; dime en qué se traduce tu amor por él. Con respecto al amor al prójimo. Cristo llevó a su perfección este mandamiento en dos sentidos: primero, haciendo a cada hombre, lejano a él por sus pecados, “su prójimo”, su cercano, el que le importa; segundo, amándolo con una medida extrema, la de la entrega hasta la muerte. Ahora, dime cuántos entran dentro de tu lista de “prójimos” y verás lo pequeña que es esa lista. Y dime también en qué se traduce ese amor, y verás que tu amor no llega muy lejos. Pero no solemos hacer este examen, nos dejamos llevar por la imaginación y terminamos creyendo que amamos a Dios y al prójimo, nos creemos justos. Y así, nos acercamos a Dios con la cabeza alta, interiormente, y miramos a muchos por encima del hombro. Os digo que, si nos reconocemos entre estos a los que Jesús corrige, habremos dado un paso muy importante.
Vayamos a la parábola que Jesús propone para corregir este engaño tan habitual y tan pernicioso de creernos justos. Estamos en el Templo de Jerusalén, en el atrio de los judíos, la parte donde solo podían entrar los varones israelitas, y allí aparece un fariseo, para la época, prototipo de judío cumplidor de la ley. Seguramente camina hacia adelante, «como si el Templo le perteneciera», hasta un lugar preminente, y empieza a rezar, de pie, lo común entre los judíos, pero el evangelio dice “erguido”, esto es, insinuando una actitud arrogante[1]. Y hemos escuchado: «oraba en su interior»[2]. La verdad es que esta traducción nos despista. El original griego dice: «oraba junto a sí». ¿Qué significa esto? No que orase interiormente, sino que hablaba consigo mismo, «oraba para sí»: sin darse cuenta, dirigía su oración a sí mismo, no a Dios. Y por eso, el contenido de su oración es una alabanza de sí mismo, y un desprecio hacia los otros. El que se cree justo, al final sustituye a Dios por su enorme yo. Pero cuando hace esto, entonces, está solo. Aunque no lo sepa, el fariseo es un ateo, un hombre sin Dios y sin nadie, uno que ha matado a Dios en su corazón, a Dios y al prójimo. Está él solo. Jesús dirá que este hombre no salió del templo «justificado». ¡Atención! ¡Atención a lo que nos puede llevar el creernos justos! El maldito orgullo nos cierra las puertas de la gracia y puede cerrarnos las puertas del cielo. Puede dejarnos sin Dios.
Sin embargo, ahora aparece ante nosotros algo consolador. Ha entrado también en el Templo un publicano, el prototipo de pecador, alejado de Dios y de la comunidad judía, por ladrón y por traidor. Al entrar en el atrio de los judíos, se ha quedado atrás, como quien atraviesa sin invitación y sin permiso el umbral de una casa que no es la suya. No se atreve siquiera a levantar sus ojos. Es un gran pecador, pero nos aventaja a todos, quizás, en una cosa: sabe que no es digno de Dios, que no es digno de estar en su presencia, que no es justo, que ni ama a Dios, ni ama a su prójimo. Lo sabe, y se avergüenza. Algunos lo saben y se enorgullecen. Pero no es este el caso, este lo sabe y se avergüenza. Y hace algo más: mientras se golpea el pecho confesándose culpable, suplica, que es un acto de audacia, un momento en el que, saliendo de sí mismo, se fija en Dios y pide perdón, pide auxilio: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Mirad que en unas pocas frases Jesús ha descrito un movimiento del alma que tiene varios pasos: primero, el reconocimiento del pecado; después la vergüenza y el dolor; después la audacia de mirar más allá de la propia miseria, de mirar a Dios, de confiar en su misericordia y de suplicar. Todos esos pasos son necesarios. Algunos reconocen sus pecados para enorgullecerse de ellos, algo realmente diabólico. Otros llegan a avergonzarse y a dolerse, pero se resignan, se dejan llevar por su miseria y parece que su vida se va por el desagüe, en una especie de triste apatía. Hace falta el paso decisivo: mirar más allá de uno mismo, mirar a Dios y suplicarle a él. «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Este, dice Jesús, salió de allí justificado.
Así, el que se creía justo, por su soberbia, se convierte en un hombre sin Dios, en un ateo. Y el que estaba alejado de Dios por sus muchos pecados, por su humildad, es socorrido, justificado, reconciliado, se convierten en amigo de Dios. La humildad nos abre las puertas de la gracia, las puertas del cielo, nos da a Dios como tú del alma. «La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que no alcanza su destino», decía la primera lectura, y es así, la oración del humilde rompe el cerco del pecado y alcanza a Dios, llega a su corazón, y Dios derrama su gracia sobre él: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». En la cruz Cristo le ha prestado su voz al humilde y ha hecho suya su súplica. Con Cristo el humilde es escuchado y exaltado. Con Cristo el humilde tendrá a Dios como su gloria y con Cristo dirá: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti me levanto» (Sal 63,2). El soberbio se tiene a sí mismo, el humilde tendrá a Dios.
Santa Teresita de Lisieux pensando en este pasaje decía algo que podemos hacer nuestro. Decía: «Yo sé hacia dónde quiero correr… No me lanzo hacia el primer puesto, sino hacia el último. En lugar de ir adelante con el fariseo, repito llena de confianza la súplica humilde del publicano»: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
[1] La verdad es que el matiz moral, de arrogancia que señala la traducción litúrgica («erguido») no está en el texto griego, al menos de forma clara. Lo mantengo, porque así lo hacen muchos intérpretes tradicionales y es coherente con el sentido del texto.
[2] Aquí hay un matiz en el que no puedo entrar: lo extraño que era para un judío una oración que no fuese vocal, que no fuese recitada con los labios. Quizá ahí se expresa ya lo que señalo a continuación, siguiendo a otros, sobre el “junto a sí”, (πρὸςἑαυτὸν)
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Homilía del domingo 26 de octubre de 2025
Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares

;P. Enrique Santayana Lozano C.O.

Lunes, 27 Octubre 2025 16:26

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