XXXIII Domingo T.O. B
17-XI-2024
«Verán venir al Hijo del hombre» (Mc 13,26)
Queridos todos: Hoy el Señor nos habla de los últimos tiempos. Es necesario que entendamos algunos elementos esenciales de esos últimos tiempos:
Por un lado, su vuelta gloriosa estará precedida por un estallido generalizado del pecado, de la iniquidad, de la corrupción moral, de la negación de Dios. Es el momento del Anticristo, tiempo de persecución de la Iglesia, de apostasía general, de un falso mesianismo que proclamará al hombre como dueño y salvador de sí mismo. El hombre apartará a Dios para proclamarse él mismo, con violencia de todo tipo, como único señor. Será la última prueba de la Iglesia, en la que solo la fe y la oración resistirán.
Entonces, volverá Cristo glorioso. El universo entero será sacudido por su venida y se manifestará que todo es nada ante él, el Dios Único, creador y redentor. De este segundo aspecto o momento de los últimos tiempos habla hoy Jesús.
Con la venida gloriosa de Cristo acaecerá el Juicio Universal, que desvelará también el secreto del corazón de cada hombre ante él, cuando cada uno reciba la justa paga de sus acciones, de su fe y de su amor. Entonces, la creación entera, encabezada por el hombre, ya purificada y sometida por entero a Cristo Rey, será recreada por Dios para que los elegidos puedan participar en cuerpo y alma de la Gloria de Dios para toda la eternidad.
Vamos al evangelio.
Comienza así: «En aquellos días, después de la gran angustia». La gran angustia es el tiempo dicho del Anticristo, de la apostasía general, cruel y despiadada. Entonces, «el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor y los astros se tambalearán». Es una imagen con la que Cristo anuncia que todo el universo, todo eso que parece tan grande y tan inconmovible, la tierra, el sol, los astros…, todo mostrará que es solo como un velo que se arranca y se tira por tierra. El hombre, que se habrá proclamado señor y salvador de sí mismo, entenderá que no es señor de nada, ni de sí mismo ni de nada, y verá que él mismo cae en el abismo con todo lo que creía suyo. Y cuando el velo es arrancado y tirado, ¿qué es lo que se ve? Se ve lo que ocultaba el velo, la verdad escondida que solo la fe alcanzaba a afirmar: al crucificado por amor, que ha resucitado y es Señor de todo.
El velo caerá y «verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria». El Hijo del hombre es Jesús, el mismo que está ante los apóstoles y les habla, el mismo que está entre nosotros y nos habla en esta mañana. Vendrá este: el Dios hecho hombre y amante hasta la muerte, que vive y está presente en el sacrificio del altar. Cuando todo caiga, cuanto todo se desvanezca, él se mostrará como el que permanece. Cristo permanecerá para siempre, porque solo él se identifica con la Vida, con el Ser, con la Verdad, con Dios. Permanece él y todo lo suyo: sus palabras, vivas, originales, verdaderas: «mis palabras no pasarán». Ellas no mudan, no cambian, no pierden verdad ni luz. Ellas guían nuestro camino, hoy y siempre. Aunque todo caiga, su palabra se mantiene inamovible y cada uno de nosotros será juzgado por su adhesión a ella. Adhesión que significa confianza y obediencia; confianza en quien es Dios y nos ama; obediencia a quien reconocemos como Verdad y como amor.
Todo pasará, pero Él no. El Dios hecho hombre, con su cuerpo, su vida, sus cansancios, su risa, su rostro humano, no pasará. Jesús resplandecerá como el Dios hecho hombre y amante hasta la cruz y su palabra resonará viva y verdadera eternamente. Pero, ¡atención!, tampoco sus elegidos pasarán. Ellos serán llamados en torno a él: «enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo». Aclaro. ¿Quiénes son los elegidos? Los que hayan respondido al amor gratuito con el que él nos eligió en la cruz. Ha dicho: «reunirá a sus elegidos». Lo que hoy nos separa: el tiempo, la muerte, las lenguas diversas, el espacio entre uno y otro punto de la tierra, las diversas culturas y épocas, los límites de nuestra naturaleza afectada por el pecado, el pecado mismo… todo eso será superado. La comunión será perfecta. Junto a Cristo glorioso, bellísimo en su humanidad y en su divinidad, aparecerá su Iglesia, la comunión de los que sean hallados fieles. Es la Iglesia de los santos, unida en torno a Santa María y a los Apóstoles, la Iglesia de los mártires, de los esposos santos, de los obispos y sacerdotes santos, de los célibes santos, de los niños santos, de los solteros santos, de los religiosos santos… y de todos aquellos que purificados después de la muerte son también ya santos ¡La Iglesia triunfante! ¡Ojalá también nosotros! Llamados por Cristo. ¡También nosotros! Quizá después de haber pasado por el purgatorio. ¡Y nuestros padres, y nuestros hijos! ¡Con sus rostros! ¡Con sus méritos! ¡Con sus obras hechas por amor! El Hijo del hombre no pasará, sus palabras no pasarán, y llamará de nuevo en torno a sí, a sus elegidos, a los que claman por él día y noche.
¿Qué tendremos que hacer hasta que todo eso suceda? Guiarnos por sus palabras. En la antigüedad los hombres se guiaban por las estrellas. Por ellas sabían dónde estaba el norte o el oriente, por ellas se orientaban. Incluso pensaban que las estrellas describían su camino vital, de ahí el engaño del horóscopo. Las palabras de Cristo son la verdadera guía para nuestro camino en la tierra, nuestra luz hacia el cielo.
No sabemos cuándo llegará el tiempo de la angustia y la vuelta de Cristo en gloria, cuando los elegidos sean reunidos por él. Ni lo sabemos ni debemos tener curiosidad por saberlo. Todo nuestro empeño ha de estar en vivir conforme a su palabra. Jesús vivió su camino humano abandonando su hora en manos de su Padre; y nosotros hemos de abandonarnos también en sus manos, como hijos verdaderos: «En cuanto al día y a la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, solo el Padre». Lo que sabemos es que todos participamos por adelantado de lo que ocurrirá en los últimos tiempos: «No pasará esta generación sin que todo esto suceda». La gran angustia final se adelanta en los sufrimientos de la vida presente; pero también en la vida presente él sostiene a sus elegidos con su palabra y con la Eucaristía, en medio del constante deshacerse de las obras humanas, en medio del constante fracaso de todos los intentos por vivir sin Dios. El amor crucificado y resucitado de Cristo sigue brillando en la Eucaristía, anticipo de su vuelta gloriosa y de nuestra reunión definitiva con él.
Aprendamos a vivir no de lo que va a desaparecer, sino de lo que permanece para siempre, aprendamos a vivir de Cristo, el pan cotidiano que solo podemos esperar del cielo, de su palabra y de la Eucaristía.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía, 17 de noviembre de 2024
P. Enrique Santayana
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares
P. Enrique Santayana
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares