PASTOR Y REY
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- Categoría: Cristo Rey A
En el Antiguo Testamento el rey es visto como un pastor que se pone al frente del pueblo para afrontar los peligros de la historia. Cuando escribe el profeta Ezequiel, el pueblo elegido vive en el exilio, sin culto, sin templo, sin rey, sin futuro. Entonces Dios promete que él mismo se convertirá en el rey pastor de su pueblo: «Yo mismo buscaré a mi rebaño y lo cuidaré». Esta promesa alimentará la esperanza del mesías durante siglos hasta que llegue Jesús y reclame su título: «Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10,1). Cuando Jesús pronuncia estas palabras tiene dos ideas en la mente: por un lado, la promesa de su Padre: «Yo mismo buscaré a mi rebaño y lo cuidaré». Por otro, la cruz, donde se convertirá en Rey, el Pastor de su pueblo. Y en estas palabras expresa sus entrañas: «Yo cuidaré de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas […] Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma […] apacentaré con justicia».
A este Rey le mueve un amor entrañable, con el que atrae y reúne a los hombres desde la cruz, ofreciendo perdón y misericordia. Con su amor saca a los hombres de la tristeza, «de los lugares por donde se habían dispersado un día de oscuros nubarrones»; con su perdón les da descanso; con su misericordia los cura; con su gracia y con el alimento de su Cuerpo los fortalece… hasta que los introduzca en el seno de su Padre, donde encontrarán la paz, la dicha permanente y perfecta.
Pero la voz del Pastor, de Cristo Rey, no se impone por la fuerza, el amor no se impone coaccionando, se ofrece con humildad. Quien escucha su voz y se hace discípulo, aprende a amar. No se puede seguir a quien ha hecho del amor su propia forma de existir sino por el camino del amor. Quien escucha y desdeña la voz del crucificado, anda otro camino.
La imagen del juicio final nos puede parecer tremenda, pero responde a la lógica del amor. Cristo reúne «ante él todas las naciones» y el amor, aprendido de Cristo y ejercitado, se convierte en criterio con el que cada hombre es admitido o rechazado para el amor eterno. Los que se hicieron discípulos para vivir del amor ofrecido por el Crucificado y aprender a amar, son los que ahora escuchan: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme […] Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis».
Los que desdeñaron la llamada del amor no pueden entrar en el descanso del amor, se han hecho a sí mismos malditos: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis».
Y el amor tiene obras, se expresa no solo en el mal que evita, sino en el bien que hace. El amor se expresa y se aprende haciendo el bien. La Iglesia las ha llamado «obras de misericordia». Corporales: Visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los difuntos. Y obras de misericordia espirituales: Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Cuando hacemos examen de conciencia, nos centrarnos en el mal que hemos hecho, pero solemos olvidarnos del bien que no hemos hecho, del amor que no hemos ejercitado, los pecados de omisión. Pero justamente este amor es el criterio final que nos dividirá. No perdamos el tiempo y aprendamos de nuestro Señor, no solo a evitar el mal, sino a hacer el bien, ejercitémonos en las obras de misericordia.
Cristo es Rey y conduce a la humanidad hacia el que es el Amor. A veces parece que hay demasiado mal en este mundo para poder afirmar que Cristo reina. Parece que los malos ganan, que el pecado gana, pero la historia no se le va de las manos a Cristo. Él reina desde la cruz, soportando el mal, ofreciendo el perdón, enseñándonos a amar, dándonos la oportunidad de perdonar, de socorrer a los que necesitan socorro, de aliviar a los que sufren en el cuerpo o en el alma. Es así como nos conduce a Dios. La justicia se impondrá, como justicia del amor, cuando él juzgue, como dice Ezequiel, «entre oveja y oveja», cuando unos escuchen: «Venid, benditos»; y otros: «Apartaos de mí, malditos».
Quiera Dios que nosotros escuchemos la voz del Pastor, que con su gracia aprendamos a amar y al fin escuchemos: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
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Enrique Santayana C.O.
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