Pero seguimos la narración. Satanás entra en escena, por medio de un hombre al que tenía poseído. Entra en escena intentando oscurecer la luz con un tenebroso testimonio[1]: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Cuando los hombres descubren los signos que le llevan a atisbar la presencia de Dios, el diablo aparece para envenenar el corazón y se arroga a sí mismo el papel de abogado del hombre ante Dios, como si él estuviera de parte del hombre y Dios en su contra, como si él fuera cercano espiritualmente al hombre, y Dios lejano: «¿Qué tenemos que ver contigo? ¿Has venido a destruirnos?». Y quiere arrancar del corazón de aquellos hombres la fe que empezaba a brotar y sustituirla por su conocimiento diabólico. La fe es el reconocimiento de la verdad divina que amorosamente se muestra, el reconocimiento de la verdad, su acogida cordial y su entrega a ella. El diablo puede conocer verdades de Dios, pero no las acoge amorosamente ni amorosamente se entrega a ellas, sino que tiembla de odio y de angustia. Cuando el demonio hace decir al pobre al que tiene sometido: «Sé quién eres: el Santo de Dios», no está haciendo un acto de fe, sino manifestando su conocimiento diabólico, lleno de odio. Quiere que los que han empezado a preguntarse si el hombre de Nazaret no vendrá de Dios, se unan a su conocimiento diabólico y odioso.
Pero Jesús no lo permite. Él ha venido a salvar al hombre de las garras del demonio. Impone silencio y lo arroja fuera del hombre: «¡Cállate y sal de él!». El espíritu inmundo retuerce con violencia al hombre, porque el diablo odia al ser humano, y a la fuerza lo deja.
Vuelve el asombro. Los de Cafarnaún quedan estupefactos: «¿Qué es esto?» ¿Qué palabra poderosa es esta? «Manda incluso a los espíritus inmundos y lo obedecen».
El evangelista nos presenta la autoridad de la palabra de Jesús, que aquellos hombres de Cafarnaún perciben tanto cuando les enseña, como cuando somete al demonio y libera al hombre. Cuando enseña, la autoridad de la palabra de Jesús consiste en descubrir la verdad del hombre frente a la verdad de Dios, cara a cara, el hombre desnudo en su alma frente a Dios. Los evangelios están llenos de ejemplos, como el diálogo de Jesús con la samaritana. Los escribas no podían hacer nada parecido cuando comentaban la Escritura. Pero más allá de esta autoridad de la verdad, ven que Jesús dirige su palabra al demonio y éste se ve forzado a soltar su presa. Es una autoridad de quien realmente es poderoso y convierte poder en amor que sirve y salva al hombre. Justo eso muestra el verdadero rostro de Dios: una palabra que manifiesta la verdad y que es poderosa para el amor. La potencia creadora de la Palabra se muestra ahora en su potencia redentora y surge la pregunta que puede llevar a la fe: ¿Quién es este hombre de Nazaret cuya palabra pone al desnudo nuestro corazón ante Dios y que obra con el poder de la palabra del Dios Creador?
Aquí hay que hacer referencia a la primera lectura, que recuerda lo que ocurrió una vez que los judíos, liberados de la esclavitud de Egipto, llegaron al Horeb. Allí Dios se les manifestó y les habló de tal forma, en medio del fuego y de un ruido estremecedor, que aterrados, pidieron a Moisés: por favor, «no queremos volver a escuchar la voz del Señor nuestro Dios, ni ver más ese gran fuego, para no morir». Dios prometió a Moisés que suscitaría un profeta, grande, que transmitiese al pueblo la palabra de Dios. Este es Jesús, más que Moisés, porque no solo trae la palabra de Dios, sino que es la Palabra poderosa de Dios, el que pone al descubierto el corazón del hombre ante la verdad de Dios y obra con el poder de Dios. Pero en su humanidad, el poder y la sabiduría de Dios muestran su humildad y su amor al hombre.
Jesús es la Palabra de Dios que se pone al servicio del hombre que ha creado. Viene para liberarlo de las fuerzas diabólicas que lo oprimen, de las fuerzas del mal y de la mentira. «Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en humildad…, es la soberanía que se abaja a la forma de siervo»[2]. En Jesús, toda la autoridad de Dios se manifiesta como lo que realmente es: la autoridad de la verdad y el poder del amor que sirve a los que ama.
Dios viene amoroso a nosotros en la humanidad de su Hijo para servirnos, porque le mueve solo el amor. No nos alejemos de él, como quiere el diablo, al contrario, acerquémonos a quien libera y salva. Con palabras de santa Catalina de Siena: «Es necesario que veamos y conozcamos, en verdad, con la luz de la fe, que Dios es el Amor supremo y eterno, y no puede desear otra cosa que no sea nuestro bien»[3]. No hagamos como Adán, que, confundido por su propio pecado y engañado por el diablo, se escondió de su Creador. No somos extraños a él, porque él nos ha creado a su imagen y ha tomado nuestra carne. Aunque nos lastren muchos pecados, acerquémonos a Cristo, que viene a nosotros humilde y poderoso, que nos enseña la verdad y nos libera.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
IV Tiempo Ordinario B
Iglesia del Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares
[1] Cf. DOLINDO ROUTOLO, I quatro vangelii. Comento (Casa Mariana Editrice, Frigento 2009), 630.
[2] ROMANO GUARDINI, Il Potere, Brescia 1999, pp. 141-142. En: BENEDICTO XVI, Angelus (29-I-2012).
[3] Ep. 13 en: Le Lettere, vol. 3, Bolonia 1999, 206. En: BENEDICTO XVI, Angelus (29-I-2012).