XX Domingo T.O. - B
18 de agosto, 2024
«El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51)
[Esta homilía es una reelaboración de lo dicho por Benedicto XVI
en la oración del Angelus, el 19 de agosto de 2012]
[Esta homilía es una reelaboración de lo dicho por Benedicto XVI
en la oración del Angelus, el 19 de agosto de 2012]
El Evangelio de este domingo es la parte culminante del discurso pronunciado por Jesús, después de haber dado de comer a miles de personas multiplicando cinco panes y dos peces. Es un discurso decisivo, por eso ha ocupado nuestra atención varios domingos. Jesús revela el significado del milagro, que el tiempo de las promesas ha concluido: Dios Padre, que con el maná había alimentado a los israelitas en el desierto, ahora lo ha enviado a él, al Hijo, como verdadero PAN DE VIDA, y este pan es su carne, su persona, ofrecida en holocausto por nosotros. Lo que Cristo ha venido a hacer al mundo está aquí expresado: ofrecerse en sacrificio amoroso, como pan, para ser acogido como verdadero alimento, y dar así vida al mundo: «Como yo vivo por el Padre…, así el que me come vivirá por mí». Ha venido a ofrecerse como un sacrificio de amor y lo pide ser acogido como tal, para alimentar el alma de quien lo toma con amor.
Quizá nosotros demandamos de Dios una salvación distinta. Quizá queremos que haga justicia, y derroque a los que tiranizan las naciones y chupan su vida y sus riquezas como sanguijuelas, que derribe a los narco-dictadores de lejos o a los traidores de cerca. Quizá queremos que alce a un profeta que convenza al mundo de la mentira y de la maldad de algunas de las cosas que todos dan hoy como verdaderas y buenas: de la gran maldad de la ideología de género, o de la perversión del aborto. Quizá demandamos que suscite en medio de la Iglesia un grupo de santos, como los antiguos, como san Francisco o Santo Domingo, como san Ignacio, o san Felipe, o Santa Teresa, que llenen de fuego y de piedad el corazón de los fieles y acabase esta frialdad de las almas que nos mata a todos. Quizá queremos que acabe con nuestros sufrimientos, materiales o morales; que nos de una vida tranquila y feliz, con salud y con todo lo necesario para vivir; y que acabe también con nuestra propia debilidad moral, con esa pobreza interior que nos entristece y nos paraliza, y vernos ricos de todas las virtudes. Quizá demandamos que haga a un lado a los sacerdotes y obispos mediocres, y solo tengamos que ver obispos como san Ambrosio, papas solo como san León o san Gregorio, sacerdotes solo como el cura de Ars o san Juan de Ávila.¿Qué quiero de Dios? ¿Qué demando de Dios? Los judíos de la época de Jesús demandaban un mesías rey, que acabase con los enemigos políticos de su pueblo. Querían un mesías profeta que demostrase al mundo la superioridad de la ley de Moisés y que todos los pueblos se sometiesen a la sabiduría de Israel. Esperaban un mesías sacerdote que hiciese de Israel el mediador entre el mundo y Dios y todas las riquezas de las naciones engrandecieran el templo de Jerusalén. Y Dios lo que les dio, a ellos y también a nosotros, es a su Hijo, hecho hombre, que se entregó en sacrificio amoroso para alimentar con su amor al hombre. Nos ha dado la EUCARISTÍA. Nada más grande, pero en lo más pequeño.
Se trata de acogerlo con fe, sin sentirnos defraudados por su pobreza aparente, por su humildad y su fragilidad, por su aparente impotencia ante las injusticias del mundo, ante las miserias de la Iglesia y de nuestra propia alma. Se trata de «comer su carne y beber su sangre» para tener la plenitud de la vida.
Es evidente que este discurso no está hecho para atraer consensos. Jesús lo pronuncia con toda intención, y produce un momento crítico, un viraje en su misión pública. La gente, hasta ese momento, estaba entusiasmada con él cuando realizaba milagros; y la multiplicación de los panes y de los peces fue una clara revelación de que él era el Mesías, hasta el punto de que inmediatamente después la multitud quiso llevar en triunfo a Jesús y proclamarlo rey de Israel.
Pero no era lo que Jesús buscaba y con ese discurso frena los entusiasmos y provoca muchos desacuerdos. Explicando la imagen del pan, afirma que ha sido enviado para ofrecer su propia vida, y que los que quieran seguirlo deben unirse a él de modo personal y profundo, participando en su sacrificio de amor y así de su vida, de la vida que él trae de Dios. Por eso Jesús instituirá en la Última Cena el sacramento de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener en sí mismos su caridad —esto es decisivo— y, como un único cuerpo unido a él, prolongar en el mundo su misterio de salvación, su sacrificio amoroso: «Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí».
La gente comprendió que Jesús no aspiraba al trono de David, tal como ellos deseaban. No buscaba pactos y apoyos para conquistar Jerusalén; más bien, quería ir a la ciudad santa para compartir el destino de los profetas: dar la vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos y multiplicados para miles de personas, no querían provocar una marcha triunfal, sino anunciar el sacrificio de la cruz, en el que Jesús se convierte en Pan, cuerpo y sangre ofrecidos en expiación para la humanidad entera. Así pues, Jesús pronunció ese discurso para desengañar a la multitud y, sobre todo, para provocar una decisión: ¿queremos este amor que se nos entrega o no? ¿Queremos unirnos a este sacrificio de amor o no? En aquella ocasión, muchos decidieron abandonarlo y ya no lo siguieron más.
Queridos amigos, dejémonos sorprender por las palabras de Cristo: él, sacrificio de amor, entregado como pan, es el culmen de todo lo bueno y lo santo, de todo lo bello y lo grande a lo que aspira nuestra alma. Y así nos salva de toda injusticia, de todo pecado, de toda corrupción, de toda falsedad, de todo error, de todo eso que habita entre nosotros y en nosotros mismos. Todo lo que de bueno deseamos para el mundo, para nuestra patria, para la Iglesia, para nosotros mismos, está todo escondido en este amor. Todo nace de él. Redescubramos la belleza del sacramento de la Eucaristía, que expresa la humildad y la santidad de Dios: Dios se hace pequeño, un fragmento insignificante del universo para reconciliar a todos en su amor. Que la Virgen María, que dio al mundo el Pan de la vida, nos enseñe a vivir siempre en profunda unión con él.
Quizá nosotros demandamos de Dios una salvación distinta. Quizá queremos que haga justicia, y derroque a los que tiranizan las naciones y chupan su vida y sus riquezas como sanguijuelas, que derribe a los narco-dictadores de lejos o a los traidores de cerca. Quizá queremos que alce a un profeta que convenza al mundo de la mentira y de la maldad de algunas de las cosas que todos dan hoy como verdaderas y buenas: de la gran maldad de la ideología de género, o de la perversión del aborto. Quizá demandamos que suscite en medio de la Iglesia un grupo de santos, como los antiguos, como san Francisco o Santo Domingo, como san Ignacio, o san Felipe, o Santa Teresa, que llenen de fuego y de piedad el corazón de los fieles y acabase esta frialdad de las almas que nos mata a todos. Quizá queremos que acabe con nuestros sufrimientos, materiales o morales; que nos de una vida tranquila y feliz, con salud y con todo lo necesario para vivir; y que acabe también con nuestra propia debilidad moral, con esa pobreza interior que nos entristece y nos paraliza, y vernos ricos de todas las virtudes. Quizá demandamos que haga a un lado a los sacerdotes y obispos mediocres, y solo tengamos que ver obispos como san Ambrosio, papas solo como san León o san Gregorio, sacerdotes solo como el cura de Ars o san Juan de Ávila.¿Qué quiero de Dios? ¿Qué demando de Dios? Los judíos de la época de Jesús demandaban un mesías rey, que acabase con los enemigos políticos de su pueblo. Querían un mesías profeta que demostrase al mundo la superioridad de la ley de Moisés y que todos los pueblos se sometiesen a la sabiduría de Israel. Esperaban un mesías sacerdote que hiciese de Israel el mediador entre el mundo y Dios y todas las riquezas de las naciones engrandecieran el templo de Jerusalén. Y Dios lo que les dio, a ellos y también a nosotros, es a su Hijo, hecho hombre, que se entregó en sacrificio amoroso para alimentar con su amor al hombre. Nos ha dado la EUCARISTÍA. Nada más grande, pero en lo más pequeño.
Se trata de acogerlo con fe, sin sentirnos defraudados por su pobreza aparente, por su humildad y su fragilidad, por su aparente impotencia ante las injusticias del mundo, ante las miserias de la Iglesia y de nuestra propia alma. Se trata de «comer su carne y beber su sangre» para tener la plenitud de la vida.
Es evidente que este discurso no está hecho para atraer consensos. Jesús lo pronuncia con toda intención, y produce un momento crítico, un viraje en su misión pública. La gente, hasta ese momento, estaba entusiasmada con él cuando realizaba milagros; y la multiplicación de los panes y de los peces fue una clara revelación de que él era el Mesías, hasta el punto de que inmediatamente después la multitud quiso llevar en triunfo a Jesús y proclamarlo rey de Israel.
Pero no era lo que Jesús buscaba y con ese discurso frena los entusiasmos y provoca muchos desacuerdos. Explicando la imagen del pan, afirma que ha sido enviado para ofrecer su propia vida, y que los que quieran seguirlo deben unirse a él de modo personal y profundo, participando en su sacrificio de amor y así de su vida, de la vida que él trae de Dios. Por eso Jesús instituirá en la Última Cena el sacramento de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener en sí mismos su caridad —esto es decisivo— y, como un único cuerpo unido a él, prolongar en el mundo su misterio de salvación, su sacrificio amoroso: «Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí».
La gente comprendió que Jesús no aspiraba al trono de David, tal como ellos deseaban. No buscaba pactos y apoyos para conquistar Jerusalén; más bien, quería ir a la ciudad santa para compartir el destino de los profetas: dar la vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos y multiplicados para miles de personas, no querían provocar una marcha triunfal, sino anunciar el sacrificio de la cruz, en el que Jesús se convierte en Pan, cuerpo y sangre ofrecidos en expiación para la humanidad entera. Así pues, Jesús pronunció ese discurso para desengañar a la multitud y, sobre todo, para provocar una decisión: ¿queremos este amor que se nos entrega o no? ¿Queremos unirnos a este sacrificio de amor o no? En aquella ocasión, muchos decidieron abandonarlo y ya no lo siguieron más.
Queridos amigos, dejémonos sorprender por las palabras de Cristo: él, sacrificio de amor, entregado como pan, es el culmen de todo lo bueno y lo santo, de todo lo bello y lo grande a lo que aspira nuestra alma. Y así nos salva de toda injusticia, de todo pecado, de toda corrupción, de toda falsedad, de todo error, de todo eso que habita entre nosotros y en nosotros mismos. Todo lo que de bueno deseamos para el mundo, para nuestra patria, para la Iglesia, para nosotros mismos, está todo escondido en este amor. Todo nace de él. Redescubramos la belleza del sacramento de la Eucaristía, que expresa la humildad y la santidad de Dios: Dios se hace pequeño, un fragmento insignificante del universo para reconciliar a todos en su amor. Que la Virgen María, que dio al mundo el Pan de la vida, nos enseñe a vivir siempre en profunda unión con él.
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado.
Enrique Santayana C.O.
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En la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares (Madrid)
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