Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

XXII Domingo T.O. B
1-IX-2024

«Dichosos los limpios de corazón» (Mt 5,8)

En el Antiguo Testamento Dios da su Ley como luz para el camino de esta vida. Israel, cuando sale de Egipto, aunque ha dejado atrás la esclavitud, vive en el desierto, no tiene mapas, ni señales que le digan dónde encontrar agua o alimento. Su supervivencia pende de un hilo cada día. Es un desafío llegar vivo al día siguiente y, sobre todo, llegar a la meta donde poder descansar y vivir, un lugar del que poder decir: «Estoy en casa». Depende de la luz que le viene de Dios y de su cuidado. Viviendo esta experiencia cotidiana, Dios le da la Ley como luz, no ya para sobrevivir un día más, o para alcanzar la tierra de la promesa, sino para alcanzar la meta verdadera: aquella tierra donde el hombre y Dios comparten la vida, la comunión con Dios, que es la verdadera tierra de la promesa, no solo para ellos, sino para nosotros: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar».

La Ley, las diez palabras de vida, expresan una sabiduría que lleva hasta Dios. No es producto de la inteligencia de Israel, sino una luz dada por Dios, un don divino, por eso Israel no debe añadir ni quitar nada; de hacerlo negaría la luz que le viene de Dios, volvería a ser como los demás pueblos y acabaría como todos, perdido a su propia suerte en el desierto de la existencia. Por el contrario, reconociendo que la Ley le viene de Dios, conservándola y guardándola, puede ser también luz para los otros pueblos: «No añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada. Observadlos y cumplidlos, pues esa es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos, los cuales, cuando tengan noticia de todos estos mandatos, dirán: “Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación”».
La luz de la Ley es la prueba de la cercanía y del cuidado de Dios: «¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos? ¿Dónde hay otra nación tan grande que tenga unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que yo os propongo hoy?». Pero ha llegado el momento, con Cristo, en el que Dios no solo muestra el camino de la Ley, sino que lo camina con nosotros y él mismo, haciendo ese camino, encarna la ley. Jesús, Dios con nosotros.
 
En el Evangelio unos fariseos y escribas llegados de Jerusalén, seguramente enviados por el Sanedrín, proponen una crítica a los discípulos de Jesús: «¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?». La crítica se resume en esto: «en su vida, tus discípulos no se guían por las tradiciones de nuestros padres». Pero, ¿era esto la Ley dada por Dios para guiar la vida de Israel? Ciertamente no. La queja de los escribas y fariseos pone de manifiesto que habían echado en el olvido la advertencia del Deuteronomio: «No añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada». Por eso, Jesús va a responder con una gran dureza: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Se creen lo mejor de Israel y, en realidad, ya no son el Israel de Dios, el pueblo que Dios guía con la luz de la ley, porque se han hecho su propia ley, preceptos humanos. ¡Nosotros hacemos eso constantemente!
Jesús no se contenta con esta crítica y enseña a propósito de un particular al que han aludido sus oponentes. Habían dicho que sus discípulos comían «con manos impuras»; no que comieran con manos sucias, sino «impuras». Hablaban de una impureza que tiene poco que ver con lo que nosotros entendemos como pecado de impureza. En aquella impureza se caía si se comía sin lavarse antes las manos, si se tocaba un cadáver, aunque fuese para enterrarlo, si se enfermaba de lepra o si se tocaba a un leproso, si se entraba en casa de un pagano… y en mil casos más. La impureza era algo externo y, sin embargo, se había convertido en un punto clave en la vida cotidiana de los israelitas, porque el que contraía «impureza» ya no podía acercarse al culto, el camino a Dios parecía vedado para él. Y no son estas cosas las que impiden el camino hacia Dios, sino el pecado, es decir, el corazón que se guía por lo que es contrario a la ley de Dios, luz para el camino de la vida. «Escuchad y entended todos —dice Jesús—: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro».
A muchas de estas cosas nuestro tiempo no les da importancia. Grabad bien estas palabras en vuestro corazón. Jesús no dice que no haya nada que impida al hombre acercarse a Dios. El pecado, que nace en el corazón del hombre, cuando decide desobedecer la ley de Dios y guiarse por su propia ley, es lo que hace al hombre impuro, incapaz para Dios: los pensamientos perversos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las malicias, los fraudes, el desenfreno, la envidia, la difamación, el orgullo, la frivolidad. «Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro». El pecado hace imposible que el hombre alcance a Dios.
La obediencia a la Ley divina, por el contrario, da al corazón del hombre la verdadera pureza, que le hace capaz para Dios. ¿Recordáis las bienaventuranzas? En la sexta Jesús dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». La limpieza del corazón, que ha alejado el pecado de la voluntad, de la memoria, del afecto, de la imaginación, de la inteligencia… eso aclara el ojo interior de su alma para contemplar a Dios y gozarse en su visión. Hemos sido creados para contemplar a Dios y alegrarnos en su contemplación. Y la vida del hombre consiste, en gran medida, en purificar y adaptar su visión interior para poder ver y gozar de Dios. Lo que nos guía es la ley eterna de Dios, que Dios nos ha dado como luz en el camino de la vida, como luz, para discernir lo que debemos extirpar y lo que debemos hacer crecer en nuestra alma.
 
El Deuteronomio decía: «¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios?», que nos da esta ley. Los cristianos podemos repetir estas palabras mirando la Eucaristía, o lo que es lo mismo, mirando la perfección de la ley del amor a Dios y del amor al prójimo que se realiza en la cruz de Cristo, que vive en la Eucaristía. Todo está en la Eucaristía. La Eucaristía nos da a comer a Cristo para que la ley del amor alimente nuestra alma y se convierta en algo interior, en la ley de nuestro corazón, hasta conseguir que brille con esta pureza de la que habla Jesús: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.
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Homilía. Domingo 1 de septiembre, 2024
XXII del T.O., ciclo B
Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares
Autor-1636;Enrique Santayana C.O.
Fecha-1636Domingo, 01 Septiembre 2024 16:09
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