Luz para el camino
(XXX Domingo T.O. B. 28/X/2018)
(XXX Domingo T.O. B. 28/X/2018)
«Señor, que vea»
Jesús iba camino de Jerusalén con los suyos. El viaje había comenzado lejos, en Galilea, al norte, ahora ya estaban cerca. Jericó marcaba la última etapa del camino antes de llegar a Jerusalén. El capítulo 10 del evangelio de san Marcos, donde se nos narra el episodio del domingo pasado y el de hoy, dice: «Iban de camino subiendo a Jerusalén. Jesús marchaba delante y ellos estaban sorprendidos: los que le seguían tenían miedo» (10,32). ¿Por qué tenían miedo? Porque sabían que al llegar a Jerusalén las cosas se complicarían. Jesús mismo les anuncia que él morirá, pero algunos creen que no será así: esperan una victoria y que Cristo se proclamase rey, por eso escuchamos el domingo pasado que Santiago y Juan le piden sentarse en su reino a derecha e izquierda. Salir de Jericó era afrontar la última etapa de la peregrinación. A Jesús y a los Doce se les ha ido uniendo bastante gente, llegarán con él hasta Jerusalén y allí, al entrar en Jerusalén, le aclamarán como Mesías, esto es, como rey; luego vendrá la cruz y la resurrección.
En la puerta de la ciudad, al borde del camino, un ciego pedía limosna. El barullo es grande y al enterarse de que se trata de Jesús empieza a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Muchos lo increpan para que se calle, pero él grita más. Hay que subrayar esta insistencia del mendigo. Llama y lo hace de forma tal que se le oye entre el barullo que rodea a Jesús. Llama e insiste, aun cuando muchos le dicen que calle. Él era solo un mendigo ciego, podría haberse ganado algún palo que otro por aquella insistencia suya. Sabía que era decisivo para él no perder aquella oportunidad de ser atendido por Jesús. Sabía de la importancia y estaba decidido a hacerse escuchar. San Agustín, en un sermón que dirige a unos adultos recién bautizados, les anima a seguir a Cristo, buscando la comunión total con la vida del Señor, a seguirle buscando la santidad. Entonces recuerda este episodio, recuerda a los que acompañaban a Cristo y mandaban callar al ciego, y advierte a los recién bautizados de estos cristianos viejos que rodean a Cristo sin valorar lo que tienen y sin buscar todo lo que Cristo puede y quiere darles. Dice san Agustín: «Al lado de Cristo caminaban quienes prohibían clamar a los ciegos». Aquí quizá también habrá alguno que, sabiendo que Cristo pasa, quiera gritar, habrá aquí alguno que sabe que necesita suplicar a Cristo. Y habrá también quien diga: «No, no es para tanto, no hay que exagerar». Ojalá fuésemos todos de los que saben que necesitan la gracia de Dios y están decididos a buscarla, a suplicarla. Ojalá el ruido externo no acalle el clamor del alma necesitada que grita a Dios. Ojalá las voces de unos y otros no acallen la voz del alma y la voz de la Iglesia que se dirige a Cristo como a su único Salvador. No esperamos la salvación de ningún otro. Ningún político nos salvará, ningún poder, ninguna circunstancia. Tampoco nosotros mismos nos salvaremos. Jesús es nuestro único Salvador, solo de él esperamos la salvación.
El contenido del grito también es importante. El evangelista lo repite: «Hijo de David, ten compasión de mí». ¿Qué creéis que significa esta expresión de «hijo de David»? David había sido el gran rey de Israel y se esperaba que el Mesías futuro fuese de la descendencia de David, más aún, que fuese otro David. «Hijo de David» era lo mismo que decir «Mesías», lo mismo que decir «Rey». Sin embargo, podemos pensar: ¿qué podía esperar un mendigo ciego de alguien que va a tomar posesión de un reino? ¿Espera una limosna, un poco de dinero para comer aquel día? Espera algo más, algo que los reyes de este mundo no pueden dar, que tampoco el rey David hubiese podido dar. Jesús se para, lo hace llamar y le pregunta: ¿Qué quieres de mí? Y él contesta: «Señor, que vea». Esta petición es una profesión de fe. Pedro había confesado al iniciar la peregrinación hacia Jerusalén, en Cafarnaum: «Tú eres el Mesías». El ciego le ha llamado también «hijo de David», que era como llamarle Mesías. Pero parece que este ciego ve incluso más, porque pide algo que ni el mismo David hubiera podido hacer: «Señor, que vea». Este mendigo ciego no pide a Jesús una limosna para malvivir, pide la luz.
Si hubiese pedido una moneda, no sabríamos nada de este ciego. No pidió algo pequeño, pidió algo grande, a la medida de la fe que le hacía ver que tenía delante a alguien más grande que David. La petición de Bartimeo es un acto de fe que no va a quedar sin recompensa. Jesús le responde: «Anda, tu fe te ha salvado». «Y al momento —dice el evangelista— recobró la vista». La fe del ciego era meritoria, vio lo que los demás no veían, al Salvador, y pidió lo que los demás no pidieron, la luz. Jesús le concedió lo que pedía.
Estamos nosotros aquí juntos, como lo estaban todos aquellos hombres, alrededor de Jesús. Podemos preguntarnos qué es lo que vemos, que es lo mismo que preguntar cuál es en realidad nuestra fe. ¿Quién está ante nosotros? ¿Un hombre cualquiera? ¿Un poderoso? ¿O el Salvador, nuestro Salvador? Y en función de lo que somos capaces de ver por la fe, ¿qué le pediremos? Ojalá no haya aquí nadie que le pida insignificancias a Dios, que le pida limosnas para sobrevivir despreciando así su grandeza. Ojalá pudiésemos desear y pedir como el ciego la luz, la luz de los ojos, la luz de la verdad: «Señor que vea». No nos contentemos con las cosas de este mundo. Que la Iglesia no se contente con lo que antes o después pasará, que no se contente con tener medios económicos, que no se contente con ser bien considerada por los poderes de este mundo, que no se contente con nada más que con el conocimiento y el amor de su Esposo y Señor. Que la Iglesia clame por el conocimiento de la Verdad, por la luz de Cristo.
Pero aún no hemos dicho lo más importante para entender el Evangelio de hoy. Jesús le da la vista al ciego, «recobró la vista y —añade el evangelista— lo seguía por el camino». Cristo le da la vista para hacerle capaz de ir tras él, para hacerle partícipe de su vida. Al principio hemos dicho que Jesús se dirige a Jerusalén con los suyos. Se dirige allí para morir, se dirige allí para consumar su amor y salvar el mundo. El camino de Cristo, que le ha hecho pasar por Jericó, es el camino del amor que le conduce a la entrega de la vida. A Bartimeo le da la luz de los ojos para que se una a él, para que le acompañe en este camino, y ame también él y alcance la luz verdadera.
En este punto nos encontramos nosotros: ¿dónde vamos? ¿dónde cree un cristiano que ha de culminar su vida, si no es en la entrega? No sabemos más de Bartimeo. El Evangelio no nos cuenta más porque seguramente no nos interesa ya saber más de él. Lo que nos interesa ahora es saber dónde nos dirigimos nosotros. ¿Dónde voy yo? ¿Dónde va la Iglesia? Cada uno en su puesto, cada uno conforme a la vocación que ha recibido de Dios, cada uno con los dones y las responsabilidades que ha recibido de Dios, acompañamos a Cristo, lo seguimos por el camino y vamos a Jerusalén, vamos a la Eucaristía, donde Cristo nos da su vida. Vamos a Jerusalén donde Cristo da la vida y también nosotros la daremos.
Somos mendigos en el camino, supliquemos. Supliquemos con insistencia, no dejemos que las voces de la multitud acallen el grito de nuestra alma. Reconozcamos al único Salvador y supliquemos la luz de la verdad. Se nos da esa luz, hemos sido iluminados. Sigamos a Cristo hasta Jerusalén. Participemos del amor de Cristo que se entrega. No hay otra meta. Sigamos adelante en el camino.
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado.
Enrique Santayana C.O.
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